29 mar 2010

Dirigir en Juárez

Dirigir en Juárez
Miguel Sabido
Revista mexicana Proceso # 1743, 28 de marzo de 2010;
Se sienta junto a mí en el avión y ya desde antes de salir no deja de observar con los ojos redondos a un muchacho que está en el otro extremo de la fila.
–¿Usted cree que ese muchacho es un narco, señor? –me dice en un suspiro entrecortado. Trato de sonreír para tranquilizarla. La verdad es que no se cómo se puede saber si alguien es narco o no.
–Yo vine al de efe porque estoy viendo si me puedo venir a vivir con mi hermana en Puebla… porque la verdad en Juárez… –se detiene verdaderamente angustiada: es una mujer de 69 años, quizá. Asustada. Muy asustada.
La azafata me ofrece periódicos de Ciudad Juárez. Tomo uno. Se llama HOY. En la sección de Patrullaje leo en la cabeza:
“Cae menor homicida… había atacado a balazos a dos hombres en la colonia Revolución Mexicana… uno de ellos falleció… el sicario tiene 16 años.”
Y abajo:
“Ejecutan a un minusválido… la tarde de ayer un paralítico fue asesinado en su silla de ruedas… fue victimado de cinco balazos en el Valle de Juárez en plena plaza municipal. Por su incapacidad pedía limosna en la vía pública.”
Y abajo:
“Linchan a uno en la colonia México 68.”
Y abajo:
“Capturan a extorsionadores… tres presuntos integrantes del cártel de Juárez que se dedicaban a cobrar cuotas de ‘derecho de piso’ a vendedores de autopartes fueron detenidos.”
Y abajo:
“Un lavacarros de 23 años fue asesinado en la colonia Independencia II con cinco impactos de bala.”
Y abajo:
“Entran tres hombres a casa particular y balacean a dos mujeres solas. Una de ellas tenía una niña de tres años en brazos. Las dos muertas. La niña moribunda.”
En la misma página. Sin un solo adjetivo. Datos.
Antes de salir de México, tres amigos me dijeron:
–¿Estás loco? ¿A qué vas a Ciudad Juárez cuando todo el mundo está huyendo?
–Voy a dar un taller de actuación tonal con Raúl Valles, el director del notable grupo chihuahuense Necrotono. Daremos uno en Juárez, otro en Chihuahua, con la esperanza de encontrar seis u ocho actores adecuados para la puesta del espectáculo de Raúl, Santuario. Será para el Festival Cultural de Chihuahua y, posiblemente, vaya al Cervantino. Me gusta trabajar con directores jóvenes. Él tiene 28 años, así que juntos completamos un siglo.
Nadie se ríe de mi chiste.
Al llegar pido que me lleven a la famosa zona del “centro”, a la bajada del Puente Internacional. Allí donde está el Noa Noa que Juan Gabriel describió como el paraíso perdido.
Los muchachos del Instituto de Cultura me miran nerviosamente.
Cuando veo las ruinas –y estamos en pleno mediodía con el sol resplandeciente de Juárez cayendo implacable– se me cierra la garganta: los enormes cabaretes y los escandalosos burdeles al pie del puente internacional que recibían cada viernes y sábado al incesante torrente de estadunidenses que entraban a México –por supuesto sin visa– gritando rítmicamente ¿where is the grass?, ¿where the grass?; la multitud de prostitutas de 12 a 70 años que se les colgaban de las t shirts; las “vestidas” norteñas grandotas y escandalosas, retándolos; sus padrotes