12 dic 2006

La sombra del dictador

  • La sombra perecedera de Augusto Pinochet/Ariel Dorfman

Publicado en EL PAÍS, 12/12/2006):
Pese a que no cabe duda de que su cuerpo, comprobadamente mortal, ya no envilece con su respiración el aire de mi país, temo que el dictador que malgobernó Chile durante tantos años no vaya nunca a extinguirse de esta tierra. Para exorcizarlo definitivamente hubiera sido necesario que concluyera cada uno de los innumerables procesos por tortura y secuestro, por robos y asesinatos, que se le seguían en los tribunales chilenos; hubiera sido necesario que a Pinochet se le forzara a mirar, una tras otra, la cara de los familiares de los hombres y mujeres que hizo desaparecer; hubiera sido crucial que aliviase de alguna manera mínima el irreparable y múltiple dolor que infligió. Hubiera sido necesario que se quedase solo en la muerte en vez de que un tercio cómplice, recalcitrante y autoritario de la población chilena llorara su partida y exigiera duelo nacional; tendría que haberse quedado solitario y frío en la muerte, lamentado únicamente por sus parientes más cercanos y sus amigos íntimos. Pero es tal el recelo y la influencia que todavía genera este tirano supuestamente muerto, ha torcido de tal manera el sentido común de la República y logrado confundir de tal manera la ética de los políticos chilenos, que el Gobierno democrático decidió, en forma indigna y vergonzosa, que la ministra de Defensa, Vivian Blanlot, asistiera oficialmente a los ritos fúnebres. ¡Un Gobierno presidido por una mujer, Michelle Bachelet, a la que el general Pinochet encarceló y atormentó y a cuyo padre hizo matar! ¡La ministra de Defensa de un Chile democrático participando en un homenaje a un terrorista internacional que hizo ultimar a los tres ministros de Defensa de Salvador Allende, el hombre que asesinó a José Tohá en un calabozo chileno y a Orlando Letelier en una calle en Washington y al ex comandante en jefe del Ejército chileno Carlos Prats González en una desamparada avenida de Buenos Aires!

Y, sin embargo, a pesar de estos desconsoladores signos de la permanencia y poderío del general más allá de la muerte, también siento que algo ha cambiado categóricamente en mi país. Lo saben miles y miles de chilenos que festejaron en forma espontánea la noticia de la partida del general Pinochet de este mundo como si se tratara, no de una extinción, sino de un alumbramiento. Danzando en las calles de Santiago ellos repetían una palabra incesantemente: la palabra sombra. Se fue la sombra, decía un hombre y decía una mujer sin haberse puesto de acuerdo, susurraban unos y otros y todos. La sombra, la sombra, ya no cae la sombra de Pinochet sobre nosotros. Como si los mil demonios de una plaga hubiesen sido lavados del territorio nacional, como si entendiéramos que nunca más el miedo, nunca más el helicóptero en la noche, nunca más la sombra impura y poluta. Para estos celebrantes, la mayoría de ellos jóvenes, algo se había quebrado para siempre en el momento en que dejó de latir el corazón hosco e impenitente de Augusto Pinochet. Se habían pasado la vida, nos hemos pasado la vida, imaginando este momento, este día en que la oscuridad retrocede, este diciembre en que queda un país limpio. Este instante en que ya no podremos culpar al dictador de todo lo que va mal, todo lo que se enrosca, todo lo que entristece y frustra. Este instante en que no tendremos ya nunca más a Pinochet como horizonte perverso.

¿Ha muerto de veras el general? ¿Dejará alguna vez de contaminar cada espejo esquizofrénico de la vida nacional? ¿Dejaremos de ser alguna vez un país dividido? ¿Acaso tendrá razón aquella madre futura, encinta de siete meses, que saltaba de alegría en el centro de Santiago cuando proclamó a los cuatro vientos que ahora todo iba a ser diferente porque su hijo iba a nacer en un Chile sin Pinochet?

