22 nov 2015

El otro corazón de las tinieblas/ Luis Goytisolo

 El otro corazón de las tinieblas/Luis Goytisolo es escritor.
El País | 21 de noviembre de 2015
El dolor y la indignación suscitados por los atentados de París tienen un inevitable efecto añadido: el instintivo rechazo por parte del ciudadano hacia determinado tipo de inmigrante y, muy en especial, hacia la inmigración masiva que desde hace semanas viene produciéndose desde Oriente Próximo. ¿Cuántos yihadistas no se habrán colado en Europa sin el menor problema?, se pregunta la gente. Una reacción similar, aunque más atemperada, a la que en Israel ha originado la reciente epidemia de apuñalamientos.
Las migraciones masivas, como la procedente desde hace años del África subsahariana, suelen ser consecuencia de la miseria, así como, frecuentemente, de los horrores propios de un régimen despótico. Una situación a la que por supuesto no son ajenos los países desarrollados, que siempre miran para otro lado. Lo que cuenta es tener ahí una buena fuente de materias primas a precios sin competencia. Poco importa que, de propiciar un desarrollo en todos los órdenes, los países del área se convertirían además en consumidores, en una serie de nuevos mercados que en principio debiera interesar al mercado. Pero el mundo de los negocios es así, decantándose siempre por el pájaro en mano.

En el extenso y variado ámbito de países islámicos la situación es muy diferente. Desde la primera invasión de Irak y la de Afganistán pocos años después, los acontecimientos no han hecho sino precipitarse. Y cada vez con similar complejidad, ya que si Sadam Husein fue en su momento un aliado de Estados Unidos, los talibanes —presentados inicialmente como estudiantes de teología islámica— también lo fueron en su lucha contra el Gobierno afgano de tendencia prosoviética. Curiosas alianzas condenadas a terminar como el rosario de la aurora.
Con todo, tanto la segunda invasión de Irak como la de Afganistán, tras los atentados del 11 de septiembre, respondían a un patrón convencional, al de una intervención militar directa, lo que antes se entendía por una declaración de guerra. En cambio, los acontecimientos que se han ido produciendo aquí y allá en el curso de los últimos años obedecen a otros parámetros. No se trata de invasiones; ni siquiera de guerras propiamente dichas, con sus frentes, sus vanguardias, sus retaguardias. Lo de ahora está más próximo a lo que solía entenderse por guerra civil, aunque tampoco sea éste exactamente el caso. Se nos presenta más bien como una revuelta popular a dos, tres o cuatro bandas, asombrosamente bien armadas todas ellas, y conforme a una organización y una estrategia que nada tienen de espontáneo, de tradicional movimiento o alzamiento de masas. ¿Y Occidente a quién apoya? Imposible saberlo. Suele apoyar el alzamiento en sí, pero poco se sabe de las partidas enfrentadas en su lucha contra los poderes establecidos, de sus planteamientos en apariencia contradictorios.
En algunos países —Egipto, Túnez—, mejor o peor, la situación parece estar reconduciéndose; en otros, el panorama es no ya el de un país en guerra sino el de un país en ruinas, especialmente Libia y Siria. A la vista de lo sucedido con Palmira, me pregunto qué habrá sido de las espectaculares ruinas griegas y romanas existentes en Libia cuando el país entero es una sucesión de ruinas y más ruinas. O de determinados barrios de Alepo y Damasco. Gadafi fue sin duda un dictador. El Assad, un heredero del poder. Pero si Libia era el país con el nivel de vida más elevado del norte de África, Siria fue uno de los países con una vida cotidiana más tolerante de Próximo Oriente. ¿Tiene algo de raro que la mayor parte de los miles y miles de personas que buscan refugio en Europa procedan de allí?
El escenario, por otra parte, no deja de ampliarse y complicarse. Y no me refiero ya al problema kurdo, que sólo se resolverá con la fijación de un Kurdistán, sino al hecho de que, por primera vez, las revueltas y enfrentamientos de diverso signo afecten ya a la península arábiga, a Yemen, colindante con Arabia Saudí. ¿Terminará afectando también a este país? ¿Y por qué no? Numerosos islamistas radicales —Bin Laden era sólo uno de ellos— proceden de allí y, en un momento determinado, bien podrían decirse que nada mejor que La Meca como capital del Califato.
Y quien dice Arabia Saudí, dice los diversos emiratos del Golfo, ya que todos ellos, al igual que el régimen saudí, subvencionan con frecuencia a uno y otro bando de los enfrentados en las diversas revueltas de Próximo Oriente, lo que les hace a la vez aliados y enemigos de los intereses de los países occidentales. La súbita caída de los precios del petróleo puede ser un síntoma, y la aproximación generalizada a Irán, que desde siempre ha mantenido una postura mucho más clara, otro dato no menos relevante. Al margen del conflicto, gracias a su neutralidad real, quedarían tan sólo Omán y Jordania, ambos regidos con mucho más tacto que los países vecinos.
Por el momento son unos cuantos cientos de miles los refugiados que están llegando a Europa. Pero los que han abandonado su hogar o lo que fue su hogar son ya millones, aunque no tantos como los que puede acabar produciendo el efecto llamada no ya en Siria sino también en los restantes escenarios bélicos, empezando por Irak. ¿Qué hacer ante tal avalancha?
Pero a la vista de semejante panorama la verdadera pregunta es: ¿cuál es el epicentro del problema, la causa de las causas? Yo no creo en un plan cuidadosamente diseñado sea por Israel, sea por Estados Unidos, como con frecuencia se tiende a sugerir, pero sí en la conjunción de una serie de intereses y maniobras de diverso origen cuya confluencia puede acabar creando situaciones que poco o nada tengan que ver con lo inicialmente previsto. Vamos, de forma similar a como un rumor basado en un pequeño dato puede acabar desencadenando una crisis financiera de consecuencias imprevisibles. Es decir, todo lo contrario a un plan: el triunfo de la irreflexión y de la irracionalidad como resultado final de la intersección de intereses cruzados.
Si el corazón del problema resulta ser un laberinto, su solución es o debiera ser obvia para todos. Y no reside en repartir así o asá los refugiados sino en que deje de haber refugiados por el procedimiento de acabar sobre el terreno con las causas de semejante éxodo; Putin y sus aliados iraníes parecen tenerlo claro. Y a partir de ahí, reconstruir lo destruido, propiciar el retorno a casa de los exiliados.

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