- Eso es la muchacha indecible, alguien, en quien presencia y ausencia, pensamiento y visión se confunden. ¿Símbolo tal vez de ese sentido, de esa verdad que se esconde cuando tratamos de alcanzarla?
La muchacha indecible/Gustavo Martín Garzo es escritor.
Tiene
La dolce vita, la película de Federico Fellini, uno de los finales más
extraordinarios de la historia del cine. Marcelo, alter ego del director, tras
deambular por la noche romana en busca de aventuras eróticas y noticias para la
revista de cotilleo en que trabaja, termina en una de esas fiestas
interminables en que un grupo de burgueses se entrega a todo tipo de
previsibles excesos. Abandonan la casa al amanecer para acercarse a la orilla
del mar, atraídos por un grupo de pescadores que sacan sus redes del agua. Han
atrapado a un pez monstruoso y todos lo miran con sorpresa y repulsión. Marcelo
se aparta un momento de ellos atraído por una chica muy joven, casi una niña,
que le hace señas desde la distancia. Se conocen, pues unas escenas antes han
coincidido en un pequeño bar de la zona, en el que ella trabaja de camarera. La
chica está lejos, separada del grupo por una lengua de agua, y trata de decirle
a Marcelo algo con sus gestos. Insiste varias veces, pero este, que no la
entiende, se encoge de hombros y se aleja siguiendo el rastro de tedio, quejas
e infelicidad del grupode trasnochadores.
Giorgio
Agamben, en su libro La muchacha indecible, habla de una muchacha así. Es la
Kore griega (korai son las muñequitas que en las proximidades de un templo eran
colgadas en las ramas). Kore está jugando con otras jóvenes cuando Hades la
rapta. “Que una joven muchacha que juega se vuelva cifra perfecta de la
iniciación suprema y de la consumación de la filosofía (…) he ahí el misterio”.
Ella era la figura esencial de los misterios de Eleusis. Sus actos y gestos
representaban, como afirma Agamben, “un tipo de conocimiento que hemos perdido,
un conocimiento que permite a los iniciados mirar su propia existencia de un
modo completamente nuevo y más feliz”. Un conocimiento que hemos perdido… por
eso, en la película de Fellini, Marcelo no entiende lo que le dice la muchacha
y se aparta de ella (como hace José Sacristán al final de Magical Girl, la
película de Carlos Vermut, cuando dispara contra la niña mágica al no soportar
su mirada).
En
su novela Dora Bruder, Patrick Modiano se enfrenta al enigma de una muchacha
como estas. Todo empieza porque un día el novelista lee en un viejo periódico
de 1941 este anuncio: “Se busca a una joven, Dora Bruder, de 15 años, 1,55 m,
rostro ovalado, ojos gris marrón, abrigo sport gris, pullover burdeos, falda y
sombrero azul marino, zapatos sport marrón. Ponerse en contacto con el señor y
la señora Bruder, bulevar Ornano, 41, París”. Patrick Modiano conoce bien esa
calle, pues la ha recorrido muchas veces con su madre cuando iban a un mercado
de pulgas que había cerca. Más tarde, en su juventud, una amiga suya vivió en esa
misma calle. Había allí un par de cafés y un cine que frecuentaban y Patrick
Modiano pasó numerosas veces frente al portal donde había vivido Dora Bruder
con sus padres.
Es
esta misteriosa proximidad la que le hace iniciar una investigación tras las huellas
de la muchacha. Quiere saber cómo vivía, la forma en que veía cada mañana las
mismas calles y lugares que él recorrió en su propia infancia. Y va
descubriendo cosas: que ha estado en un internado, de donde se fugó, y que más
tarde regresa con sus padres para volver a fugarse; que es judía y que su pista
se pierde en el campo de concentración de Auschwitz un día de julio de 1942.
