21 sept 2015

Imaginación, alegría, dicha/MARCO ANTONIO CAMPOS

Revista Proceso # 2029, 20 de septiembre de 2015.
Imaginación, alegría, dicha/MARCO ANTONIO CAMPOS*
Sería quizá en 1971 cuando Juan Bañuelos me pidió que lo acompañara a visitar a Eraclio Zepeda. Vivía con su mujer, la poeta Elva Macías, si mal no recuerdo, en una privada en la calle de Vicente Suárez, en la Condesa. Habían viajado mucho y residido en China y en Rusia. En Moscú nació su única hija (Masha). Vivieron casados 52 años. “Somos como los matrimonios de antes”, me decía Laco.
En los años setenta y sobre todo en los ochenta fue cuando más lo vi. La llegada de Laco (como todo mundo le decía) parecía cambiar el humor de la gente. Era uno de los hombres con más encanto que he conocido en mi vida.

Tuvo el gesto amistoso de invitarme a varias presentaciones de sus libros y a homenajes que se le hacían, o lo veía en encuentros literarios. Entre muchas veces, en 1983, en Tuxtla, por los 25 años de Benzulul; en Cuautla, donde clausuró un encuentro de narradores; en Morelia, en 1985, para celebrar los setenta años de Edmundo Valadés, y ya en los noventa, en Bruselas, en el encuentro de Europalia, que ese año se dedicó a México, y del cual recuerdo una frase de José Agustín cuando íbamos en el avión: “Cuando vi la lista, le dije a Margarita: Nos salvamos: van Laco, Marco y Alberto Ruy Sánchez”.
Recuerdo toda una mañana en Brujas donde Laco nos impartía clases de historia flamenca a José Agustín, a Margarita, a Elva y a mí.

Del cubano Onelio Jorge Cardoso, a quien conoció en 1963, Laco tomó el término de cuentero, y como él, fue un magnífico cuentero y un magnífico cuentista. Cuando trajimos a Onelio a la Ciudad de México y a Morelia a un Encuentro Latinoamericano de Narradores en 1985 o 1986, Laco me comentó que iba a fascinar como persona. Onelio era lo contrario de Laco. Tímido y retraído, claro… hasta que uno lo oía hablar, o mejor, contar. Y pese a contar con una voz casi apagada, Onelio de inmediato hacía entrar a quien lo oía en un orbe de encantamiento. Con el trato diario al gran viejo cubano terminaba uno inevitablemente queriéndolo. Como Laco, la manera de hacer feliz a los otros de Onelio era regalar cuentos que tenían siempre pasajes mágicos, y claro, lo lograron miles de veces. Oscar Wilde dijo que él pensaba en cuentos; eso queda exacto para Onelio y Laco.
 “Porque las historias orales que se cuentan mágicamente son poesía”, decía Laco, y no estaba equivocado. El término cuentero en México no existía; Laco lo impuso en el imaginario literario y él fue entre nosotros el cuentero por excelencia. Ese tejido de miles de historias que hizo durante décadas, estoy seguro, habría fascinado al argentino Ricardo Piglia, quien hizo de ese tejido su poética de la novela y el cuento.
Pongo dos anécdotas de Laco sobre su don de cuentero: La primera fue en Cuautla. En el encuentro de narradores, como dije, Laco cerraba la última mesa. Nunca falta el escritor local que cree que el público, que no sabe ni quién es, llegó allí para oírlo y no a los otros treinta o cuarenta. El narrador cuautlense leía, leía, leía e, irritadísimos, desesperados, le mandábamos mensajes, nos acercábamos a pedirle que parara, le llegamos a gritar, y leía, leía, leía; pero cuando al fin terminó y Laco empezó a contar, el público comenzó a cambiar de actitud, a sonreír, a reír, a carcajearse, y todos queríamos a Laco, todos queríamos tanto a Laco.
La segunda vez fue en Morelia en febrero de 1985. Edmundo Valadés cumplía 70 años y se le organizó un homenaje (era gobernador Cuauhtémoc Cárdenas); hubo varias mesas; nunca vi a don Edmundo más feliz y conmovido. Antes de subir al autobús del INBA que nos traería a México, me acerqué a Laco: “¿Por qué no le terminamos bien el número a don Edmundo y le cuentas durante el trayecto”. Y durante tres horas Laco le contó –nos contó– decenas de historias de su paso por China y la URSS, y a don Edmundo le hizo la tarde.
A sus asombrosos veinte años Laco, como cuentista, publicó Benzulul, con historias llenas de ruido y de furia, que versan sobre la vida de las comunidades indígenas chiapanecas, y el cual es un clásico mexicano del género en el siglo XX. Por ese libro y dos cuentos excepcionales, “Los trabajos de la ballena” –que está dentro de la espléndida estirpe de El viejo y el mar hemingwayano– y “Asalto nocturno” –donde cuenta una experiencia violentísima en la antigua escuela militar de la Universidad Latinoamericana–, quedará para siempre en la memoria de la literatura de lengua española.
Por fortuna Laco pudo terminar su tetralogía novelística, en la que relata, a lo largo de un siglo, la historia de Chiapas a través de miembros de su familia: de los años treinta del siglo XIX a los años treinta del siglo XX: Las grandes lluvias (2006), Tocar el fuego (2007), Sobre esta tierra (2012) y Viento del siglo (2006). Es una saga que debería ser libro de texto en las escuelas chiapanecas. En los libros se podría aprender de aquel estado, como ya lo hemos dicho, geografía, instantáneas urbanas de diversas décadas, la intrincada naturaleza, costumbres de época, la situación difícil de los indígenas, fiestas y festividades populares, la vida de la alta sociedad y, ante todo, los hechos históricos.
Muy tardíamente, el año pasado le dieron el Premio Nacional de Ciencias y Artes. Me pregunto si darlo así, a quien lo merecía desde mucho antes, no es una forma de injusticia.
Laco siempre quería que quienes estaban con él se la pasaran lo mejor posible. Ya no estará entre nosotros, pero lo recordaremos como un hombre que repartió a manos llenas lo que muy pocos son capaces de dar: repartió imaginación, repartió alegría, repartió, en fin, instantes de dicha.  l


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