La batalla por el alma de mi país recién comienza.
  • Una lección bien aprendida/Jorge Edwards
Publicado en EL PAÍS, 12/12/2006):

La Plaza Italia de Santiago de Chile, límite entre el centro de la ciudad y los sectores del oriente precordillerano y de más altos ingresos, ha sido invadida por los enemigos de Augusto Pinochet. Hay grupos que celebran con champaña, gente que salta y que canta, fotografías de Salvador Allende, banderas chilenas y de los partidos socialista y comunista, mezcladas con alguna bandera venezolana, boliviana, argentina. Todas flamean al viento primaveral, en medio del bullicio; la emoción es compartida, solidaria, profunda, y podríamos agregar que tranquila. Una joven periodista de la televisión, hija y nieta de abogados comunistas, se exhibe encima de una camioneta envuelta en el pabellón tricolor.
La desaparición del general Pinochet es una fiesta popular, con ribetes folclóricos, pero más pacífica, por lo menos hasta este momento, que los triunfos del equipo de fútbol de Colo Colo. Lo que llama la atención es lo siguiente: que muchos de los gritos están dirigidos contra Lucía Hiriart, la viuda. Algunos piden que devuelva el dinero que se robaron, que “nos robaron”. Otros esperan que llegue pronto el turno de ella.

Los partidarios del general, que han salido en buen número de sus madrigueras y que se reúnen en las calles adyacentes al Hospital Militar de Santiago, lloran en forma histérica y exhiben fotografías de su ídolo en uniforme de gala. Aquí hay una característica que se repite: atacan a los periodistas con furia, a botellazos y pedradas. Parece que el desprestigio mundial del dictador se debe a la prensa, o a dos bestias negras conjugadas, a dos conspiraciones: la del comunismo y la de los medios internacionales.

Todavía no tenemos noticias sobre los funerales, decisión en apariencia difícil, y que el Gobierno, hasta el momento en que escribo estas líneas, no ha dado a conocer. Pero me imagino que se hará un funeral con honores de comandante en jefe del Ejército y con asistencia de la ministra de Defensa. Más no se justificaría. Pinochet fue jefe de Estado de hecho, reconocido así por buena parte de la comunidad internacional, pero no llegó a la presidencia de la República por los caminos que indicaba la Constitución política vigente. Fue un producto de la fuerza, de la coyuntura histórica, de la anarquía económica y social que había llegado a imponerse en los últimos meses del régimen de Salvador Allende, factores que explican su aparición dentro del horizonte político chileno. Pero una explicación no alcanza a ser una justificación, y esto tendríamos que entenderlo ahora nosotros mismos.

Mi impresión personal es que la emoción, el rebrote de la polarización, de la guerra civil larvada, que estuvieron en las raíces del drama chileno, durarán pocos días y darán paso a otra cosa.
Casi fui agredido, una hora después de conocerse la noticia, en el ascensor de mi edificio por un joven violento, absolutamente alterado, que sostenía que los muertos de la dictadura se podían contar con los dedos de la mano, que habían sido demasiado pocos, pero pienso que quizá salir al exterior con la noticia tan fresca suponía una imprudencia. En todo caso, las emociones de ambos extremos pasarán, los sectores equilibrados, racionales, democráticos, asomarán a la superficie a fines de la semana, y la posibilidad de que Chile se transforme en una democracia desarrollada, bien incorporada al siglo XXI, será mucho más sólida, más visible, dentro de pocos días.
La muerte del general nos ayudará mucho, en esta periferia del mundo occidental, a superar y a cancelar de una vez por todas la guerra fría. No es poco decir. Es una manera de mirar el momento con optimismo. Y esta superación de toda una época, esta salida de los anacronismos, será útil para nosotros y podría convertirse en un modelo para la región. También hay que salir del anacronismo en Bolivia, en la guerrilla colombiana, en la Venezuela de Hugo Chávez, y hasta en Brasil y México. De una vez por todas.

Augusto Pinochet Ugarte estuvo muy lejos de ser un personaje excepcional. Le tocó estar colocado en circunstancias históricas excepcionales, pero esto es enteramente diferente. En los últimos días de Allende, fue el último de los jefes militares importantes en decidirse por el golpe de Estado; actuó en los primeros momentos con inseguridad, con suma precaución, con probable miedo, pero cuando ya no hubo retroceso posible, fue el más cruel y el más extremo de todos.
Augusto Pinochet Ugarte entró a la Escuela Militar de Santiago en su adolescencia, pocos días después de la caída de la dictadura del general Carlos Ibáñez, en momentos en que los militares no podían usar el uniforme en las calles, en que la profesión de las armas era la más desprestigiada del país. Esto, para decir lo menos, revela una vocación a contracorriente, a toda prueba. Fue un profesional, un hombre de cuartel, un aficionado a las artes marciales. Hizo clases de geopolítica en la Academia de Guerra y le regaló un manual de autoría suya de esta disciplina, al final de su larga y desafortunada visita a Chile, a otro comandante de terquedad parecida, pero de ideas muy opuestas, Fidel Castro Ruz.
La ferocidad de la represión pinochetista sólo se puede entender de una manera. El general tenía un miedo visceral de que la guerrilla, apoyada por el castrismo y que florecía en los años setenta en Colombia, en el Perú y Argentina, en casi toda América del Sur, se instalara en Chile. A fines de 1978, cuando hubo peligro real de guerra entre Argentina y Chile, maniobró con tranquilidad, con astucia, y consiguió que la mediación papal, manejada por el cardenal Samoré con inteligencia florentina, evitara el conflicto.

