13 jul 2014

La hermosa charla


La hermosa charla/Gustavo Martín Garzo, escritor
Publicado en EL PAÍS, 19/12/09;
Un joven historiador se refugia en la montaña de León para terminar su tesis. Allí contempla el desenterramiento de un grupo de personas asesinadas en el verano de 1936, por orden de su abuelo, un líder falangista. Mientras asiste a este hecho, anota en un diario sus reflexiones. Hablan de un pasado familiar conflictivo, pero también de la tensión cainita que parece caracterizar nuestra historia. El joven historiador se pregunta sobre distintos momentos de esa perversa obsesión nacional: la reconquista, la expulsión de los judíos, las luchas fratricidas en la guerra del Perú, las tres Guerras Carlistas o la Guerra Civil. Tal es el argumento de La sima, la última novela de José María Merino. (abajo)
Según unas declaraciones del escritor leonés, fue el comportamiento extremadamente duro de la oposición en la legislatura socialista a partir del 11-M el que le animó a escribir sobre ese “espíritu terrible de confrontación” que suele reinar entre los españoles. La sima en que el protagonista de su novela contempla los cuerpos de los fusilados durante la guerra es una metáfora de todas esas simas que nos siguen separando, haciendo tan difícil nuestra convivencia.
Puede que la hipótesis de la maldición cainita en la historia española sea insostenible como punto de partida para una investigación sobre la naturaleza real de nuestro país, pero basta con echar una mirada a nuestro alrededor para ver por doquier el fantasma de esa maldición. El tono de muchas tertulias radiofónicas y televisivas, las descalificaciones brutales en el Parlamento, el deseo de dañar al rival hasta límites intolerables, y la ligereza con que se profieren insultos y acusaciones gravísimas, nos advierten de que la amarga tesis del protagonista de la novela de José María Merino tal vez no ande tan descaminada.
¿De verdad los españoles somos así? No deja de ser curioso que los que se expresan o actúan de una manera más inmisericorde sean luego los que anden enarbolando la bandera de la patria o el patriotismo. Pero ¿qué patriotismo es el suyo? ¿Puede fundarse un país sobre esa confrontación permanente entre sus ciudadanos?
Un país, si de verdad quiere merecer ese nombre, necesita espacios donde se debatan sus problemas y se vigile a sus gobernantes, necesita la crítica y la discusión, pero también lugares de sosiego donde encontrarse con los demás y escuchar esas historias que a todos pertenecen. ¿Cuáles son las nuestras? Una de las razones de la riqueza de la cultura judía, y de su pervivencia como pueblo, es la convicción de que, al margen de sus diferencias individuales, había algo que compartían, aunque sólo fuera la idea del exilio y la esperanza de alcanzar alguna vez el regreso a la tierra prometida. ¿Tenemos nosotros algo semejante?
Creo que no, que carecemos de esas historias comunes que dan cohesión a los pueblos. Nuestra “arca de las alianzas” está vacía, y eso ha dado lugar a una proliferación de relatos tendenciosos, sólo dictados por los intereses o la mala fe de quienes los cuentan. Pero los verdaderos relatos deben ser universales, pues hablan del corazón humano y ese corazón no varía con el sexo, la raza o la cultura a que pertenece. El arca de alianzas es el símbolo de la heterogeneidad de ese corazón, y en los mejores momentos de su historia todos los pueblos han sabido conservar y cuidar los relatos que guardaba en su interior.
Eran esos relatos los que permitían a los hombres sentirse parte de un mismo pueblo, pero también abrirse a las vidas de los otros pueblos. Para ello, debían cumplir dos condiciones: surgir de la memoria amorosa y que sus palabras fueran desinteresadas.
En José y sus hermanos, la gran novela de Thomas Mann, hay un momento en que Jacob descansa junto a un pozo junto a su hijo José, que es aún casi un niño. Es una noche de primavera iluminada por la luna, y ambos están bajo las ramas de un anciano y robusto árbol, lleno de racimos de flores. Jacob se acerca maravillado a su hijo, lo que éste aprovecha para reclinar adormilado la cabeza sobre su pecho. Ambos se ponen a hablar y, como lo que se dicen discurre por cauces tan llenos de interés y dulzura, José enseguida comprende que la conversación va a volverse “hermosa”, una “hermosa charla”, es decir “una conversación que ya no estaba al servicio del intercambio útil de información o el entendimiento acerca de cuestiones prácticas, sino de la mera enunciación y declaración de cosas sabidas por ambos, del recuerdo, confirmación y edificación, y era un canto dialogado como el que intercambian los zagales por la noche junto al fuego”.
