22 feb 2007

El artículo de Moisés Naím



  • Ayuda sin escrúpulos/Moisés Naím, director de la revista Foreign Policy
Publicado en EL MUNDO, 20/02/2007);
A mi amigo se le notaba visiblemente afectado. Acababa de enterarse de que había perdido a uno de sus clientes en favor de unos competidores chinos. «Es asombroso -me decía-, los chinos nos han echado completamente del mercado. No tenemos ninguna posibilidad de competir con lo que ellos son capaces de ofrecer».
No hay nada sorprendente en este fenómeno, por supuesto; cada día se pierden puestos de trabajo en la industria manufacturera a favor de China. Lo que ocurre es que mi amigo no está en la industria manufacturera; trabaja en la ayuda al desarrollo.
Su caso va de trenes en Nigeria. El Gobierno nigeriano administra tres líneas de ferrocarril que son famosas por su corrupción y su ineficacia.
Encima, se están cayendo a pedazos. El Banco Mundial, que es donde trabaja mi amigo, propuso al Gobierno nigeriano un proyecto basado en la observación, de sentido común, de que no tenía ningún sentido prestar dinero a los nigerianos si al mismo tiempo no se ponía coto a la corrupción que había paralizado esas líneas ferroviarias. Al cabo de varios meses de negociaciones, el Banco y el Gobierno de Nigeria llegaron a un acuerdo sobre un proyecto valorado en cinco millones de dólares -algo más de 3,8 millones de euros- con la condición de que se permitiera a unas compañías privadas participar en él y ayudar a hacer una buena limpieza en los ferrocarriles.
Sin embargo, justo cuando el acuerdo estaba a punto de firmarse, el Gobierno chino ofreció a Nigeria la suma de nueve mil millones de dólares -cerca de siete mil millones de euros- para reconstruir por completo la red de ferrocarriles, sin concursos, sin condiciones y sin necesidad de acometer reformas. Fue entonces cuando mi amigo hizo las maletas y se fue al aeropuerto.
No se trata de un caso aislado. En los últimos años, regímenes muy ricos pero no democráticos han empezado a cargarse la política de desarrollo con sus propios planes de ayuda. Podemos llamarla ayuda sin escrúpulos. Se trata de ayuda al desarrollo que no es democrática en su origen ni transparente en su ejecución y cuyo efecto más habitual es terminar con el auténtico progreso al tiempo que perjudica a los ciudadanos.
China está patrocinando activamente acuerdos de este tipo por toda Africa; su contribución a la financiación de carreteras, centrales eléctricas, puertos y obras por el estilo ha saltado de los 700 millones de dólares en el año 2003 a cerca de los 3.000 millones de dólares en cada uno de los dos últimos años. En realidad, se trata de una estrategia a escala mundial.
Pekín ha llegado al acuerdo de ampliar la red eléctrica de Indonesia en cuestión de meses. Para colmo de males, el acuerdo exige la construcción de diversas centrales que funcionarán con tecnología china basada en el carbón, enormemente contaminante. Ningún organismo internacional habría suscrito un acuerdo tan perjudicial para el medio ambiente.
En Filipinas, el Asian Development Bank, que presta dinero a tipos de interés bajo a países pobres, había llegado al acuerdo de financiar un nuevo acueducto en Manila. También de la noche a la mañana se le comunicó que ese dinero ya no era necesario. China ofrecía un tipo de interés aún más bajo, una tramitación más rápida y hacía menos preguntas.
¿Qué es lo que hay detrás de esta repentina decisión de los chinos de ir haciendo el bien por todo el mundo? Hay tres respuestas rápidas que son dinero, política internacional y acceso a materias primas. El Banco Central de China acumula la reserva de divisas extranjeras más grande del mundo, con un volumen total de más de 800,000 millones de euros. Pekín está utilizando cada vez más ese dineral, contante y sonante, para garantizarse el acceso a materias primas e incrementar la creciente influencia de China en el mundo. ¿Qué mejor que un programa generoso de ayuda exterior para ganarse la buena voluntad de una potencia petrolera como Nigeria o de un vecino sobrado de recursos naturales como Indonesia?