No es fácil entender en todos sus matices los mecanismos mentales, sociales, de todo orden, que llevaron al Gobierno de Pinochet a imponer en Chile una economía abierta, de mercado, que seguía en su línea gruesa los postulados del recién fallecido Milton Friedman y de los economistas de la Universidad de Chicago. Fue, en su época, un cambio económico revolucionario, para bien y para mal, y que exigió decisiones radicales, endiabladamente difíciles. El general dio su apoyo a los economistas y los empresarios neoliberales sin la menor vacilación, en un proceso interno que no se conoce en todas sus vueltas. Muchos juristas de prestigio, miembros del centroizquierdismo actual, sostienen que todas o casi todas las privatizaciones de aquellos días fueron ilegales. De ahí, de ese proceso de privatización a tambor batiente, salieron muchas de las nuevas fortunas del Chile de ahora. La fórmula, probablemente ilegal, fue sin duda inmoral, pero el funcionamiento más o menos bueno de la economía chilena de estos días tiene esos orígenes. A veces no conviene escudriñar demasiado en el pasado, y a veces los malos pasos iniciales reciben al cabo de los años la absolución histórica.

Los robos de Pinochet y de su familia, la cuestión escabrosa y vergonzosa de las cuentas del Banco Riggs, han sido un capítulo más reciente. Han sido, para decir lo menos, el desenlace turbio de una historia personal oscura. Muchos personajes pinochetistas de toda la vida, que no se habían escandalizado con el detalle de los crímenes, se rasgaron las vestiduras al conocer los latrocinios. El asunto tiene su sentido: el crimen se presentaba como una necesidad, por monstruoso que esto parezca. Era la razón de Estado clásica frente a la deleznable corrupción. El general había querido proteger la retirada suya y la de su familia con un colchón de dinero. Él sabía lo que le esperaba si tenía que abandonar el poder. En estos últimos días, desde el hospital, le dijo a su familia que prefería que cremaran su cadáver y esparcieran sus cenizas para que sus enemigos no profanaran su tumba.

En su final, sus antiguos colaboradores y amigos de derecha, salvo excepciones, han preferido no dar la cara. Han sido prudentes, oportunistas. Aunque parezca extraño, el pinochetismo que ha salido a la calle es más bien populachero, de nivel francamente bajo. Y se ha manifestado con lágrimas y con insultos, con irrefrenable grosería. En resumidas cuentas, la muerte del general ha sido una nueva lección, y podría convertirse, para tirios y troyanos, para chilenos y no chilenos, en una lección bien aprendida.
  • Pinochet, sin razón y sin honor/J. J. Armas Marcelo, escritor
Periódico ABC, 12/12/2006);
Cuando cedió la presidencia de la República de Chile a su sucesor Frei Ruiz-Tagle en el gobierno de la Concertación Democrática, Patricio Aylwin pudo contar un episodio que describe el estado de «democracia tutelada» en el que se encontraba su país tras las primeras elecciones presidenciales, el 11 de diciembre de 1989.