En nuestro país hay una alarmante incapacidad para mantener charlas así. Hablamos tratando de imponer nuestras ideas o nuestros credos a los demás, no buscando el acuerdo con ellos. Tiene razón el joven historiador de la novela de José María Merino, nuestra historia es una sucesión ruidosa de desencuentros y turbios ajustes de cuentas: pura memoria del rencor.
La República pudo ser el comienzo de un país distinto, tolerante y amable, y de hecho pocas veces se habló tanto y tan bien de todo lo divino y humano, pero fracasó en el intento. ¿Lo ha conseguido la Transición? No lo tengo claro. La Transición ha sido un luminoso ejercicio de cordura, pero fue posible gracias a un pacto de silencio. No nos hizo hablar, y faltó algo esencial: la alegría. Nada que ver con esas charlas a la orilla del pozo de las que habla la novela de Thomas Mann.
El nuevo Estado de las autonomías tampoco ha hecho posible charlas así, pues en él nadie quiere escuchar a los demás. Su dominio es el feroz dominio de la identidad, no el del gozoso despertar en la casa del otro.
Y ¿qué decir de la religión? Sus historias hablan de la igualdad de los hombres, de la crítica a los poderosos y de la necesidad del perdón, pero sus propios sacerdotes son los primeros en silenciarlas: tienen historias que se niegan a contar.
Tampoco la cultura logra cumplir esa función. Guarda la memoria de nuestros sueños, pero pocos son los que la valoran y son constantes entre nosotros las críticas acerca de la mediocridad y la inanidad de esos sueños, de modo que aquí nadie escribe como debe, el cine es un desastre; los músicos, torpes, y los actores, perezosos e histéricos. Un mundo de titiriteros y aventureros, se dice despectivamente, como si unos y otros no hubieran alimentado con sus locuras nuestras mejores charlas junto al fuego.
Hablamos de nuestro país, incluso tenemos extrañas corazonadas acerca de Juegos Olímpicos y futuras visitas papales, pero es difícil saber de qué país estamos hablando, y si tiene algún fundamento seguir manteniendo la ilusión de su existencia. Sin embargo, estaría bien conservar esa ilusión, aunque sólo fuera para tener hermosas charlas entre nosotros.
Hablaríamos de Rocinante y el rucio de Sancho, de los amores desdichados de Fortunata, de las niñas magas de Ana María Matute, de la infanta y las damitas de compañía que amó Velázquez, de Rosalía y su sombra negra, de los maestros de la República, de las cajas de Oteiza, de Picasso y su Minotauro, del péndulo de Víctor Erice, de la música callada de Mompou, de la pobre Colometa, de la dulce queja de Lorca o de esa muchacha dormida que es el centro secreto de la obra de Almodóvar.
Bien mirado, ¡tenemos tantas cosas que contarnos! Entonces, ¿por qué no empezamos a hacerlo? “Haz una dulce melodía -dijo Isaías a Tiro, la ramera largo tiempo olvidada-. Haz dulce tu camino y recibirás una melodía”. Es la dulzura de esas charlas que se tienen mientras dura el camino de la vida la que debe dar cuenta del verdadero valor de los pueblos, no la opulencia de sus mercaderes.
*** 
José María Merino, La sima, Barcelona, Seix Barral (Col. “Biblioteca Breve”), 2009, 415 páginas.
DÍA DE INOCENTES
MAÑANA
Ayer cuando llegué no había niebla pero la oscuridad era ya completa, de modo que fui incapaz de imaginar el emplazamiento exacto de la montaña. Más tarde, desde la ventana de mi habitación, descubrí con sorpresa que allá abajo, justo encima del río, se encuentra
la figura inconfundible de la casa de los abuelos, cerrada y oscura, con su pequeña torre en lo alto de la fachada, anoche perfectamente perceptible a la luz de las farolas. También entonces comprendí que la montaña, aunque invisible, está enfrente, muy por encima de estos edificios, con la boca de esa sima en el borde inferior de su cumbre rocosa.
Así fue como volví a recuperar de repente la sima en la imaginación muy próxima, como la recobro ahora, su entrada en el extremo más hondo de una gran depresión circular, aquel día que llegamos a su borde, como también reencontré, recobro, la imagen de Fausti niño, el Fausti de entonces, mirándome con malevolencia ante la expectación de los demás mientras me dice que en lo profundo de aquella enorme concavidad, cuya entrada negra parece estar acechándonos como las fauces de un monstruo, al final del pequeño terraplén, allí donde resuena el eco de las piedras que estamos tirando, permanecen los cuerpos de la gente que mi abuelo mandó matar y arrojar cuando la guerra.