Modiano
se pregunta si lo que la impulsó a fugarse es la misma decepción que él mismo
sufrió respecto a sus padres, que no le supieron querer. Y se da cuenta de que
al tratar de seguir su rastro no está haciendo sino levantar el acta de su
propia memoria y de su propia vida. “Por entonces era ya igual de sensible que
ahora en lo tocante a las personas y las cosas a punto de desaparecer”,
escribe. Eso es la muchacha indecible, alguien, en quien presencia y ausencia,
pensamiento y visión se confunden. ¿Símbolo tal vez de ese sentido, de esa
verdad que se esconde cuando tratamos de alcanzarla?
Cuando
Dora Bruder se fuga del internado París es una ciudad hostil, patrullada por
soldados y policías, con constantes toques de queda, y arbitrarias detenciones.
Estamos en la Francia ocupada. Un país donde las ordenanzas alemanas, las leyes
de Vichy y los artículos de los periódicos no conceden a los judíos otro
estatus que el de apestados y de delincuentes comunes, y en que estos se veían
obligados a obrar como forajidos para sobrevivir. Y Modiano los ama
precisamente por eso.
Descubre
cartas de padres y familiares que preguntan por sus hijos, maridos y mujeres
desaparecidas en los campos de concentración. Se pregunta por otra joven, Hena,
que había nacido en Polonia en 1922, a la que se detiene por su deseo de
casarse con un ario, y que vivía en una calle cuya cuesta también él ha subido muchas
veces. Se pregunta por aquellas mujeres que los alemanes llamaban las amigas de
los judíos, que tuvieron el valor de llevar la estrella amarilla en solidaridad
con los perseguidos. Una se la colgó desafiante al cuello de su perro, el
primer día que los alemanes impusieron a los judíos la obligación de llevarla.
Patrick
Modiano anota los nombres de todas ellas, los nombres de las calles y de los
lugares que recorrieron, toma nota de los cambios climatológicos que entonces
tuvieron lugar, en su afán de no perder por completo el contacto con esa
muchacha lejana. “Vuelven las palabras, intactas —escribe—, como los cuerpos de
aquellos dos novios que encontraron en la montaña atrapados en el hielo, y que
llevaban cientos de años sin envejecer”.
En
la obra de Modiano se repite una y otra vez la imagen de esas ventanas
iluminadas en la noche de las que no podemos apartar la mirada. “Nos decimos
que detrás de ellas alguien a quien hemos olvidado espera nuestro regreso desde
hace años, o bien que ya no hay nadie. Salvo una lámpara que se ha quedado
encendida en el piso vacío”. La muchacha indecible ha estado en una habitación
así y la lámpara que queda encendida es su último gesto antes de marcharse.
Giorgio Agamben nos recuerda que originalmente misterio significa solo una
praxis: “gestos, actos y palabras a través de los cuales una acción divina se
realizaba eficazmente en el tiempo y en el mundo para la salvación de lo
humano”. No hay en esa salvación ninguna certeza, solo titubeo, precariedad,
porque tiene lugar en esa zona de indefinición donde lo alto y lo bajo, la luz
y la sombra, el sueño y la vigilia se comunican.
La
Kore de los misterios de Eleusis, la Dora Bruder de Modiano, la muchacha de la
última escena de La dolce vita permanecen en umbrales así. Son pocos los
escritores o los cineastas actuales que las prestan atención y se inclinan a
seguirlas. Patrick Modiano siempre lo ha hecho. Dora Bruder, La hierba de las
noches, El café de la juventud perdida son algunas de las novelas en las que
nos habla del misterioso regreso de esas muchachas del mundo de los muertos.
“Nunca sabré cómo pasaba los días —escribe al final de su libro Dora Bruder—,
dónde se escondía, en compañía de quién estuvo durante los primeros meses de su
primera fuga y durante las semanas de primavera en que se escapó de nuevo. Es
su secreto. Un modesto y precioso secreto que los verdugos, las ordenanzas, las
autoridades llamadas de ocupacion, la prisión preventiva, la historia —todo lo
que nos ensucia y destruye—, no pudieron robarle”. Modiano no escribe para
desvelar ese misterio, pues ¿cómo podría hacer algo así?, sino para protegerlo.
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