13 dic 2021

México lindo y querido

 México lindo y querido/ Fernando Suárez González de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

ABC; Lunes, 13/Dic/2021 

Durante mis años de bachillerato (1943-1950) sabíamos muy poco de política y, por supuesto, ignorábamos -o al menos, ignoraba yo- que España no tenía relaciones diplomáticas con México. Por eso tuve una sorpresa indescriptible cuando me enteré de que el mantenido reconocimiento de la República Española por aquel gran país era incompatible con el del Estado bajo cuya autoridad vivíamos aquí. Digo lo de mi sorpresa porque durante aquellos años en nuestros cines eran frecuentes las películas de Dolores del Río, de María Félix y de Mario Moreno. No nos dejaban ver ‘Flor silvestre’ ni ‘Doña Bárbara’, cuya calificación moral las hacía gravemente peligrosas o para mayores con reparos, pero Cantinflas era para todos los públicos y por eso nos reímos mucho con sus peculiares monólogos de ‘Ahí está el detalle’, ‘Ni sangre ni arena’, ‘Los tres mosqueteros’ o ‘Gran Hotel’. Estábamos bien lejos de saber que en 1933 los gobiernos de México y de España habían firmado un tratado internacional prohibiendo las películas depresivas y considerando denigrantes «las cintas cinematográficas, con o sin sonido, y producidas por cualquier procedimiento que ataquen, calumnien, difamen, burlen o desfiguren, directa o indirectamente, los usos y costumbres, instituciones, hábitos, características, peculiaridades o hechos de México o de España».

Consecuentemente, los mismos gobiernos se comprometían a no permitir en sus propios territorios la preparación, parcial o total de tales películas, ni la entrada, circulación o exhibición de las mismas. Las películas de Cantinflas, lejos de ser depresivas, eran bien euforizantes y gozaban de la segura protección de ambos gobiernos.

Oíamos permanentemente las canciones de Jorge Negrete, de quien podría citar títulos innumerables, desde ‘Ay Jalisco no te rajes’ hasta ‘Allá en el rancho grande’, película por cierto que tuvo en España una repercusión absolutamente extraordinaria, de modo que en todas las fiestas se cantaba aquello de los calzones que usa el ranchero. Cuando Negrete llegó a Madrid en mayo de 1948 se produjo en la estación del Norte una verdadera apoteosis. Todos los citados visitaron en aquellos años la España con la que sus gobernantes no deseaban relación alguna. Tenemos aún que añadir la ‘Malagueña’ o el ‘Soldado de levita’ de Irma Vila y su mariachi, o la música del trío Calaveras, de Pedro Infante y de Ana María González. Recuerdo siempre que ésta afortunada intérprete del chotis ‘Madrid’ se promocionaba con el título de «la voz luminosa de México» y cuando se presentó en España y comprobaron sus espectadores que era más bien rolliza la bautizaron con el sobrenombre de «la voluminosa de México», sin duda porque todavía no se censuraba lo políticamente incorrecto. Hablando del memorable chotis, no se puede dejar de evocar que sabíamos de memoria todo lo de Agustín Lara, desde ‘María bonita’ hasta ‘Noche de ronda’ y desde ‘Granada’ a ‘Solamente una vez’. Como me refiero al bachillerato de entonces, puedo añadir que el profesor de Literatura nos estimulaba para que leyéramos a Juan Ruiz de Alarcón, a Sor Juana Inés de la Cruz o a Amado Nervo, escritores que no estoy nada seguro de que conozcan los actuales bachilleres.

Presencié la primera corrida de toros de mi vida en junio de 1948, cuando se inauguró la plaza de León, pero desde mucho antes sabíamos de los éxitos en España del torero mexicano Carlos Arruza, a quien la afición dedicó un chusco pareado: «Desde que ha venido Arruza, Manolete está que bufa».