* * *
Recordando a Fausti niño una vez más y el motivo  de que me encuentre aquí de nuevo, para participar en la búsqueda de los cuerpos de aquella gente supuestamente fusilada por mandato de mi abuelo, y muchas otras cosas, tardé bastante tiempo en quedarme dormido.
A pesar del cansancio, con todo ello se mezclaba la extrañeza del lugar, tras un trayecto que en su último tramo había estado dominado por una súbita irresolución sobre el destino de mi viaje, pues cuando llegué a la parte nevada había empezado a dudar sobre el mejor sitio para albergarme. Me encontraba a lo largo del camino carteles de hotelitos y casas rurales que parecían reclamarme, pero al fin decidí llegar hasta aquí, como había sido mi propósito inicial, y aunque mi reserva no empieza hasta el día 1 de enero, no tuve obstáculos para encontrar habitación, pues el hotel está casi vacío.
—Usted va a ser uno de los pocos huéspedes que estarán hospedados estos días.
Eso me dijo el grueso patrón, como si me comunicase un secreto, mientras me alargaba las llaves.
Al aire doméstico del establecimiento, fotos de familia en las paredes, un cestillo con una labor de tejido y sus agujas sobre una mesita, se unen ciertas señales de que las fechas han incrementado los efluvios familiares. En el momento de mi llegada había en la sala de estar tres niños jugando y una anciana mirando la televisión, un mastín enorme tumbado delante de ellos, y no tenían aire de forasteros, pues los niños ocupaban la sala con sus gritos y con sus movimientos de una manera excesiva, que nunca podría ser propia de un huésped de alquiler.
Subí a mi habitación, puse sobre esta pequeña mesa el maletín del ordenador y lo saqué, como si estuviese dispuesto a comenzar sin esperas mi trabajo, en la inercia de esa obsesión de la tesis doctoral que me impregna, o mejor dicho me infecta, desde hace varios años, pero comprendí al punto lo absurdo de mi gesto, dejé el ordenador, deshice la maleta, coloqué en el armario la poca ropa que he traído. La habitación tiene una luz anoréxica, hay una lamparita en la mesilla de noche que puede ponerse también sobre lo que va a ser mi mesa de trabajo.
Me tumbé en la cama, vestido todavía, y estuve hojeando el periódico local que alguien había abandonado en una de las mesitas del vestíbulo del hotel y que yo había cogido al llegar. Es el mismo periódico que se leía en la casa de mis tíos y de mis abuelos, sigue manteniendo el formato, letras barrocas en el titular, vuelvo a imaginarlo en las manos de ellos mientras repasaban las esquelas, o rumiaban pausadamente las noticias, asomados con curiosidad a las fotos, a los editoriales, inconscientemente convencidos de que aquel montón de hojas ásperas y oscuras los relacionaban directamente con la realidad.
Yo he vuelto a echarle un vistazo y en la parte local no encuentro ni un solo nombre reconocible, pero entre los asuntos que llaman mi atención está el mal uso que al parecer han tenido las ayudas para el tsunami de Tailandia, las predicciones de los meteorólogos para el año próximo augurando nuevos huracanes catastróficos, y una noticia sobre algo que creía olvidado del todo, el presidente del Perú ha dicho que Sendero Luminoso todavía controla zonas impenetrables para las fuerzas de seguridad, el valle del río Apurimac-Ene, el valle del Monzón, en la zona del Alto Huallaga, en la selva central, y aunque son lugares que no conozco, mis recuerdos peruanos restallaron en mi memoria tan lejos, tanto tiempo después, como si mi viaje de la jornada hubiese tenido como destino simultáneo espacios y tiempos diferentes.
Me desnudé al fin, apagué la luz. Allí estaban Fausti y los demás niños ante la sima, y yo en aquellos perdidos pueblos de Ayacucho, y los capítulos de la tesis que llevo tanto tiempo intentando terminar formándose y disgregándose en mi imaginación, y Marcos y Garnacha hablándome de lo que va ser su vida, de manera que estuve desvelado mucho tiempo, hasta que recordé también su consejo, don Cándido, lo recordé como una revelación, como si anoche, y aquel instante preciso, fuese el momento previsto para que yo lo recordase y pudiese aplicarlo.
