1 ene 2015

¡Son ruidosos estos mexicanos!”..Papa Francisco

 Francisco saludó este lunes 1 de enero de 2015  a un grupo numeroso de mexicanos que se encontraban en la Plaza de San Pedro y bromeó con ellos durante la primera bendición con el Angelus de 2015.
“Saludos a todos y veo ahí muchos mexicanos, también a ellos los saludo. ¡Son ruidosos estos mexicanos!”, exclamó sonriendo al final de su mensaje, que pronunció asomado a la ventana de su estudio personal en el Palacio Apostólico del Vaticano.
Aunque el pontífice habló en italiano, la mayoría de los mexicanos presentes comprendió sus palabras y respondió no sólo agitando sus banderas o aplaudiendo, sino también entonando cánticos en español.
“¡Francisco, hermano, ya eres mexicano!” y “¡Se ve, se siente, el Papa está presente!” fueron algunas de las “porras” cantadas por los fieles, muchos de los cuales portaban en sus manos banderas de su país.
El primer rezo mariano del Angelus del año incluyó detalles característicos introducidos por Jorge Mario Bergoglio, quien además de improvisar fuera del discurso preparado también pidió a la multitud repetir algunas de sus palabras.

Recordando que la Iglesia católica celebra este día la Jornada Mundial de la Paz hizo un alto en su mensaje para leer las frases de dos grandes carteles que llevaban los fieles en la plaza: “La paz siempre es posible” y “Nuestra oración está en la raíz de la paz”.
Al asegurar que el lema de la jornada es “No más esclavos, sino hermanos” apuntó: “Porque las guerras nos hacen esclavos, ¡siempre! Un mensaje que nos involucra a todos. Todos estamos llamados a combatir cada forma de esclavitud y a construir la fraternidad. Todos, cada uno según la propia responsabilidad”.
alvación”, dijo.
En sus palabras posteriores al rezo del Ángelus en la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, el Papa Francisco pidió que el nuevo año que comienza “sea un año de paz”.
  “Buen año a todos. Que sea un año de paz, de paz,  en el abrazo de cariño del Señor y con la protección de María, Madre de Dios y Madre nuestra”
 El Santo Padre expresó también su deseo de “que nunca más haya guerras, ¡nunca más las guerras!, y siempre el deseo y el empeño de paz y de fraternidad entre los pueblos”.
 “Buen año y por favor no olviden de rezar por mí. Buen almuerzo y hasta la vista”, concluyó.
A continuación, el texto completo de la homilía del Papa Francisco, gracias a la traducción de Radio Vaticano:
 Vuelven hoy a la mente las palabras con las que Isabel pronunció su bendición sobre la Virgen Santa: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?».
 Esta bendición está en continuidad con la bendición sacerdotal que Dios había sugerido a Moisés para que la transmitiese a Aarón y a todo el pueblo: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz». Con la celebración de la solemnidad de María, Madre de Dios, la Iglesia nos recuerda que María es la primera destinataria de esta bendición. Se cumple en ella, pues ninguna otra criatura ha visto brillar sobre ella el rostro de Dios como María, que dio un rostro humano al Verbo eterno, para que todos lo puedan contemplar.

Además de contemplar el rostro de Dios, también podemos alabarlo y glorificarlo como los pastores, que volvieron de Belén con un canto de acción de gracias después de ver al niño y a su joven madre. Ambos estaban juntos, como lo estuvieron en el Calvario, porque Cristo y su Madre son inseparables: entre ellos hay una estrecha relación, como la hay entre cada niño y su madre. La carne de Cristo, que es el eje de la salvación, se ha tejido en el vientre de María. Esa inseparabilidad encuentra también su expresión en el hecho de que María, elegida para ser la Madre del Redentor, ha compartido íntimamente toda su misión, permaneciendo junto a su hijo hasta el final, en el Calvario.

María está tan unida a Jesús porque él le ha dado el conocimiento del corazón, el conocimiento de la fe, alimentada por la experiencia materna y el vínculo íntimo con su Hijo. La Santísima Virgen es la mujer de fe que dejó entrar a Dios en su corazón, en sus proyectos; es la creyente capaz de percibir en el don del Hijo el advenimiento de la «plenitud de los tiempos», en el que Dios, eligiendo la vía humilde de la existencia humana, entró personalmente en el surco de la historia de la salvación. Por eso no se puede entender a Jesús sin su Madre.