Es lógico que estas vivencias culturales, infantiles pero por lo mismo imperecederas, le resulten completamente ajenas al presidente López Obrador, que no había nacido aún en los años a que me estoy refiriendo. Tampoco tiene por qué saber que el Fondo de Cultura Económica suministró a muchos de nosotros libros esenciales y que otras editoriales mexicanas, como por ejemplo Oasis, nos facilitaron la lectura de obras que eran en España de imposible publicación. Después, fuimos sabiendo que los intelectuales españoles exiliados, a quienes tan generosamente trató el presidente Cárdenas, fundaron el Colegio de México, en el que brilló durante más de un siglo el indisimulado hispanismo del gran Alfonso Reyes y en el que vimos publicadas obras tan decisivas como las de José Gaos, Leopoldo Zea o Alberto Jiménez Fraud.

Por lo demás, la inexistencia de relaciones diplomáticas nunca fue obstáculo para las más intensas relaciones económicas, académicas, profesionales o científicas. Cada uno de nosotros tiene, naturalmente, su propia experiencia, en función de su dedicación. Como la mía ha sido el Derecho del Trabajo, puedo asegurar que desde que empecé a estudiarlo supe que la Constitución mexicana de 1917 había sido la primera en elevar a rango constitucional los derechos laborales y por eso tuve años más tarde ocasión de peregrinar al teatro de Querétaro en el que se aprobó. También conocí la obra de Mario de la Cueva y de Alberto Trueba Urbina y he mantenido relación permanente, hasta su fallecimiento, con Álvarez del Castillo, con el simpatiquísimo Baltasar Cavazos y con Néstor de Buen que, desde su condición de hijo de exiliado, llegó a ser fraternal amigo mío. Esas relaciones académicas me han propiciado numerosas visitas a México, para dar conferencias, participar en seminarios y asistir a congresos, no sólo en la capital, sino también en Guadalajara, en Chihuahua, en Guanajuato, en Saltillo o en Nuevo Laredo.

Como tengo un respeto absoluto por la libertad de pensamiento, de opinión y de expresión, acepto con naturalidad que el presidente López Obrador considere que los actuales mexicanos serían mucho más felices si Cristóbal Colón hubiera naufragado cerca de las Azores o si Moctezuma y Cuauhtemoc hubieran vencido a Hernán Cortés, aunque la tesis habría hecho imposible su propio acceso a la primera magistratura de los Estados Unidos Mexicanos. Es menos comprensible que pretenda que borremos de nuestros libros de historia el hecho incuestionable de que España llevó a México la moderna civilización, intento que me parece imposible de lograr, porque los ciudadanos de Durango, de León, de Córdoba o de Mérida no van a olvidar su precedente español. El nobilísimo intento de recuperar todos los vestigios posibles de la vida de los aztecas o de los mayas es perfectamente compatible -y lo ha venido siendo durante siglos- con la devoción a la Virgen de Guadalupe, con la lengua que enseñaron los frailes españoles, con la conservación de una de las primeras Universidades del continente, que se puede visitar en la calle de la Moneda, con las maravillas de Oaxaca, con el colegio de Las Vizcaínas, o con tantos y tantos testimonios de la presencia de los hispanos, incluidos los ancestros de López Obrador, que seguramente engrandecieron también con sus esfuerzos la nación mejicana.

No estoy en condiciones de investigar ahora si el aludido tratado cinematográfico de 5 de septiembre de 1933 mantiene su vigor después de tantas vicisitudes y desencuentros, pero me parece claro que si se mantuviera el espíritu de aquella fraternidad republicana que llevaba a perseguir las películas que incurrieran en los citados desmanes, el señor presidente de México, que asegura querer las mejores relaciones con España, debería abstenerse de atacar, calumniar, difamar, burlar, ofender o desfigurar directa o indirectamente hechos de nuestra común historia. Insisto en mi duda sobre el éxito del propósito de desvincular al gran México actual de los iniciales afanes de la Corona española y de España misma o de contemplar las actuales inversiones económicas bajo la óptica de la ‘fiebre de conquista’. De lo que estoy absolutamente seguro es de que no hay esfuerzo capaz de borrar del corazón de millones de españoles el cariño y la fraternidad que sentimos por México, incluso cuando sus gobernantes se ponen bravos y retadores.


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