15 oct 2023

Sderot, símbolo en Israel de la masacre de Hamas: una ciudad fantasma, entre el shock y el deseo de venganza

Sderot, símbolo en Israel de la masacre de Hamas: una ciudad fantasma, entre el shock y el deseo de venganza

La ciudad vecina de Gaza sigue recibiendo el impacto de misiles que llegan desde la Franja; hoy Elisabetta Piqué, ENVIADA ESPECIAL de LA NACION, 15 de octubre de 2023

Los israelíes esperan para abordar un autobús mientras evacuan desde la ciudad de Sderot, en el sur de Israel, hacia áreas más seguras en el estado de Israel el 15 de octubre de 2023. JACK GUEZ - AFP

SDEROT.- El aire es irrespirable. El humo lo impregna todo en esta pequeña ciudad pegada a la Franja de Gaza, que acaba de ser evacuada por el ejército israelí. Quedarse es demasiado peligroso. Son las dos de la tarde y el silencio de una ciudad realmente fantasma es roto por el ruido de los estruendos que cada tanto llegan desde la franja de Gaza -bajo sitio y fuego desde el 7 de octubre, cuando desde allí irrumpieron las fuerzas de Hamas para cometer la peor masacre de la historia de Israel- y del ruido de las topadoras que están demoliendo lo que era la estación policial.

El lugar, vallado, fue escenario de una feroz batalla entre agentes y terroristas, aquel sábado. En la madrugada de ese día, por esas pulcras calles de esta ciudad de no más de 26.000 habitantes, con palmeras, casas bajas, plazas con juegos para chicos ahora dramáticamente vacíos, irrumpieron los islamistas con camionetas Toyota con ametralladoras en su techo que comenzaron a matar salvajemente.

Aunque fueron removidos los cadáveres de decenas de trabajadores asiáticos que murieron en los enfrentamientos y limpiaron los ríos de sangre, aún pueden verse autos agujereados por tiros, con sus puertas semiabiertas, destruidos en esa irrupción que nadie esperaba. Cuentan que cuando ese sábado, después de la lluvia de misiles, los tiros y los enfrentamientos alrededor del puesto policial, cuando el ejército israelí finalmente llegó, a eso del mediodía, hubo vecinos que los recibieron a los gritos. “¡Tendrían que haber venido a las 7 de la mañana!”, les gritó un vecino, que les enrostró que los habitantes de Sderot habían sido abandonados, según consignó hace unos días el diario israelí Haaretz.

Ahora ya no hay ningún vecino asomado a la ventana. No hay nadie. Hace al menos tres horas, después de haberse juntado a las 11 en una escuela, se fueron los últimos residentes de Sderot. Fueron llevadas en autobuses a hoteles de Jerusalén, que queda a 85 kilómetros, es decir, en una zona más segura.

En el noveno día de la operación “Espadas de Hierro” en represalia al sorpresivo asalto de Hamas, aunque parezca increíble, desde el enclave al borde del colapso que queda muy cerca de aquí, siguen de vez en cuando lloviendo misiles. La alerta es roja, como en toda la zona del sur de Israel que rodea Gaza, donde cada tanto sirenas advierten de nuevos cohetes llegando. La mayoría suelen ser interceptados por la “Cúpula de Hierra”, el sistema de defensa israelí.

Hace unas horas, un enésimo cohete causó el incendio de una casa. Por eso el aire es irrespirable y el humo lo impregna todo. Salvo policías y periodistas, no hay nadie por la calle. Cerca del puesto policial que están demoliendo una chica joven, policía, dice que la nueva estación no será reconstruida allí y que adentro de las ruinas encontraron armas de los terroristas. A unos metros, sobre la vereda, pueden notarse viejos ramos de flores y velas que seguramente hace una semana fueron prendidas en esa esquina del espanto, para honrar a los muertos.

En el centro de prensa abierto el 12 de octubre a metros de allí, en un refugio que cuenta con aire acondicionado, wi-fi, baños, cocina -decorado con restos de misiles caídos aquí en los últimos años-, tampoco hay nadie. Un colega cuenta que horas antes, cuando sonaron las sirenas, corrió a refugiarse allí, en ese refugio muy bien equipado -hasta hay un metegol-, un grupo formado por políticos locales y diplomáticas, que vinieron a hacer un tour de una de las 21 localidades del sur de Israel que jamás olvidarán el salvaje asalto de ese sábado.

Venganza

Se ven persianas bajas, negocios cerrados, juegos vacíos, algunas paredes agujereadas con tiros de kalashnikovs, resabio de la batalla. Hay vida en un kiosco que vende un poco de todo que llama la atención porque está abierto. Allí Amir Bujbat dice que no piensa irse, que se va a quedar, que él no tiene miedo. Su familia, como casi todos, se fue a un hotel de Jerusalén hace ya cinco días. El Estado se va a ocupar de los gastos. “¿Por qué me quedo? Porque no tengo miedo, creo en Dios y para ayudar al ejército y a la gente que no se va”, dice.

La evacuación, en efecto, no ha sido obligatoria. Amir, que tiene dos hijos grandes, de 31 y 29, que están en el ejército, dice que está dando gratis agua, gaseosas, cigarrillos, a los soldados que han inundado esta zona en vista de una invasión inminente, por tierra, aire y mar, de Gaza. “Hay que eliminar a estos salvajes de Gaza, nunca vimos nada así en Sderot, había muertos por todos lados”, denuncia, demostrando ese espíritu de revancha y resistencia que reina hoy en este país humillado, golpeado.

Afuera de su kiosco, sentado en una silla de plástico blanca, Izzy Harari, de 58 años, representa, en cambio, a esos que quedaron traumatizados, shockeados. Cuenta que no se va porque quedó paralizado con lo que pasó. “Sufro estrés postraumático desde que caí herido en el sur del Líbano y estoy en shock, no puede moverme, me quedó acá, esto es demasiado fuerte”, cuenta, quebrándose. Harari es padre de seis hijos. Cuatro grandes, que ya le dieron tres nietos, se fueron a un hotel de Herzliya, al norte de Tel Aviv. Y otros dos, muy pequeños, de 3 años y 3 meses, que logró enviar Francia, ya que allá vive su cuñada.

“Tuve suerte de lograr mandarlos allá. Podrían haber sido ellos los chicos masacrados, podrían haber sido ellos”, dice, con la voz quebrada y lágrimas en sus ojos. “Tengo miedo… No sé cuándo van a poder volver acá, conmigo, no sé cuándo podrá terminar todo esto”, agrega, destrozado.

Unas dos cuadras más allá, Edna Rocky, de 71 años, tampoco se va. “Sí, hay guerra, pero a mí no me importa, no tengo miedo”, asegura, tranquila, mientras nos muestra su humilde casa, muy desordenada, su cuarto que funciona como refugio y su heladera llena. “Yo amo a Dios y Dios nos ama, así que me quedo, este es mi lugar”.


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