8 oct 2022

'A la mexicana'/RICARDO RAPHAEL

'A la mexicana'/RICARDO RAPHAEL

Milenio, 8 de octubre de 2022

Tan fácil que es hacer unos huevos a la mexicana. Van durante menos de un minuto al sartén un par de blanquillos apenas batidos con poco aceite de maíz, unos trocitos de jitomate, otros de cebolla y unas rodajas de chile jalapeño.

Una receta simple para un adjetivo complicado: “a la mexicana”.

Si no lo cree así, retire usted los huevos y ponga como sustantivo, por ejemplo, el amor. ¿Podría usted definir qué es eso del amor a la mexicana?

Ya la cantante Thalía lo intentó hace un par de décadas. El amor a la mexicana sería, para ella, aquel que no tolera compasión ni lástima, un amor duro, delirante, “macho de corazón.” Tal cual se enseña en esa gran escuela de las emociones que son las telenovelas, esta forma de amor debe ser un melodrama sin acotamientos ni banquetas. Arrollador, pues, donde ella se arroja, él se lanza y ambos se estrellan. No importa que la historia sea corta, tóxica o suicida, siempre y cuando quede labrada como leyenda en una estela maya.

Solo por enredar más las cosas, sustituyamos la palabra amor y pongamos en su lugar la justicia a la mexicana. De golpe se asomará una borrachera canija de impunidad. La hipótesis no es mía sino del gran muralista, Jesús Clemente Orozco, que en 1923 dejó sobre las paredes del Antiguo Colegio de San Ildefonso un fresco preciso: el de un caballero tan ebrio como elegante (la ley) que con la mano derecha empuña una daga y con la izquierda manosea a una dama (la justicia), también cargada como una cuba, que lleva vendada media cara y sostiene una balanza más chueca que la torre de Pisa.

Ni cómo discutirlo: la justicia a la mexicana es personal, es política y es económicamente interesada. Sobre todo —debe advertirse— rara vez es justa.

La necedad de escribir este texto me visitó hace unos días cuando un amigo abogado intentó describirme la desembocadura de un caso que se le pudrió en las manos por razones políticas. Para no hacerme perder el tiempo resumió así su infortunio: se resolvió a la mexicana —dijo y luego torció la boca.

Fue en ese momento que mi cerebro se atoró tratando de hacer coincidir en una misma definición los huevos, el amor y la justicia para terminar concluyendo que nada tienen que ver entre sí excepto que ese adjetivo, a la mexicana, se acomoda resignadamente según el tema que se le ponga por delante.

No se trata de que lo mexicano sea mentiroso, eso sería en sí mismo una mentira. Tampoco que carezca de sinceridad, porque lo mexicano no merece ser considerado como sinónimo de falso.

¿Cómo explicarlo? Varguitas viene a mi auxilio, aquel inolvidable personaje del filme La Ley de Herodes que se hizo famoso por referirse a sí mismo como alguien más cabrón que bonito.

Varguitas es alguien rajado, pero carece de hermosura; un tipo puesto para lo que se necesite, aunque lo que se necesite pueda ser grotesco.

Es un personaje —¿cómo negarlo?— muy a la mexicana. Es rudo y a la vez ambiguo. Echado para delante, pero extraviado respecto de lo que realmente desea.

En eso radica la dificultad de encarnar a un personaje como Varguitas, que vive en el país de La Ley de Herodes —según la sabiduría popular— el lugar donde llegado el momento de las definiciones o te chingas o te jodes.

Ahora caigo en que el amigo abogado sembró la duda perniciosa que dio título a este desparramado argumento mientras en el Senado de mi país una legisladora de apellido Abreu —una feminista como no podría haber ninguna otra— acusó en tribuna a una colega suya de ser una “robamaridos”, para luego asestar contra el vientre de su enemiga una frase que merecería ser colocada con letras doradas en las paredes más altas del más reputado de los burdeles: “señora … hay que tener la cola corta para tener la lengua larga.”

No sé si Abreu quería proponer aquí una máxima recomendable para la política mexicana, pero ciertamente debería serlo para los hombres de la política que con patriarcal actitud siempre andan presumiendo el tamaño de su cola.

Al respecto cuenta una leyenda que un día ese intelectual modelo que fue para muchos el poeta Octavio Paz, sentado a la mesa con varios de sus pupilos, se divirtió regañando públicamente a alguno que no dejaba de coquetear con la mesera joven y tímida que intentaba tomarles la orden.

El maestro suplicó al alumno: “querido XXX, ¿sería usted tan amable de retirar su miembro de esta mesa?”

El “querido XXX” se habrá ruborizado ante este ingenioso desplante de humor a la mexicana, que es otra cosa muy distinta a los huevos, el amor o la justicia y que sin embargo es tan preciadamente nuestro.

En mi país, se dice, hacemos chistes por todo; la mayoría graciosos y rayando en lo geniales cuando recalan en el albur, pero también los hay pasados de lanza como la broma podrida arrojada contra la legisladora “robamaridos”.

Antes de terminar este discurso malhadado hay que decir que, de todo cuanto intente definirse en la materia que aquí nos ocupa, lo más difícil —prácticamente imposible— es el concepto de la política a la mexicana.

Han fallado hasta ahora los muralistas, los poetas, las compositoras, los tribunales, las científicas sociales y hasta Dios mismo a la hora de responder al desafío.

Y es que la política a la mexicana es una materia cargada de simulaciones, fachada que esconde otra fachada, cabellera sin pelo, diplomacia ruda, puñal sin balanza, poder vaciado de contenido, es la arrogancia del inseguro y la humildad petulante, en fin, la política a la mexicana es sobre todas las cosas una contradicción desvergonzada.

No intente usted entenderla porque no puede ser entendida. Quienes la practican son los magos del decir las cosas por el derecho y el revés, en una misma frase y a lo largo de una misma vida. Se definen a sí mismos como tragadores de sapos que domesticaron las arcadas. En efecto, la política a la mexicana da asco, pero no importa.

La ventaja es que aún nos quedan, para alimentar el orgullo nacional, otras muchas virtudes a la mexicana: desde luego la comida, el amor, la valentía, el humor y alguna canción que nos sirve para irla pasando mientras los vecinos se emborrachan de sí mismos, incapaces de retirar sus miembros de la mesa y tan coludos o bonitos como la vida cabrona, que se han procurado, les da permiso.

@ricardomraphael


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