* * *
Me ha venido a la cabeza aquel apodo, Mediohuevo. Pobre don Cándido, ya en los cursos anteriores le habían puesto ese mote, no sé cómo llegó a oídos del alumnado la noticia fabulosa de que le faltaba un testículo, yo nunca se lo he preguntado, como es lógico. Pudo ser una insidia del de ciencias, que quería hacerse cercano, buscar nuestra complicidad, y a veces hacía estallar como petardos pequeñas bromas crueles sobre sus colegas, que el Ruzafa lloraba en el cine, que la de gimnasia se había separado del marido porque la engañaba pero que ella en realidad también lo estaba engañando a él, que el de matemáticas hacía en sus horas de ocio casitas de muñecas.
Así que se quedó con Mediohuevo, habría perdido uno de los testículos en un accidente mientras hacía el servicio militar, pero don Cándido era muy buena gente, y ahora para mí es muy querido. Después del colegio me encontré mucho con usted hasta que me marché de la ciudad, usted me ayudó a organizar mi vida, lo voy a ver siempre que puedo, pertenece a lo que llamo mi familia no genética, la que se elige, nos escribimos a menudo a través del correo electrónico, hasta me envía textos que usted piensa que pueden ayudarme en la redacción de la tesis.
Me vino a la cabeza el apodo y aquello que nos decía sobre la escritura. Nos reíamos de usted por sus enfados y reproches ante lo desmañado e incoherente de nuestras redacciones y por sus asertos literarios, tan extraños para nosotros. Nos repetía muchas veces lo de los ensayos, lo de los entrenamientos:
—Creéis que ese grupo de rock que toca tan maravillosamente lo está improvisando esa misma noche, que la gente que hace atletismo bate esas marcas así como así, que las bailarinas improvisan esos movimientos que parecen mágicos. No se os ocurre considerar las horas y horas de esfuerzo previo, de entrenamiento, que han tenido que emplear. Pues escribir es lo mismo, hay que hacer borradores, esbozos, tentativas, ensayar, entrenar la expresión correcta, esforzarse en conseguir la forma más certera de lo que queremos decir, exactamente eso. Además, escribir es una manera de poner en orden las ideas, una forma de aclarar lo que nos sucede, haced una prueba, cuando algo os preocupe intentad explicároslo por escrito, hacedme caso, la escritura es un modo de materializar el pensamiento, pues el puro pensamiento es evanescente.
Cuando usted decía evanescente, siempre había alguien que se echaba a reír.
—El pensamiento no se puede palpar.
Más risas.
—El pensamiento es como humo, pero la escritura es materia. Los pensamientos escritos se convierten en conceptos sólidos que pesan, miden y hasta tienen sabor y olor.
Cuando llegaba allí la risa se hacía general, pero usted no se enfadaba, se quedaba impasible.
—Las palabras pesan, miden, saben, huelen, paladead la palabra primogenitura, por ejemplo, búcaro, vértice, peristilo, profecía, carromato, calcetín, testículo.
La carcajada general tuvo entonces un aire tan cruel, que varios de la clase miramos a nuestros condiscípulos con reproche, pero a usted parecía darle igual, había seguramente en su actitud una conciencia de superioridad bien contrastada, provocadora, que no podía sentirse agredida por las risas de gente como nosotros.
—Escribir es un instrumento de sabiduría, de conocimiento, y no hace falta querer ser escritores para que podamos beneficiarnos de él, mi obligación es que lo sepáis, por lo menos. Luego, allá vosotros.
* * *
La evocación de don Cándido me trajo también la suya, doctora Valverde, después de estar visitándola otra vez durante los meses pasados, porque esto que estoy haciendo es poner en práctica sus consejos terapéuticos de anotar lo que se me ocurre en mis períodos de confusión, aunque nunca se lo vaya a dejar leer.
Pero esta noche, cuando el viento acrecentó mi desvelo, recordé con claridad de revelación instantánea el consejo de don Cándido. Le gustaba recorrer los pasillos del aula con las manos a la espalda mientras nos hablaba, ya digo que más que un recuerdo ha sido una iluminación, aquellas clases y el denodado profesor intentando hacer retroceder con sus conjuros la otra niebla, de pura ignorancia y estupidez, que nos cubría, que nos impregnaba, diciendo cosas tan chocantes y risibles para quienes sentían la escritura y los libros como residuos arcaicos en un espacio tan vetusto también como el de un aula, alejado de cualquier estímulo de los que de verdad eran capaces de sacar de su marasmo a aquel grupo de adolescentes.
