12 sept 2016

Aquella mañana de septiembre/

Aquella mañana de septiembre/ Luis de la Corte Ibáñez, instituto de Ciencias Forenses y de la Seguridad, Universidad Autónoma de Madrid.
 ABC, Domingo, 11/Sep/2016
En 1904 Ortega y Gasset defendió su tesis doctoral sobre un estudio acerca de las leyendas sobre un inminente fin del mundo que se difundieron en Francia a finales del siglo XI. Ninguna inquietud futurista semejante atemorizaba a los ciudadanos occidentales cuando íbamos a traspasar el umbral del siglo XXI. La última década del viejo siglo, que antes de empezar ya nos regaló la sorpresa de la caída del Muro de Berlín, parecía marcar para muchos la senda de un progreso imparable. De aquel tiempo quizá les suene todavía el título de un ensayo, «El fin de la historia», publicado en 1989 por el politólogo Francis Fukuyama. Aunque su exaltación de la democracia liberal irritara a marxistas y utopistas, el vaticinio de la clausura de los choques ideológicos y el fin de «las guerras y las revoluciones sangrientas» resumía con precisión el sentir generalizado en Occidente. Fukuyama convirtió en libro su artículo en 1992, sólo un año antes de que se publicara otro ensayo bien conocido, igualmente ampliado a libro en 1996. Allí Samuel Huntington rectificaba el optimismo de Fukuyama, quien había sido su alumno en Harvard, proyectando un futuro más oscuro donde quedarían muchos conflictos por dirimir, no tanto por motivos puramente ideológicos, sino por diferencias culturales y de identidad. Pese a que distintos sucesos aportaron indicios en ese sentido (guerras de la antigua Yugoslavia, genocidios en Ruanda y Burundi), el pesimismo de Huntington no se impuso en los «felices noventa».

 Hasta que despertamos a esa mañana de septiembre, inesperada y devastadora: aviones de línea convertidos en misiles, espectacular y angustiosa caída de las Torres Gemelas, cerca de 3.000 víctimas mortales… Los atentados del 11-S sumieron a Occidente en la perplejidad. Si la tragedia refutaba a optimistas como Fukuyama, parecía dar la razón a Huntington. Al menos respecto a su afirmación de que el fin del comunismo no traería la seguridad y la paz perpetuas. Y acaso también en la previsión de un choque frontal y cruento entre Occidente y el orbe islámico.
 Hoy la interpretación de los atentados del 11-S continúa generando controversia y malentendidos. Uno de ellos reposa sobre la propia tesis del choque civilizatorio, que todavía conserva cierta vitalidad… sobre todo en la mentalidad y la propaganda yihadistas. Aunque si adoptáramos el concepto de «civilización» de Huntington (por lo demás, bastante problemático) cabría advertir que el auténtico choque con el que se relaciona el yihadismo es interno a la «civilización islámica». El origen de los movimientos islamistas violentos que precedieron a la fundación de Al Qaida nos retrotrae a un conflicto interno a las sociedades musulmanas acerca del modelo político a promover, con los islamistas (unos pacíficos y otros violentos) enfrentados a los partidarios de cualquier otra fórmula con una mínima impronta laica (autoritaria, o democrática, liberal o socialista). El objetivo último de Osama bin Laden era reislamizar el mundo musulmán conforme a su propia visión del islam, rigorista y medieval. Aunque a sus ojos ese fin se mantendría inalcanzable mientras no remitiese toda injerencia occidental. De ahí su empeño en hostigar a Estados Unidos y sus aliados y desgastarlos en guerras remotas. Pero la violencia contra los gobiernos «apóstatas» de los países islámicos nunca cesó, y creció tras el 11-S (reforzada luego por Daesh). Ello explica en parte que la gran mayoría de las víctimas cobradas por la marea yihadista desde 2001 rezasen a Alá y también que la geografía islámica venga desangrándose desde hace años en diferentes guerras con un fuerte componente yihadista, susceptibles de exportar violencia y muerte a cualquier país occidental.
 La primera pregunta suscitada en Estados Unidos tras caer las Torres Gemelas fue clara: «¿Por qué nos odian?». No todos recurrieron al islam y la diferencia cultural para contestarla. Algunos prefirieron acogerse a otra respuesta prefabricada para culpar al país atacado: Imperio de nuestro tiempo, al que se podía colgar la responsabilidad última por la humillación atribuida a una comunidad de varios miles de millones de almas. He aquí otro malentendido (en realidad una simplificación ofensiva) todavía hoy vigente en algunos círculos. En el fondo, poco más que la repetición del discurso propalado por los perpetradores de la matanza de Nueva York, aunque aderezado con una buena dosis de mala conciencia occidental, congruente con el prejuicio y la obsesión antiamericana de los que todavía hacen gala algunos intelectuales europeos. Fueron esos prejuicios los que contribuyeron a extender la ingenua suposición de que los europeos estábamos a salvo… porque no éramos americanos… Y cuando unos años más tarde se comprobó el error en Madrid todavía hubo quien se apresuró a denunciar que la culpa última de las 191 víctimas del 11-M era de nuestros gobernantes (por haberse arrimado tanto a la sombra de Estados Unidos…). Aparte la confusión moral que revelan, tales interpretaciones transportan una idea equivocada del terror yihadista. Se lo presenta como simple reacción mecánica a una u otra provocación o circunstancia, cuando en verdad se trata de la herramienta elegida para realizar un proyecto atroz que pretende imponerse sobre toda clase de opositores, sea cual fuere el modo en que se comporten.
 La respuesta al yihadismo tras el 11-S ha sido intensa y extensa. Con grandes errores, contraproducentes, y éxitos importantes no bien reconocidos. Pero insuficiente al fin. El legado de Osama bin Laden perdura. Y no sólo gracias a su hijo rebelde, Daesh, que aún domina territorios en Siria e Irak, dispone de organizaciones afiliadas en doce países y puede inducir o inspirar atentados en los cinco continentes. Además, Al Qaida y sus representantes se mantienen activos en más de veinte países, incluyendo los escenarios de máxima efervescencia yihadista y sumando un mínimo de 75.000 militantes. Más allá del presente inmediato, mientras existan líderes y grupos que se adhieran al proyecto de una yihad global que inspiró el 11-S la amenaza persistirá con una intensidad variable. Quince años después deberíamos haber aprendido tan amarga lección y estar preparados para lo impredecible.

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