vigilándolas severamente; los vendedores de mariguana que abiertamente la cambiaban por dólares en plena calle; los estridentes cabaretes, el Noa Noa, los clubes gays con sus banderas de arco iris; las adolescentes rubias que se arrancaban el brasier al entrar en los bares… todo está bombardeado. ¿Cómo? Sí: bombardeado con bazucas, como en la Franja de Gaza: Los pedazos de pared semiderruida y cacariza por los impactos de los cuernos de chivo dejan ver los “murales” fosforescentes que intentaban ser obscenos y que ahora resultan absurdos y patéticos.
En medio de mi estupor, oigo la voz de Carlos: “Maestro Sabido, por favor… vámonos… vámonos. Estar aquí puede ser peligroso”.
Veo el sol restallante de Juárez sobre las ruinas bombardeadas.
En las paredes han colocado cuidadosamente las láminas del cuerpo humano con el que doy mi taller de actuación tonal: la del sistema óseo que sostiene la obra milagrosa del cuerpo del actor, que es el único instrumento real de que dispone para comunicarse con el prójimo, el próximo que es el público; la de los huesos del cráneo, donde la maravilla de la voz adquiere sonoridades sobrehumanas; la del sistema nervioso; la de los tres cerebros que nos conducen por la vida.
La sala de ensayos es grande y luminosa, y el Centro Cultural Paso del Norte deslumbrantemente bello y moderno.
Yo empiezo: hablo del cuerpo humano, de los resonadores de la cabeza, de la importancia de la espina dorsal, de la infinita delicadeza de nuestro cuerpo. Cuando voy a decirles: “consideren su cuerpo como un templo y respétenlo; el respeto al cuerpo humano es la gran lección de Stanislavsky y Grotowsky y Barba y Távora…”, me asalta el recuerdo: “Balean a un paralítico que pide limosna”, “…la niña está moribunda”.
Los veo sentados en el suelo, mientras voy de lámina en lámina: Alejandra, Irma, Ileana, Abraham, Sandra –con su estilizadísimo rostro que me recuerda a Greta Garbo–, Valta, Carlos Alberto… todos absortos, hojeando con reverencia los libros que les llevo. Doy por terminada mi intervención de manera abrupta. Salgo a tomar aire en la soberbia fachada del teatro Víctor Hugo Rascón Banda. Discretamente se acerca uno de ellos.
–Maestro… ¿Por qué no se mete mejor a la librería? Afuera está haciendo mucho aire frío.
–¿También aquí ha habido balaceras?
Se me queda viendo con unos ojos infinitamente tristes.
Raúl inicia su taller. Es estupendo. Partió de las concepciones de Grotowsky, pero en la actualidad ha desarrollado una técnica propia, minuciosa e infinitamente sabia. Nos complementamos muy bien. Yo hablo abstractamente de los nodos de energía dentro del cuerpo del actor y él pone sus ejercicios que, de repente, hacen que los actores la descubran dentro de cada uno de ellos.
Son más de dos horas en las que corren por el salón, se detienen, van liberando su energía mientras Raúl los conduce suavemente.
Al terminar siento el impulso de aplaudir. Aplaudir a su juventud, a su entusiasmo, a su entrega.
Uno de ellos (omito el nombre intencionalmente) trae una camiseta que me llama la atención desde el primer momento. Dice “Amar a Juárez”, tiene una V de la victoria y un corazón.