En su «nueva Constitución», Pinochet se había reservado la jefatura de los Ejércitos y miraba de reojo, desde su despacho del Cuartel General, cualquier deriva del recién llegado inquilino del Palacio de la Moneda. Esa era su manera de vigilar el nuevo proceso democrático. El presidente Aylwin se atrevió a cruzar el espacio abierto, la calle, que separa, uno del otro, los dos edificios públicos. En uno, La Moneda, reingresaba el poder civil; en el otro, reinaba el rencor del poder militar encarnado en Augusto Pinochet. «¿Cómo está de las rodillas, presidente?», le preguntó Pinochet una vez que se saludaron en su despacho. Aylwin contuvo su sorpresa y contestó que se sentía muy bien de salud. «¿Y las rodillas?», insistió el dictador. Y sin dejar que el interrogado contestara, le recomendó que cuidara mucho sus rodillas. «Cuando los subordinados ven que al mando le flojean las rodillas», le recomendó jovialmente Pinochet, «se le suben a uno a las barbas y… ese es el principio del fin».
Omar Torrijos, le recordé a Sealtiel Alatriste cuando me contó esta anécdota de Aylwin y Pinochet, lo decía de otra manera y en otras circunstancias: «El que se aflige, se afloja». Pinochet, por su parte, alardeaba del lema que como hombre y militar había grabado en su sable cuando salió de la Academia: «No lo saques sin razón y no lo envaines sin honor». Pero desde el 11 de septiembre de 1973, el día que dio el golpe de Estado, hasta el pasado domingo, 10 de diciembre de 2006, fecha de su muerte en Santiago de Chile, Augusto Pinochet había perdido la razón y, finalmente, murió sin honor. Tres mil muertos y desaparecidos, además de treinta mil torturados y encarcelados, le quitaron la sinrazón del golpe de Estado. Y una cuenta secreta de bastantes millones de dólares en la banca norteamericana Riggs, procedente de robos a la fiscalidad chilena y enjuagues y tráfico de armas, lo dejaba sin honor ante sus conciudadanos, incluso ante aquellos que todavía seguían creyendo que Pinochet había tenido razón en el golpe contra el gobierno constitucional de Salvador Allende. Millones de chilenos, y ciudadanos de otras partes del mundo, creemos sin embargo que tanto la razón como el honor los había perdido desde el momento en que se sumó, bien que al final del principio, al golpe de Estado que terminó encabezando junto al almirante Toribio Merino, el entonces jefe de la Fuerza Aérea, el general Leigh, y el general César Mendoza, jefe de la Policía.

Pero ¿cuándo comenzaron a «fallarle las rodillas» al dictador chileno? El 21 de septiembre de 1976, mataron a Orlando Letelier en Washington. El coche del ex canciller chileno, uno de las tres personas a las que se atribuyó durante los primeros años de la dictadura la capacidad efectiva para crear un gobierno chileno en el exilio (los otros dos eran Carlos Prats y Bernardo Leighton), saltó por los aires. En el atentado murió también su secretaria Ronnie Moffit y su marido quedó herido. El entonces coronel Contreras negó que la DINA, de la que era director, ni nadie del gobierno chileno hubiera tenido nada que ver. «Fue la CIA», le dijo a Pinochet. Para entonces el general Prats había sido asesinado en Buenos Aires y en los dos atentados mortales aparecía la mano directa de Michael Vernon Townley Welsh, agente de la CIA al servicio de la DINA, casado además con la escritora chilena Mariana Callejas, en cuyo chalé de Lo Curro, en julio de 1976, un teniente de veintitrés años, que responde a las iniciales de G. S., mató entre torturas al español Carmelo Soria. Si todavía no las rodillas, el asesinato de Letelier le costó a Pinochet el apoyo del Gobierno estadounidense.
El domingo 7 de septiembre de 1986, a las 18.50, los integrantes del comando del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, que llevaría a cabo la Operación Siglo XX, convirtieron la ruta G-25 en un infierno. Pinochet sufrió un atentado del que escapó con vida gracias a la pericia del chófer de su automóvil. Cinco escoltas murieron y otros doce quedaron gravemente heridos. Pero el dictador escapó con vida y la represión se renovó en todo el país, especialmente en Santiago y desde esa misma noche. Tal vez ahí, en ese encuentro frustrado con su muerte, le fallaron las rodillas a Pinochet.Tendría que ser el 5 de octubre de 1988, el día del referéndum en el que los chilenos dieron una lección de libertad al mundo entero, cuando de verdad comenzaron a fallarle a Pinochet las robustas rodillas de las que seguiría empero jactándose un año después ante el presidente electo Patricio Aylwin. Casi un 60 por ciento de los chilenos le dijeron con razón y honor ese día que no a su persona y régimen dictatorial, y daban paso a la democracia y al calvario por el que justamente comenzaba a transitar la vida pública y privada del dictador Pinochet.
Diez años más tarde, el 16 de octubre de 1998, sus rodillas se quebraron del todo en Londres, cuando el juez Garzón consiguió que Scotland Yard lo detuviera bajo la acusación de genocidio y lo retuvieran en la capital inglesa durante un año y medio, fecha en la que fue trasladado a Santiago de Chile, paradójicamente «por razones humanitarias». Pero ya en Chile, al juez Guzmán Tapia no le temblaron las rodillas ni le faltó razón de conciencia ni honor de ciudadano para procesarlo por más de doscientas querellas que habían sido presentadas contra el viejo dictador. Y en el año 2004, le estalló en sus rodillas, y en lo que él y sus gentes creían que le quedaba de razón y honor, una bomba informativa procedente de los Estados Unidos: Pinochet fue acusado de robar a la Hacienda chilena unos millones de dólares, en un país donde los ex presidentes tienen por costumbre volver a la misma casa que vivían antes de asumir el máximo cargo de la República de Chile.
En mi último viaje a Chile, en octubre de este mismo año, durante la celebración de la Feria del Libro en Santiago, hice un aparte con el juez Guzmán Tapia y el novelista Jorge Edwards para tomarnos un café en la Estación Cultural Mapocho. Hablamos de las memorias del juez, testimonio personal que publicó en España Jorge Herralde, en Anagrama. Hablamos de Chile. De los cambios democráticos de Chile. Hablamos con elogios de Ricardo Lagos, que había presentado horas antes las obras completas del nonagenario poeta Nicanor Parra. Y hablamos de Pinochet. Les conté la anécdota que me había relatado años atrás Sealtiel Alatriste. «Va a morir sin razón y sin honor», les dije al final del café en la Estación Mapocho. «Y de rodillas», añadió Edwards con humor ciertamente inglés.
  • Pinochet y Castro/ Bernard-Henri Lévy