La iluminación hizo desvanecerse todo lo grotesco de la escena para dejar sólo la imagen de don Cándido- Mediohuevo como una especie de profeta, sólo le faltaba la túnica, lo vuelvo a ver vestido con unos pantalones de pana y un jersey oscuro, dejaba la cazadora doblada con cuidado en el respaldo del asiento porque daba las clases de pie.
Y la conjunción del recuerdo de don Cándido, y sus consejos sobre la escritura como proceso de aclaración, y del de la doctora Valverde y sus prescripciones sobre la escritura como terapia, se superpusieron y mezclaron con aquella imagen de Fausti ante la entrada de la sima. Los demás niños estaban a mi izquierda y él a mi derecha, el borde circular descendente tenía forma bastante simétrica, como un embudo.
* * *
Debería intentar recordarlo por escrito, pensé, y por fin me levanté de la cama aunque hacía frío, con un impulso que parecía tener algo de ese automatismo de algunos sueños, o de un gesto de sonambulismo, y abrí el ordenador, lo encendí, creé una carpeta denominada ESCRIBIR/ACLARAR sustituí luego uno de los capítulos numerados pero vacíos de la ristra que, como un estímulo esperanzado, se alarga en la carpeta de la tesis doctoral, y le puse como título la primera letra del alfabeto, para que los textos se ordenen sucesivamente, si es que sigo escribiéndolos, y a continuación la fecha de hoy, 28 de diciembre. Eran ya las dos de la madrugada. Todavía en mi agenda, a pesar de todo tan laica, dice «Santos Inocentes».
Volví a la cama y me quedé por fin dormido, pero al despertar por la mañana he recordado mi impulso de anoche, he abierto otra vez la carpeta nueva y el documento encabezado con la fecha del día, y me he puesto a escribir.
* * *
También es una manera de matar el tiempo cuando estás solo en un lugar como éste, en medio de la aspereza montañosa que la niebla impide contemplar, en unas navidades solitarias y viajeras, y llegas a una cita más de una semana antes de lo debido. Menos mal que está puesta la calefacción, ahí fuera debe de hacer varios grados bajo cero, desde luego la nevada ha sido fuerte, pues tras esa niebla espesa debe de haber un espacio predominantemente blanco, por eso a pesar de todo hay un relumbre de luz diurna.
La niebla se incrusta en todo como una masa sólida.
El exterior está sumergido en esa compacta inundación algodonosa que parece palpitar con latidos arrítmicos, casi imperceptibles si no llevasen consigo cierto fulgor plateado, efecto acaso de los cambios de espesor por las corrientes de aire, por las sombras sucesivas que el  sol debe producir en las montañas invisibles.
Ni siquiera puedo atisbar la cumbre que sin duda se encuentra enfrente del hotel, muchos metros más arriba, en cuya base se halla el lugar de la sima, y el fulgor plateado, metálico, le da a mi habitación, en este edificio desconocido por mí hasta ayer, una consistencia de única realidad, de espacio de vigilia sitiado por la inconsistencia brumosa de los sueños.
Pero esto no es un sueño, he encendido la lámpara para ver mejor aquí dentro y la niebla, por muy densa que pueda ser, no consigue impedir que haya en ella un brillo de luz de día, de mañana verdadera, no soñada, de mañana con ruido de vehículos y palabras de gente atareada en sus afanes.
* * *
Parece que el viaje por estas asperezas, cuya blancura bajo el cielo gris tenía algo de paisaje mortuorio, me ha metido el frío en los huesos, y hoy me encuentro de repente mayor, como decía la gente de mucha más edad cuando yo no lo podía entender, mucho mayor que ayer, aunque sólo tenga treinta y cuatro años. Y se me ocurre una imagen física, acorde con ciertas ideas que me dan las descripciones de Marcos sobre la superficie del planeta: que mi piel se ha resecado un poco más y mis huesos han perdido otra porción de su sustancia, que mi materia sigue desmoronándose, y esa sima invisible en la cresta de la enorme montaña que tampoco se ve me sugiere imágenes de mi propio cuerpo. Pienso en mis simas, en mis precipicios, en mis zonas rocosas, como señales añejas de pérdidas que van conduciendo a la disolución.