Cristo y la Iglesia son igualmente inseparables, porque la Iglesia y María van siempre juntas y esto es precisamente el misterio de la mujer en la comunidad eclesial y no se puede entender la salvación realizada por Jesús sin considerar la maternidad de la Iglesia. Separar a Jesús de la Iglesia sería introducir una «dicotomía absurda», como escribió el beato Pablo VI. No se puede «amar a Cristo pero sin la Iglesia, escuchar a Cristo pero no a la Iglesia, estar en Cristo pero al margen de la Iglesia». En efecto, la Iglesia, la gran familia de Dios, es la que nos lleva a Cristo. Nuestra fe no es una idea abstracta o una filosofía, sino la relación vital y plena con una persona: Jesucristo, el Hijo único de Dios que se hizo hombre, murió y resucitó para salvarnos y vive entre nosotros. ¿Dónde lo podemos encontrar? Lo encontramos en la Iglesia, en nuestra Santa Madre Iglesia jerárquica. Es la Iglesia la que dice hoy: «Este es el Cordero de Dios»; es la Iglesia quien lo anuncia; es en la Iglesia donde Jesús sigue haciendo sus gestos de gracia que son los sacramentos.

Esta acción y la misión de la Iglesia expresa su maternidad. Ella es como una madre que custodia a Jesús con ternura y lo da a todos con alegría y generosidad. Ninguna manifestación de Cristo, ni siquiera la más mística, puede separarse de la carne y la sangre de la Iglesia, de la concreción histórica del Cuerpo de Cristo. Sin la Iglesia, Jesucristo queda reducido a una idea, una moral, un sentimiento. Sin la Iglesia, nuestra relación con Cristo estaría a merced de nuestra imaginación, de nuestras interpretaciones, de nuestro estado de ánimo.

Queridos hermanos y hermanas. Jesucristo es la bendición para todo hombre y para toda la humanidad. La Iglesia, al darnos a Jesús, nos da la plenitud de la bendición del Señor. Esta es precisamente la misión del Pueblo de Dios: irradiar sobre todos los pueblos la bendición de Dios encarnada en Jesucristo. Y María, la primera y perfecta discípula de Jesús, la primera y perfecta creyente modelo de la Iglesia en camino, es la que abre esta vía de la maternidad de la Iglesia y sostiene siempre su misión materna dirigida a todos los hombres. Su testimonio materno y discreto camina con la Iglesia desde el principio. Ella, la Madre de Dios, es también Madre de la Iglesia y, a través de la Iglesia, es Madre de todos los hombres y de todos los pueblos.

Que esta madre dulce y premurosa nos obtenga la bendición del Señor para toda la familia humana. De manera especial hoy, Jornada Mundial de la Paz, invocamos su intercesión para que el Señor nos de la paz en nuestros días: paz en nuestros corazones, paz en las familias, paz entre las naciones. Este año, en concreto, el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz lleva por título: «No más esclavos, sino hermanos». Todos estamos llamados a ser libres, todos a ser hijos y, cada uno de acuerdo con su responsabilidad, a luchar contra las formas modernas de esclavitud. Desde todo pueblo, cultura y religión, unamos nuestras fuerzas. Que nos guíe y sostenga Aquel que para hacernos a todos hermanos se hizo nuestro servidor.

Miremos a María,  contemplemos a la Santa Madre de Dios. Y quisiera proponerles que la saludáramos juntos, como hizo aquel valeroso pueblo de Éfeso, que gritaba ante sus pastores cuando entraban en la iglesia: “¡Santa Madre de Dios!”. Qué hermoso saludo para nuestra Madre…

Dice una historia, no sé si es verdadera, que algunos, entre aquella gente, tenían bastones en sus manos, quizás para hacer comprender a los Obispos lo que les habría sucedido si no hubieran tenido el coraje de proclamar a María “Madre de Dios”.


Invito a todos ustedes, sin bastones, a alzarse y a saludarla tres veces,  de pie, con este saludo de la Iglesia primitiva: “¡Santa Madre de Dios!”.

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