6 jun 2016

Dejen de legislar!

 Dejen de legislar!/José María Ruiz Soroa
El País, 6 de junio de 2016..
Lo escribía ya hace años el implacable realista que es Giovanni Sartori: el Estado de derecho no es el Estado que crea a su albedrío y sin cesar un nuevo derecho, sino un Estado en el que el ejercicio del poder está limitado por vínculos jurídicos precisos y estables. De ello se desprende que la gigantesca burbuja de la praxis contemporánea de “gobernar legislando” está vaciando el Estado de derecho, convirtiéndolo en un gobierno de los hombres aunque sea en nombre de la ley. La vorágine normativa en que se ha convertido la actividad de gobernar ha devaluado hasta límites insospechados la calidad del Estado de derecho, que ya no funciona como límite al poder precisamente porque el exceso de derecho provoca su inoperatividad real. “El marco normativo español es complejo, confuso, en continuo cambio, de mala calidad, genera incertidumbre e inseguridad jurídicas, desincentiva la eficiencia y el emprendimiento y eleva los costes del sistema”, sentencia lapidario Carlos Sebastián en España estancada. Hay vigentes en España cien mil disposiciones normativas, diez veces más que en Alemania, un país cuyos ländertambién disponen de capacidad normativa, y que nos duplica en población. El problema no es ya de calidad técnica, eso sería un problema jurídico, el problema es de mal funcionamiento sistemático de las instituciones, y eso es un problema político.

Y sin embargo, la ambición de los políticos españoles, de todos, es hacer y hacer nuevas leyes. Una legislatura se considera un éxito cuando ha añadido a la colección legislativa unos cuantos textos, un fracaso cuando no ha conseguido sacar adelante ningún proyecto. Así miden su propia función los partidos y las élites que los gestionan: por el peso o las páginas del BOE que han rellenado desde el poder. En cambio, el control del grado de cumplimiento de las leyes o el de su implantación, o el de los efectos reales que hayan producido —los previstos y los insospechados— no interesa. Si una ley no funciona se hace otra más, que tampoco funcionará. Hace unos años se creó la Agencia Estatal de Evaluación de las Políticas Públicas que, en teoría, iba a realizar una valoración y un seguimiento del cumplimiento de las normas. Pronto se la convirtió en una agencia zombi que sólo valora los servicios públicos, no las normas ni las instituciones.

No lo confiesa pero la política lo sabe bien: hacia fuera, las leyes no son sino operaciones de imagen con las que el Gobierno o la oposición de turno parece que reaccionan eficazmente ante los problemas sociales (cada vez más las leyes son “medidas puntuales”), o bien una ocasión de proclamar principios excelsos (las leyes cada vez son menos normativas y más declamativas). Hacia dentro, ante la clientela de intereses con acceso al poder, las leyes (en sus disposiciones adicionales, finales y transitorias más que en su texto) son la vía para el pago de favores y para la generación de connivencia con sectores económicos o profesionales relevantes.

Si algún bien ha traído la sectaria incapacidad de nuestros partidos para formar Gobierno es la de que durante unos nueve meses ha cesado la diarrea legislativa que parece consustancial a la política patria. Claro que, todo hay que advertirlo, el futuro se presenta por ello mismo más amenazante aún, pues prima el proyecto ansioso y prestigioso de regenerar el sistema político (consista esto de regenerar en lo que sea, que es difícil saberlo) y, para ello, ponerse a legislar a calzón quitado sobre todos los defectos detectados, sospechados, imaginados o atribuidos a ese pobre espantajo que es “el sistema”. Por leyes, se nos anuncia, no va a quedar, que hasta la Constitución va a ser reformada. Estamos ante un pensamiento acusadamente mágico (en la mejor tradición leguleya hispana) que confunde el cambio de la realidad con el cambio de la norma que lo regula. No es así, claro: cuando el problema esencial está en los comportamientos y códigos informales de la política por relación a las instituciones, la solución de sus disfunciones no está en modificar sin freno las reglas formales de esas instituciones, sino en cambiar los comportamientos de las élites políticas. En el fondo, me temo, el discurso de la regeneración forma parte de la fase de degeneración, no es sino uno de sus últimos estadios.

Me atreveré a proponer una hipótesis radicalmente contraria a la de la vulgata políticamente correcta. ¿Y si el mayor defecto de las instituciones españolas consistiera, precisamente, en la sobreabundancia de normas reguladoras? ¿Y si lo que hubiera que cambiar fuera, cabalmente, el hábito de intentar resolver los problemas añadiendo leyes a normas y amontonando decretos sobre pragmáticas? ¿Y si tal hábito no fuera, exactamente, sino una manifestación de la falta de estudio ponderado de los problemas y a la vez de la urgencia por la explotación política de las operaciones legiferantes? Una institucionalidad bien gobernada se caracteriza por un número escaso de normas y un grado elevado de su cumplimiento. Una mala, por la sobreabundancia de leyes y su escaso cumplimiento. ¿No convendría entonces, para mejorar la calidad de nuestro Estado de derecho, hacerle una poda severa?

¿Por qué entonces no intentar la mejora operativa de las instituciones mediante el simple y barato método de dejar de producir leyes? Por lo menos por un tiempo. ¿Qué les parecería como programa el de dar al Parlamento un descanso mínimo de dos años sin legislar? Sin duda, muchos menearán incrédulos la cabeza: ¿cómo, estando como estamos en “emergencia social y política”, se le ocurre proponer nada menos que parar la producción de normas? ¿Qué harían entonces los parlamentarios electos?

Bueno, mi sugerencia es la de que parlamenten políticamente, que para eso sí están. Todos los grandes teóricos de la (desde Rousseau hasta Stuart Mill) no creyeron que la función de los Parlamentos representativos fuera hacer las leyes, sino sólo aprobarlas o no. Para hacer técnicamente las leyes merece la pena probar con las cámaras de expertos y con los minipúblicos aleatorios de orientación ciudadana, como propone el neorrepublicanismo de Philip Pettit en Despolitizar la democracia. Las cámaras de representantes han demostrado ya suficientemente su incapacidad al respecto, probemos entonces unos años con otros métodos. Aunque lo primero que habrían de hacer es derogar miles de normas y codificar in claris lo que quede.

Pero, eso de seguir creyendo, en la época del gobierno en la incertidumbre, que los Parlamentos son los foros adecuados para resolver los problemas legislando directamente sobre ellos es puro voluntarismo bobalicón, o listo interés sectario de unos partidos que se niegan a soltar el bocado con el que tienen atrapada a la sociedad. Porque razonable, desde luego, no es.

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