El tiempo pasa, pienso, para justificar con un tópico la extrañeza de sobrevivir, pero la amistad de Marcos, su apasionamiento geológico, me ha enseñado algunas cosas sobre esa materia planetaria con la que se me ocurre compararme:
la Tierra se arruga y se desarruga,
sus huesos sin cesar se nutren y se desnutren,
continuamente huye hacia la vejez y regresa a la juventud,
su materia vive una tensión inconclusa y en ella
van haciéndose y deshaciéndose las montañas y las planicies,
y los valles se ondulan y se tienden esperando ondularse
otra vez,
y las costas se afirman y se desvanecen, se recortan y se
alisan,
y los continentes se dispersan para buscar otra composición,
y los acantilados y las riberas y las islas y esa montaña
y la sima inmemorial,
desaparecerán un día para que los minerales se ordenen
de nuevo
y todo renazca de otro modo,
porque la Tierra no se hace mayor,
el tiempo para ella tiene siempre el ritmo de lo naciente.
* * *
Yo lo llamaba no tiempo y Marcos se ponía nervioso, me replicaba que todo lo que existe está hecho de tiempo, desde las galaxias hasta las castañas, que es sólo el ritmo lo que cambia.
—Pues entonces lo llamaré tiempo no humano.
Pero me sorprende haber escrito de improviso una especie de poema sobre la Tierra y el tiempo, si lo leyese la doctora Valverde me diría que sigue la desgana, el desaliento, la tristeza, pero qué pensar cuando uno se encuentra en un lugar como éste y ha recorrido estos valles con las primeras nieves a lo largo de dos días, cargado de una soledad que no me ha dejado desde que Marcos y Garnacha se marcharon a sus casas, aunque los dos se empeñaban en que me fuese en su compañía:
—Te vienes conmigo o te vas con él, pero no te quedas así, o con uno o con otro.
Los dos decían que su familia respectiva estaría encantada de tenerme, pero yo esta vez preferí permanecer solo, tengo que ir acostumbrándome a la soledad, pensaba, lo tengo claro después de lo que cada uno de ellos me ha contado sobre su futuro, además tengo la justificación, la coartada, de mi trabajo.
—Necesito trabajar en la tesis, la soledad me va a venir muy bien.
Pero al final la soledad resulta un poco hipnótica, uno puede acabar haciendo tonterías. La noche de navidad, aburrido de una tarde de trabajo con la tesis y tras una cena que apenas se diferenció de las de los demás días, una tortilla de gambas, espárragos, un poco de jamón del bueno, unos mazapanes, un yogur, cuatro copas de una botella de cava que luego me produjo acidez, me encontré haciendo gestos extraños delante del espejo del cuarto de baño, poniendo ojos de mago y manos con aire de conjuro, como si fuese un niño jugando al Señor de los Anillos.
Claro que no tengo edad para sentirme desalentado, doctora, aunque cualquiera que esté trabajando en este intento de descubrir la pista segura en el laberinto que es una tesis doctoral me puede comprender sin necesidad de ninguna formación en psicología.
No es desaliento sino fatiga, hartura, y encima cuando uno llega a un paraje así, aunque sean los mismos lugares que conoció en la infancia, no puede menos que intuir que los únicos que sufrimos de verdad el tiempo somos nosotros, que el tiempo es ajeno a estos espacios, que la Tierra no tiene nada que ver con el tiempo como mero accidente biológico, doctora.
Y profundizando en esa reflexión, poniéndola por escrito para que no sea evanescente, como decía don Cándido, a mí pensar así no me desazona, incluso me reconforta: considerar que sólo soy tiempo no geológico, no cósmico, y por eso algo tan efímero como si ya hubiese transcurrido, como si ya estuviese muerto, como estaría si cuando me metí todas aquellas pastillas Marcos y Aurora no me hubiesen descubierto antes del resultado fatal, o como irremediablemente estaré así que pasen cincuenta años, por no decir veinticinco, mientras esa montaña que no puedo ver por culpa de la niebla, parte del cuerpo planetario, continúa apretando o relajando su masa, sigue realizando todos esos movimientos imperceptibles que según Marcos el planeta lleva a cabo de continuo, y esos desfiladeros que nos parecen definitivos no acaban de perfilar sus tajos, y las ondulaciones que se derraman para formar los valles laten de manera inapreciable, y todo el universo palpita en un curso sin reloj ni calendario que continuará su lenta e inescrutable pulsación ajeno al tiempo de esta vida nuestra.