Tomado de EL MUNDO, 12/12/2006):


Por fin. Esta vez, Augusto Pinochet se murió de verdad, en su cama, tranquilamente, llevándose a la tumba sus crímenes y el secreto de sus crímenes.
Amargura de los supervivientes. Tristeza de los hijos y las hijas de las víctimas, que saben, como Michelle Bachelet, la actual presidenta del país, que el hombre que destrozó sus vidas ya no podrá responder, jamás, de sus atrocidades.

Y derrota, una vez más, de esa justicia internacional que, a pesar de la testarudez de algunos, a pesar del juez Baltasar Garzón, a pesar del juez Juan Guzmán, a pesar de las asociaciones chilenas y extranjeras de defensa de la democracia, ha sido humillada e, incluso, burlada, por una defensa tanto más potente cuanto sabedora de que contaba con poderosos aliados apenas disimulados.


Ay de las condolencias de una Margaret Thatcher, queriendo dejar claro, sin avergonzarse por ello, de que la ayuda de los servicios secretos chilenos durante la guerra de las Malvinas bien valía, para ella y para los suyos, unos cuantos miles de ajusticiados, torturados hasta la muerte y asesinados.

Ay del vociferante silencio de un ex secretario de Estado y Premio Nobel de la Paz, al que todos conocemos y que él mismo sabe -al menos, después de la película de Christopher Hitchens El Proceso de Henry Kissinger, que le sigue por todas partes, como una sombra, como un remordimiento- que pesan sobre él serias sospechas de complicidad con la que será durante mucho tiempo una de las más sangrientas dictaduras de Latinoamérica.

Pinochet impune. Pinochet apagándose así, dulcemente, rodeado de los suyos, en paz, en el día -¡oh símbolo!- internacional de los Derechos Humanos, es una vergüenza para Chile, para el mundo y para todos nosotros.

Y, además, es la mejor noticia del año para todos los Mladic, Karadzic y demás Mengistus [Haile Mariam, dictador de Etiopía], para esos serial killers con galones, nunca realmente amenazados, que pasan sus días apaciblemente. Uno, en un monasterio griego. El otro, en casa de su amigo el [presidente de Zimbabue Robert] Mugabe. Todos alegres y conscientes del mensaje que les transmite la muerte en paz de Pinochet. A los que se escandalizan, como yo, de esta impunidad de un asesino de Estado, les advierto que hay otro dictador que está a punto de sufrir la misma suerte y que, en contra de lo que le pasó a Pinochet, ni siquiera ha sido objeto de un intento de inculpación. Este otro dictador se llama Fidel Castro. Su reino habrá durado no 17, sino 50 años. Un reino que presenta un balance del que lo menos que se puede decir es que, a fin de cuentas, aguanta perfectamente la comparación con el de su rival y gemelo fallecido.