No es China el primer país que hace de la ayuda exterior una palanca para promover sus intereses fuera de sus fronteras. La Unión Soviética y los Estados Unidos se dedicaron durante muchas décadas a conceder ayudas al desarrollo a dictadores a cambio de su lealtad. Incluso hoy mismo, la generosidad de Estados Unidos con Egipto y Paquistán tiene sus raíces en los cálculos geopolíticos.
Sin embargo, a partir de los años noventa la ayuda exterior había comenzado a mejorar, poco a poco. El ojo vigilante de los medios de comunicación había cubierto de vergüenza a muchos países desarrollados hasta hacerles rectificar sus malas prácticas. A día de hoy, los proyectos de organismos como el Banco Mundial están sometidos a la inspección meticulosa de grupos de vigilancia. Aunque el sistema está lejos de ser perfecto, no cabe ninguna duda de que es más transparente de como lo era cuando la ayuda exterior se destinaba por pura rutina a ayudar a que dictadores implacables se mantuvieran en el poder.
Tampoco es China el único régimen que ofrece ayuda sin ningún tipo de escrúpulos. El presidente Hugo Chávez no se ha recatado lo más mínimo a la hora de emplear el dinero del petróleo de su nación para reclutar aliados en el exterior. De hecho, el embajador de Venezuela en Nicaragua, al explicar los generosos paquetes de ayuda que su país destina a esta zona del mundo, anunció sin morderse la lengua que «aspiramos a infectar Latinoamérica con nuestro modelo».
La ayuda financiera de Chávez a Cuba supera con mucho lo que la isla recibía de Leónidas Brezhnev durante los buenos tiempos del comunismo soviético y ha frustrado las esperanzas de una apertura en Cuba como corolario de la desaparición de Fidel Castro y de la bancarrota de la isla. Por culpa del salvavidas artificial que les ha echado el señor Chávez, los cubanos se van a ver obligados a esperar todavía por más tiempo esas reformas indispensables que aportarán a su sociedad oportunidades de una prosperidad y una libertad auténticas.
La ayuda de los iraníes a Hamas en Palestina y a Hizbulá en el Líbano ha hecho que aumente posiblemente la influencia de Irán en la zona, pero está perjudicando a la población de esos países por la misma razón por la que la ayuda venezolana perjudica a los cubanos. Otro tanto puede decirse del patrocinio que Arabia Saudí vuelca en escuelas religiosas de países como Paquistán, que lo que precisamente no hacen es dotar a sus estudiantes de la formación que necesitan para encontrar un puesto de trabajo.
Podrá alegarse que los estudiantes están a buen seguro mucho mejor yendo a una escuela, la que sea, que vagando por las calles. Ahora bien, ¿por qué han de ser ésas las únicas opciones? ¿Por qué no pueden los saudíes financiar centros educativos, los chinos pagar ferrocarriles y redes eléctricas y los venezolanos ayudar a la economía de Cuba sin perjudicar de rebote a los paquistaníes, nigerianos y cubanos pobres? Porque el objetivo de los donantes no es ayudar al desarrollo de esos otros países; más bien, lo que pretenden es actuar en beneficio de sus propios intereses, imponer sus prioridades políticas o incluso forrarse los bolsillos. Los proveedores de ayuda sin escrúpulos no albergan la menor preocupación por el bienestar a largo plazo de las poblaciones de los países a los que prestan su ayuda.
Estados como China, Irán, Arabia Saudí y Venezuela tienen dinero fresco y la voluntad de reconfigurar el mundo para hacer de él un lugar muy diferente de aquél en el que queremos vivir. Cuando promueven su modelo alternativo de desarrollo, estos Estados valoran sus programas de ayuda a precios por debajo de los reales precisamente en las áreas en las que más falta hacen.
En lugar de programas de ayuda, estos donantes sin escrúpulos lo que ofrecen es su respaldo a un mundo que es más corrupto, caótico y autoritario. Esta clase de ayuda no va en interés de nadie, salvo en el de los faltos de escrúpulos.

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