Claro que me reconforta saber que prácticamente ya no existo, doctora, que desde una perspectiva estadística nunca he sido nada, como usted, como la especie, como todos los especímenes que llamamos vivos. Esto no es depresión, es pura lucidez, y si no la amortiguase de ordinario, si no me obligase a mantenerla adormecida, dejaría de una vez la dichosa tesis, me apartaría de la gente y me retiraría a una de esas cuevas ocultas en un paraje perdido, como hacían los ermitaños, a un sitio como el Valle del Silencio, a la más
escondida choza de una braña, aquí las llaman cabanas, para dedicarme a contemplar la rueda de las estaciones esperando el fin, o quizás volvería a meterme en el cuerpo una caja de barbitúricos.
* * *
He recordado la sima y a Fausti aquella vez, y la causa de mi venida a estos parajes, andar buscando cuerpos de antiguos asesinados, y luego a don Cándido, me avergüenza lo de Mediohuevo, y a la doctora Valverde, después de ese inicio he escrito algo que parece un poema por lo sincopado del texto, yo jamás había escrito un poema, he continuado escribiendo con entusiasmo, la niebla sigue apretada como una venda alrededor de todas las cosas, y como me tomé uno de esos yogures que he traído en el coche ni siquiera me han entrado ganas de desayunar.
No sé si las confusiones mentales se aclaran escribiéndolas, pero no cabe duda de que escribir es una forma de materializar el tiempo, de poderlo contemplar, aunque sea bajo la apariencia de discurso caótico.
Aquí estoy pues mientras la mañana cuaja cada vez más en niebla, sin que nadie conozca mi paradero y en una soledad tan intensa que la siento alrededor de mí como el aliento de un animal de compañía.
El profesor Verástegui me diría que esta soledad es muy propicia para que trabaje en mi tesis, pero aunque ése fue el pretexto para adelantar tanto mi viaje y recorrer estas carreteras nevadas con riesgo de quedarme atascado en cualquier sitio, lo cierto es que no soy capaz sino de abrir el sumario y echar un vistazo, y acaso de releer un capítulo para modificar la redacción de algunos párrafos, o aclarar mejor una referencia a pie de página, pero sin verdaderas ganas de esforzarme por entrar en materia un poco a fondo.
* * *
Esa dichosa sima, la sima de Montiecho, y las razones y sinrazones de los cuerpos en ella supuestamente sepultados, con esta niebla es imposible adivinar la forma de la montaña pero me parece intuir su perfil, más una alucinación mental que un efecto visual, ese lugar
insondable que está ahí aunque no lo consiga ver, ha permanecido siempre dentro de mí reclamando mi atención, o yo dentro de él intentando salir, aunque a veces creyese haberlo olvidado.
Ahondando en mi relación con la sima, ahondar es la palabra, conocí el significado femenino que el psicoanálisis concedió a cierta visión humana de las cuevas y de las grutas, y su condición de ámbito propicio a algunas expresiones plásticas y rituales. En la sierra de Atapuerca se ha descubierto esa «sima de los huesos» que, según dicen, da mucho para elucubrar sobre el origen del pensamiento simbólico. La sima sería una gruta, una cueva o caverna peculiar, de donde no se puede salir, no un lugar para la visita o el culto intermitente sino un punto definitivo, el de la llegada final, la frontera del mundo invisible.
Acaso mi abuelo, o sus compañeros, quienes arrojasen a la sima de Montiecho los cuerpos de sus adversarios asesinados en la Guerra Civil, si es que es cierto que los arrojaron allí, no sólo buscaban una eficaz desaparición física sino que solemnizaban sin saberlo un rito de exclusión también espiritual, la expulsión de este ámbito de la realidad, la anulación total de la existencia del adversario.
En mis trabajos recopilatorios para la tesis he encontrado otras simas relacionadas con las confrontaciones españolas, la que llaman «sima de los Cristinos» en la sierra de Urbasa, Navarra, donde se dice que los carlistas tiraban los cuerpos de los fusilados liberales, un sitio cercano al sangriento campo de batalla en el que tuvo lugar la acción de Artaza, enorme victoria de Zumalacárregui sobre el general Valdés. Las tropas liberales eran tres veces superiores a las suyas y sin embargo fueron derrotadas, aunque en la refriega hubo setecientos muertos. También he encontrado las simas de Igúzquiza y Ecala, donde dice el sumario de su juicio que el carlista llamado Ezequiel Lorente, alias Jergón, arrojaba los cadáveres de los jóvenes, doncellas y ancianos que mataba, después de cortarles las orejas para comérselas fritas.