Cien mil prisioneros políticos experimentaron, en un momento u otro, su Gulag versión tropical. Entre 15.000 y 17.000 fusilados (frente a los 3.200 asesinados y 28.000 torturados en Chile), cuyo único pecado fue oponerse, más o menos abiertamente, a la línea o, a veces, al capricho del Líder máximo omnipotente.

Cientos de miles de exiliados (un número parecido al de los exiliados chilenos), obligados a irse a vivir a Miami o a otras partes, so pretexto de que eran judíos, o cristianos, o homosexuales, o simplemente demócratas y creyentes en las virtudes de la prensa libre. Sin hablar de las decenas de miles de balseros que se ahogaron intentando escapar, en lanchas de fortuna, de este infierno en la tierra, en que se convirtió, desde muy pronto, la isla de Cuba.

Sé que las cifras -extraídas especialmente del Libro negro del comunismo, dirigido por el profesor del Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CRNS) Stephane Courtois- no lo dicen todo. Y entiendo que haya que evitar, por la claridad del análisis, lo que algunos llaman la tentación de la «amalgama».

Y sin embargo, los hechos son los que son y ahí están. Así como la evidencia del crimen. Y la incoherencia de esas almas pías, de las que estoy dispuesto a apostar que se agolparán, llegado el momento, en las exequias del monstruo sagrado, con la misma energía con la que, hoy, deploran el fracaso de la Justicia en lo que al Caudillo chileno se refiere. ¡Vamos ya, camaradas y amigos! ¡Un poco de coherencia! ¡Un pequeño esfuerzo, por favor, si quieren ser realmente demócratas y republicanos! Os queda, nos queda todavía un poco de tiempo para, como homenaje a todos los ajusticiados de todas las dictaduras de Latinoamérica, desear que Fidel Castro comparezca ante un tribunal por sus crímenes.

Os queda, nos queda un tiempo ya muy corto para reafirmar que ser de izquierdas, hoy en día, a comienzos de este siglo XXI, es tratar de la misma manera a Pinochet-el-facha que a Castro-el-rojo. Y acabar, de una vez por todas, con el sucio teorema contra el que ya advertía Albert Camus: buenos y malos muertos, víctimas sospechosas y verdugos privilegiados.

Esto es un test. Un auténtico test. Por mucho que los dos dictadores, el de La Habana y el de Santiago de Chile, sean dinosaurios y supervivientes de la edad antigua, nos ofrecen, sí, en la manera en la que reaccionamos y reaccionaremos a la desaparición de uno y del otro, la oportunidad para que cada cual verifique la situación de sus reflejos, de sus nervios, de su sensibilidad y de su cultura política.

Nos esperan otras citas. Con otros tipos de barbarie más modernas, más inesperadas, ante las que nos cantarán la misma cantinela presuntamente progresista y antiimperialista. Será una oportunidad de oro para ver si hemos aprendido, o no, las lecciones de la ecuación Castro-Pinochet.

  • Se retiró a pasitos/Antonio Skármeta, escritor chileno

    Tomado de EL PAÍS, 12/12/2006):

En los momentos cúspides de su poder Pinochet solía imaginar cientos de conspiraciones en su contra organizados por los “siñores políticos”. Por algún motivo extraño, acaso dental o estilístico, no podía decir correctamente la palabra señores. Para demostrar que los “siñores políticos” querían destruir la libertad y el orden que él representaba en un célebre discurso pronunciado en el conservador Club de la Unión se convirtió en un promotor de la lectura revolucionaria: “Hay que leer a Lenin, siñores”. Bastaría leer a “Linin”, afirmó, para que todas las tácticas terroristas de sus adversarios quedaran claras. No se equivocaba. Fueron los “siñores políticos” chilenos de todas las tendencias,unos primero, otros muchos después, quienes terminaron por disolver al antiguo hombre fuerte en el fetiche de una docena de ancianas.


Me imagino que esto es lo que estará en boga en la prensa hoy día: el dictador Pinochet murió políticamente antes de su muerte física. Para usar una imagen muy folklórica en Chile, el choclo, que es una pieza de maíz, se le fue desgranando poco a poco. Al final le quedaron tan pocos aliados como dientes en la boca. Esa es su derrota.

En la medida que desde 1989 se restituyó la democracia en Chile los políticos que lo apoyaban, para hacerse compatibles con las nuevas reglas del juego se fueron distanciando sin remilgos del general.

