19 mar 2014

Más que antisemitismo/Jesus Casquete


Más que antisemitismo/Jesus Casquete es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la UPV/EHU e investigador del Centrode Estudios sobre Antisemitismo (Berl
El País |17 de marzo de 2014
El prestigioso historiador Theodor Mommsen fue requerido en los años ochenta del siglo XIX para sumarse a la lucha contra los prejuicios, actitudes y prácticas antijudías que se abrían paso en su país, Alemania. Un compatriota, Wilhelm Marr, acababa de fundar la Liga Antisemita, incorporando de paso el término “antisemitismo” al vocabulario mundial. Mommsen respondió a la solicitud en los siguientes términos: “Se equivocan si creen que se puede lograr algo mediante la razón… Los antisemitas sólo prestan oídos a su odio y a su envidia, a sus instintos más ruines… [El antisemitismo] es una epidemia terrible, como la del cólera: no es posible explicarla ni curarla. Hay que esperar pacientemente hasta que su veneno se consuma y pierda su virulencia”.

El odio a los judíos era (y es) una disposición ancestral, alimentada por una Iglesia que veía en ellos al pueblo deicida. La envidia era (y sigue siendo) un sentimiento que cotizaba al alza en las sociedades donde los judíos gozaban de una presencia numérica significativa. Por ejemplo: en 1886-87 el porcentaje de judios sobre el total de universitarios en Prusia era del 10%, siendo el 1% de la población general. Eran muchos, y eran mejores estudiantes: iniciaban los estudios a edad más temprana y los terminaban antes que sus compañeros cristianos. En Berlín, Praga, Viena, Budapest u Odessa el resquemor que despertaban los judíos crecía al unísono con su ascenso social.
Entendiendo el antisemitismo como la hostilidad hacia los judíos por el hecho de serlo, más de un siglo después de la réplica de Mommsen las sociedades europeas distan de haber dado con su antídoto. Los estudios demoscópicos que de forma periódica encargan diferentes organizaciones (internacionales y españolas) hablan de un aumento de la animadversión hacia ellos. Así, la última encuesta hecha pública por la Liga Antidifamación en 2012 requería la opinión de la ciudadanía de diez países europeos sobre cuatro estereotipos aplicados a los judíos: 1) “Son más leales a Israel que a este país”; 2) “Tienen demasiado poder en el mundo de los negocios”; 3) “Tienen demasiado poder en los mercados financieros internacionales”, y; 4) “Hablan demasiado sobre lo que les ocurrió en el Holocausto”.
Un 63% de los húngaros entrevistados contestaron al menos a tres de esas cuestiones con un “probablemente cierto”, seguidos por un 53% de los españoles y un 48% de los polacos. En el extremo opuesto figuraban holandeses (10%), noruegos (16%), británicos (17%), alemanes (21%) y franceses (24%). Puede que en efecto los españoles sean más antisemitas y que en ellos pese más que en otros lugares la imagen de Israel y de su política en Oriente Medio, o puede que entre nosotros esté más diluido el tabú declarativo sobre expresiones antisemitas. En los países europeos que nos sirven de referencia en cuestión de derechos humanos y libertades ese tipo de manifestaciones despiertan escándalo en la opinión pública e, incluso, están tipificadas como delito en sus códigos penales. En España no. Un botón de muestra, síntoma de una dolencia mayor: en 2007 el Tribunal Constitucional estimó que incorporar en el Código Penal el negacionismo del genocidio perpetrado por los nazis, tal y como habían acordado los partidos por unanimidad en el Congreso, chocaba con la libertad de expresión. ¿Expresión de tolerancia? De indulgencia, más bien.
El caso español es paradójico. Una sociedad sin presencia significativa de judíos desde que fueran expulsados por los Reyes Católicos en 1492 (su población se calcula hoy en unas 40.000 personas, o menos de uno de cada mil habitantes) pero con más de la mitad de su población portando prejuicios contra ellos delata lo arraigado del antisemitismo; también la inmensa tarea pedagógica que sociedad y autoridades tenemos por delante a la hora de combatir su reproducción. La recomendación de Mommsen de espera paciente hasta que los prejuicios se difuminen por sí solos ha resultado estéril.
Los antisemitas siguen acoplando el molde del “judío eterno” y del “peligro judío” al judío realmente existente. Dibujan al “judío” como poderoso, influyente y remando en la misma dirección que otros judíos en aras de intereses inconfesables y opacos por el mero hecho de serlo. Al meterlos a todos en el mismo saco omiten una constatación sociológica fundamental: que el judaísmo (igual que cualquier otra comunidad étnica, religiosa o nacional) está atravesado por la pluralidad de intereses y valores de sus integrantes. En su seno hay ricos, pero también pobres; de izquierdas y de derechas; ultranacionalistas y ateos en cuestiones patrias. Laminar de un plumazo su diversidad es una caricatura fruto de una mentalidad simplista que prefiere creer en los mitos judeófobos transmitidos de generación en generación antes que reparar en la realidad intrínsecamente plural de los grupos humanos.
Pero, ¿por qué habríamos de preocuparnos de la difusión del antisemitismo en nuestro tejido social, siendo la población judía en España tan exigua? En primer lugar por preservar los derechos individuales de sus integrantes, pero no sólo. La mentalidad prejuiciosa siempre tiene las maletas prestas para viajar de un grupo social a otro. Desde esta estructura mental, donde se establece la concatenación judío-poderoso es más fácil que germine otra que, ahora, afecte a musulmanes, rumanos o hispanos. Donde dice “poderoso” póngase “pobre”, “vago” o “terrorista”. Cambian los objetos de la estigmatización, también los adjetivos que se adscriben a cada grupo, en general inmigrantes de países más pobres, pero al final siempre perdura el esquema dicotómico de un “nosotros” frente a un “ellos” fuente de toda suerte de amenazas.ín).

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