Claro que, aunque lo tenga reseñado, esto se sale del espacio de mi tesis, pues sucedió en 1876, al final de la segunda guerra carlista, pero no deja de ser ilustrativo de la brutalidad nacional. También se dice que el general Cabrera, cuando no mataba a los niños de once o doce años, ordenaba cortarles las orejas. Lo tengo recogido pero no puedo emplearlo, por falta de fuente fidedigna, como por ser de origen novelesco tampoco puedo aportar a mi trabajo aquello que cuenta Galdós en Zumalacárregui sobre una especie de ermitaño llamado Borra, a quien el general Mina sorprendió en actos de espionaje a favor de los carlistas y condenó a muerte, «conmutándole luego la pena por la menos cruel y más
infamante de cortarle las orejas».
Y no quiero olvidar que, entre los primeros descubridores españoles en Chile, hubo uno, no soy capaz de recordar su nombre, que se marchó tan lejos porque Francisco Pizarro había hecho que lo desorejasen, pero esto también excede del campo de estudio de mi tesis, como esa sima de Jinámar, en la Gran Canaria, donde al parecer se arrojaron los cuerpos de muchas víctimas de la represión franquista, que también tengo reseñada, con tantas otras cosas relacionadas con la confrontación violenta como antigua costumbre española, simas y simas para esconder los cuerpos de los enemigos asesinados, a lo mejor vecinos, o gentes del pueblo de al lado, o antiguos compañeros de estudios. Quién sabe si la sima de Atapuerca no alberga los cadáveres de los asesinados en otra protoguerra civil, un enfrentamiento sanguinario entre los miembros de una misma tribu.
De modo que me he quedado mirando la niebla que inunda el valle, esa niebla que nos sumerge en un mundo invisible, haciendo que las cosas se desvanezcan. Una niebla en la que los transeúntes sólo deben ver sombras confusas, espectros que se acercan, y ellos mismos no deben de ser sino sombras confusas, también espectros, para quienes los encuentran al pasar, como si la sustancia verdadera del mundo fuese una misteriosa dispersión de fantasmas que deambulan entre puentes y árboles y viviendas, digamos otra vez, evanescentes.
Espesa, la niebla inunda el valle y nos parece que es un aliento de la tierra dormida, el flujo de su sueño invernal, pero la niebla sale de nosotros mismos, es nuestra más segura emanación, es la señal de lo que nos compone, de lo que inunda nuestros valles secretos, de
lo que sumerge los parajes de nuestra conciencia.
TARDE
Seguro que ya soy noticia en el pueblo. Fui a comer al mismo restaurante al que íbamos a veces, con mis abuelos, mis primos y yo en la niñez, y una de las camareras, Petri, la chica blanca y rubia que cuando era muchacha ayudaba a Asun, convertida ahora en una mujer rechoncha, me reconoció:
—¿Pero no eres tú Fidel, el nieto de doña Ramona, que en paz descanse?
Resulta que ahora trabaja en ese sitio, y aunque por un lado su reconocimiento me dio la confortación que siempre producen los gestos de simpatía, por otro me fastidió, pues perder el anonimato ha sido una manera de quedar despojado de una invisibilidad en la que me sentía protegido, sobre todo en las circunstancias de colaboración en una empresa polémica que me han traído hasta aquí, como si ese despojamiento fuese una consecuencia de que la niebla se empezó a despejar y comenzaba a permitir también que las montañas que rodean el pueblo, cubiertas de nieve, mostrasen ya sin disimulos los relieves de sus volúmenes, y pudiese atisbarse el lugar de la sima.
Ante sus palabras me sentí un poco atrapado por sorpresa, además en la comida no me dejó en paz, quería saber de la familia de mi madre y yo poco podía contestarle, y tampoco quería decirle con claridad que no tengo relaciones con ellos, que no los he visto ni siquiera cuando murieron los abuelos, en esa cercanía artificiosa que propician los cementerios, y que sólo he ido conociendo las muertes porque el primo Fernando me ha ido haciendo llegar unos telegramas después de los funerales, en un impulso que, a pesar de todo, me parece conciliador.
Era evidente que Petri no quería importunarme, pero venía a mi mesa cada poco, como si cumpliese el destino de un revoloteo goloso. Por fin quiso saber también qué hago por aquí, dónde me albergo.
—¿Estás viviendo en la casa? Da gusto ver cómo la sigue cuidando Asun, esa prima de tu madre. La tiene como un pincel, igual que cuando vivían tus abuelos.
Le mentí, contesté que estoy de paso, que voy de camino para visitar a unos amigos más arriba, que sólo me he detenido en el pueblo para comer, acechando sus ojos claros para corroborar, en la confianza que reflejaban, el éxito de mi mentira.
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