Publicado en EL PAÍS, 01/11/09;
Desde siempre he sabido que las mujeres tenemos una vida más larga que los hombres. Lo oí desde niña, y también me explicaron que esto se debía a que las mujeres, dado que no trabajábamos (o, por lo menos, no trabajábamos fuera de casa, en profesiones estresantes y de responsabilidad), consumíamos menos energía y nuestro organismo sufría un desgaste mucho menor. Siempre lo di por bueno.
En efecto, si una máquina se utiliza poco, tiene por lo general más duración que si está a tope muchas horas. Vivíamos más porque no dábamos golpe, y lo malo era que, al integrarnos cada vez más en el mundo del trabajo, íbamos a perder una de las pocas ventajas de las que disfrutábamos, íbamos a morir más jóvenes y nuestra longevidad se equipararía a la de los varones.
Han transcurrido muchos años y las cosas no han ido por este camino. Cada vez son más las mujeres que trabajan -incluso en profesiones tan intensas y absorbentes como la política o los altos cargos de las grandes empresas, donde están presentes las dos máximas ambiciones del ser humano de hoy: el poder y el dinero- y es posible que anden estresadísimas, que sobrevivan a base de ansiolíticos y antidepresivos, pero la verdad es que no por ello mueren antes, ni siquiera las deteriora la mala conciencia de que por su culpa no pueda yo seguir citando (mi hermano Óscar, implacable y para mí utilísimo Pepito Grillo, me advirtió que estaba haciendo el ridículo) aquella frase que me gustaba tanto, según la cual el día que mujeres ineptas e incapaces ocuparan cargos de responsabilidad se habría logrado la igualdad entre los sexos.
¡Dios mío, si habremos visto mujeres incompetentes, ignorantes y estúpidas y nefastas ocupando cargos de poder! Y lo habrán hecho muy mal, y desde luego no se ha logrado la paridad con los varones (a partir de ahora puedo decir que la igualdad entre los sexos se habrá empezado a lograr cuando se equiparen los salarios), pero seguimos viviendo más que ellos. Es fácil comprobar que habitamos un mundo lleno de viudas.
Hace muy poco tiempo, unos meses, supe la verdadera razón de que las mujeres fuéramos más longevas. Y resultó ser la opuesta a aquella que yo había aceptado como buena desde niña.
Lo descubrí por casualidad, en una conferencia sobre el cerebro que dio el neurólogo que maneja con extraña sabiduría mi Parkinson (e incluso, y tiene mayor mérito, me controla a mí), Nolasc Acarín. Aunque iba dirigida a profanos, yo me perdí de la misa la mitad. Pero algo quedó claro: el cerebro del hombre no envejece por exceso de uso sino por uso insuficiente. Cuanto más activo esté uno, más probabilidades tiene de llegar a viejo. Y esto cobra especial importancia cuando se empieza a envejecer, cuando al jubilarte tienes la oportunidad de elegir en qué vas a emplear tu tiempo, o si no vas a emplearlo en nada. Y, al parecer, las mujeres nos mantenemos infinitamente más activas que los hombres.
“¿Sí?”, pregunté un poco sorprendida, porque nunca lo había visto desde este punto de vista.
Y hubo una respuesta unánime y entusiasta por parte de las asistentes. “¿No te has dado cuenta? ¡Siempre somos más! ¡En las conferencias! ¡En los teatros! ¡En las presentaciones de libros! ¡En las bibliotecas públicas! ¡En las excursiones! ¡En las clases de yoga! ¡En las de gimnasia! ¡En los cursos para la tercera edad! ¡En los clubs de bridge! ¡En las conferencias! ¡Aquí mismo!”.
Efectivamente, habían acudido a oír hablar del funcionamiento del cerebro humano muchas más mujeres que hombres. “En todas partes somos más, ¡menos en el fútbol!”, zanjó una la cuestión. Las mujeres, además, -mucho más que los hombres- se han mantenido siempre activas al alcanzar la tercera edad. Porque parte de las funciones que tradicionalmente se les asignan -el cuidado de la casa, de los ancianos y, sobre todo, de los niños- no desaparecen con la edad. Las “tareas domésticas” siguen siendo las mismas; los padres de la pareja han llegado a la vejez y requieren mucha atención y ocupan mucho tiempo, y con frecuencia han aparecido los nietos.
También los varones se preocupan por sus padres, “colaboran” con creciente frecuencia en los trabajos caseros, y suelen adorar a sus nietos, de modo que desarrollan actividades con ellos. Pero la responsabilidad recae en la mujer. Mientras muchos hombres, al alcanzar la jubilación, consideran haber concluido con sus obligaciones y -menos curiosos, menos dados a múltiples intereses, menos activos- se pasan las horas muertas delante de la televisión.
Si esto es así, resulta que las mujeres vivimos más, no por estar ociosas, sino por mantenernos más activas, por tener intereses más amplios y variados, por forzar a nuestro cerebro (¿será siquiera verdad que, como pretenden algunos, el tamaño del cerebro se relacione con la inteligencia?, tendré que preguntárselo a Acarín) a seguir funcionando a buena marcha.Me gusta la idea. Por una vez una teoría establecida por hombres y mujeres no nos deja relegadas a ciudadanos de segunda…
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