Ya en el plebiscito que lo sacó del gobierno en 1988 el connotado empresario derechista Sebastián Piñera votó contra él. Pero la novedad de este año fue que el líder del sector más conservador de la derecha, Joaquín Lavín, que perdió con el 48% de los votos la presidencia contra el socialista Ricardo Lagos el 2000, también se desmarcó del general. Movimiento tardío, pero el hombre, que aún mantiene esperanzas de aglutinar fuerzas para ser algún día presidente, estimó oportuno aplicarse una dosis fuerte de despinochetización.

Con justa razón una compungida dama pinochetista que se acercó al hospital donde agonizaba su ídolo, desplegó un artesanal cartel acusando: “Derecha dormida, Pinochet te salvó la vida”. Si con la excepción de esta dama que sostenía su cartelito sufriendo estoica los 32 grados primaverales, nadie más, aparte de su familia, llora por Pinochet, ¿se puede entonces dar por buena la frase de que Pinochet murió antes de morir?

Lo cierto es que ese cartelito no es lo único que queda de él en Chile. Pinochet fue determinante, con el estilo de su retirada, en el carácter prácticamente de “unidad nacional” que el gobierno chileno tiene hoy . Aparte de cuestiones, aquí llamadas valóricas, como el aborto, la eutanasia, la píldora anticonceptiva, acerca de todos los otros temas reina un consenso básico entre gobierno y oposición, sobre todo en torno a la economía que mueve a este país. Tanto los presidentes socialistas, como los anteriores democratacristianos, fueron ovacionados por los empresarios.

El hombre fue retirándose a pasitos. Cuando el pueblo lo rechazó en el plebiscito de 1988, se reservó el título de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Cuando terminó su mandato militar que le daba esa Constitución que él mismo se había mandado hacer a la medida, se hizo designar senador vitalicio de la República. Y acaso aún hoy estaría en ese escaño parlamentario, si no hubiera tenido la peregrina idea de viajar a Londres, donde la disposición alerta del juez español Garzón lo hizo detener invocando sus reiteradas violaciones a los derechos humanos.

El mundo aplaudió con júbilo: por fin un dictador de la calaña de Pinochet, en cuyo régimen se hizo desaparecer personas, se torturó, se fusiló indiscriminada y arbitrariamente, se expulsó a decenas de miles de sus trabajos, se provocó el exilio de cientos de miles, podía ser juzgado lejos de la protección de sus camaradas de armas.

La alegría duró poco: el mismo Gobierno chileno democrático, compuesto por quienes habían sido perseguidos por Pinochet, oficiosamente actuó ante las autoridades inglesas para conseguir que al anciano “enfermo y moribundo” se le devolviera a Chile donde sería juzgado.

Cuando pisó territorio nacional en el aeropuerto de Santiago y vio que era recibido con sones marciales por sus compañeros de armas, se levantó cual Lázaro de la silla de ruedas y caminó a abrazar a su sucesor en el mando de comandante en jefe de Santiago. Un periódico ironizó con un genial titular que aludía a un film de moda con la actuación de Sean Penn: “Hombre muerto caminando” (Dead man walking).

Efectivamente se le hicieron variados cargos y la mayoría de ellos están aún en proceso. Un día lo condenaban, otro día lo absolvían, un día tenía buena memoria, otro día olvidaba. Entre tanto, aquellos chilenos que aún preferían ignorar los daños que había hecho tuvieron que convencerse que su ídolo había sido un baluarte contra los comunistas, pero no contra la corrupción: no sólo se exhibieron ante la opinión pública las atroces violaciones a los derechos humanos, sino que se develó una serie de cuentas secretas que lo implicaron en juicios de corrupción.

El dictador tuvo la buena idea de ausentarse de las sesiones del Senado. Pero si algunos de sus secuaces desembocarán a la larga en la cárcel, Pinochet en persona no la conoció: temporadas de arresto domiciliario en su mansión, breves pasantías en el Hospital Militar.Digámoslo claramente, la democracia chilena nunca tuvo fuerza para encerrar a Pinochet. Mejor aún, digámoslo aún un poco más claramente, la democracia chilena nunca quiso encerrar a Pinochet.

Esta ambigüedad es acaso, paradójicamente, la más sublime estrategia de consolidación de una unidad nacional que explica la destacada y celebradísima estabilidad

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