Sigo la camiseta todo el tiempo. Le tomo una foto. Les tomo muchas fotos. Quiero documentar todo el proceso. Necrotono es uno de los fenómenos más interesantes en la historia del teatro mexicano, y Raúl, amén de un magnífico director, un maestro riguroso y sin concesiones.
Al terminar siento el impulso de aplaudir. Todos lo sienten.
En el comedor del hotel, Raúl y yo nos ponemos de acuerdo a la hora de la cena: él hará la estructura del espectáculo partiendo de los actores. (Ese es mi procedimiento favorito, y gracias a él mis obras han logrado actuaciones memorables como las de María Douglas en María egipciaca, Alma Muriel en Falsa crónica de Juana la loca, Jacqueline Andere en Carlota emperatriz.) Yo haré el diseño del ámbito escénico y dirigiré a un segundo grupo de actores, “Los enemigos”. Discutimos acerca de la utilidad y utilización de los enormes teatros del norte de la República: en Monterrey, 2 mil localidades; en Reynosa, mil 600; en Laredo, mil 800; en Tampico, mil 400; en Juárez, mil 600; en Chihuahua, en Camargo, en Delicias, en Culiacán, en Torreón, en Saltillo, en Matamoros. Teatros gigantescos, ciclópeos.

De repente, y sin motivo aparente, me pregunta: “¿Por qué no figura usted en las antologías del teatro mexicano del siglo XX?”. Es verdad: ni Armando Partida ni Fernando de Ita ni ninguno de los antólogos ha incluido jamás a Juana la loca o María Egipciaca o Carlota o La pastorela del ermitaño en sus antologías, y todas ganaron premios y se han puesto en La mamma, en Nueva York y en Cuba y Los Ángeles y España. Y el público las mantuvo en escena sin subsidios durante cientos de representaciones.
Me empiezo a reír: “La verdad, no sé. Supongo que allá está muy fuerte la grilla cultural y yo nunca he sabido jugarla”.
Contesta suavemente:
“Allá la grilla. Acá la guerra.”
El tono cambia. Nos envuelve un pesadísimo silencio.
La guerra: ¿Entre quién y quién?
Mi cuarto está en el sexto piso. Aprieto el botón del lobby; la puerta se empieza a cerrar cuando, de repente, la amenazadora culata de un cuerno de chivo la detiene. Se vuelve a abrir. Tres mujeres con un tono de violencia y salvajismo aterrador entran con las ametralladoras en las manos. Pregunto alarmado: “Perdón… ¿pasa algo en el hotel?”.
La menos hosca va a contestar cuando la primera, viéndome con una mirada fría de serpiente, casi escupe: “Nada. ¡Y tú, cállate, pendeja!”.
Leo en la espalda de los oscuros uniformes “Policía Federal”.
En el lobby hay una típica reunión de vendedoras de belleza. Su agudo parloteo va disminuyendo según las tres policías atraviesan el grupo. Al terminar de cruzar, solamente hay un silencio enorme.
Mientras algunos se cambian, les pregunto por primera vez:
“¿Qué está pasando?”.
Se miran unos a otros. Dan las muy diferentes versiones: las bandas quieren distribuidores de menudeo. Primero enganchan chavitos de 12 años, les meten cosas, les enseñan a asesinar –por eso graban los asesinatos de las mujeres, para probar que lo hicieron y que son muy hombres–, y luego ya los usan como quieren; si no, no les dan la droga. Y ellos se siguen matando gente por su lado.
“¿Supo usted de una fiesta donde mataron a 17 batos, no? Pues agarraron a uno de los sicarios, que tiene 17 años, y le preguntaron por qué lo habían hecho. ‘Es que teníamos que amonestar a uno de los que estaban ahí porque no había pagado la cuota’. ‘¿Y los otros?’.
“‘Bueno… pues ya estábamos ahí… de una vez, ¿no?’”
Una de las muchachas mira por la ventana. Susurra: “El diablo está suelto”.
Antes de empezar el segundo día del taller les expreso: “Quiero decirles que estoy muy orgulloso y me siento muy honrado de haber venido a trabajar con ustedes. En las circunstancias en las que está la ciudad, que un grupo de jóvenes quiera seguir evolucionando como actores y actrices, lograr un espectáculo digno, seguir trabajando arduamente sin saber todavía si formarán parte de la obra o no, es muy admirable. Los felicito”.
Se miran tímidos y sonriendo.
Al terminar me despido con un abrazo a cada uno. Uno de ellos, el de la camiseta (omito el nombre a propósito), me la entrega lavada y planchada.
–¿Quiere que le regale mi camiseta de que yo amo a Juárez?
–No, gracias –respondo–, quiero que la uses todos los días…
De repente sus ojos adolescentes se llenan de furia.
–Yo nací aquí, maestro. ¿Por qué esos cabrones me van a robar mi ciudad? ¿Por qué me la van a robar?

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