Vocación perversa
Rodrigo Vera
Revista mexicana Proceso # 1743, 28 de marzo de 2010
Pese a la revuelta cristera y al “absolutismo religioso” en el que transcurrió su niñez, Marcial Maciel fue un niño perverso que con los años, bajo la protección de la jerarquía eclesiástica, se convertiría en el “pederasta impune más connotado del mundo católico”, quien hizo del sexo el “artefacto multifuncional” que le serviría para “recaudar dinero y lograr el poder”, escribe Alejandro Espinosa Alcalá, sobrino del fundador de Los Legionarios de Cristo y autor del libro El ilusionista Marcial Maciel. Biografía no autorizada.
La profesión sacerdotal fue la única vía que encontró Marcial Maciel para mantener impunes sus perversiones sexuales, que empezaron a manifestarse desde que era un mozalbete y aún vivía en su natal Cotija, Michoacán, donde le decían “la niña bonita” por sus finos rasgos y sus escarceos sexuales con compañeros de juego, animales y rudos campesinos de la región.
El viernes 26, los Legionarios de Cristo por fin reconocieron de manera oficial que el fundador de esta congregación abusó sexualmente de seminaristas. Mediante un comunicado, también aceptaron que Maciel tuvo una hija con una mujer y otros dos varones con otra, y piden perdón a “todos los que han sido perjudicados, heridos o escandalizados por su reprobable actuación”.
Autor del libro El ilusionista Marcial Maciel. Biografía no autorizada, Alejandro Espinosa Alcalá, sobrino y víctima del controvertido fundador de los Legionarios de Cristo, señala que su obra se apoya en testimonios que durante años recogió del propio Maciel y de sus allegados. Relata:
“Durante 13 años –de 1950 a 1962–, Maciel solía contarme pasajes de su vida con la intención de que yo escribiera su biografía. Él quería convertirme en una especie de evangelista suyo. Pero muy lejos de la santidad que quería aparentar, me di cuenta de que fue un gran embaucador durante toda su vida, como esos ilusionistas que hacen ver visiones irreales. Por eso le puse a mi libro El ilusionista, creo que es el término que mejor lo define.”
–Su libro revela una etapa hasta hoy desconocida de Maciel; su infancia y primera juventud –plantea el reportero.
–Efectivamente. Él siempre ocultó la etapa de su infancia. Sin embargo, llegó a revelarme algunas anécdotas de ella, que yo complementé con otros testimonios de quienes lo conocieron en esa época. Todos aseguran que Maciel era un enfant terrible por sus perversiones sexuales.
“Para mi investigación, tuve además la ventaja de que fui sobrino suyo. El padre de Marcial, don Francisco Maciel, era hermano de mi abuela paterna, doña Trinidad Maciel. También crecimos en la misma zona de Michoacán: Marcial en Cotija y yo en Chavinda.”
Autor del libro El Legionario –donde relata los abusos sexuales a los que lo sometía Maciel, reseñado en el número 1373 de Proceso–, Alejandro Espinosa enfatiza que en su nuevo libro hace una amplia narración sobre cómo se fue gestando, desde la infancia, la “megalomanía” y la “desmesurada compulsión sexual” del fundador de los Legionarios de Cristo.
Hijo del comerciante Francisco Maciel y de Maura Degollado –actualmente en proceso de canonización–, Marcial Maciel Degollado nació en Cotija el 10 de marzo de 1920, y desde niño –se indica en el libro– empezaron a manifestarse sus enfermizas tendencias sexuales.
Precocidad
Detalla el autor en El ilusionista:
“Desde los cinco años comenzaron a motearlo de loquito, debido a cierto exotismo de conducta; persistió el apodo aunque había otros aludiendo a su marcada femineidad y a la inclinación sesgada hacia los niños. La niña bonita lo llamaban, persistiendo con mayor frecuencia el de El loco Marcial... sus instintos le acarreaban palizas de su padre y tamborizas de su hermano mayor, Pancho, cuando era sorprendido.
“Don Pancho lo pescó repetidas veces en juegos sexuales con niños, por lo que menudearon las ‘mondas’; era una deshonra familiar tener un hijo homosexual, peor que una hija prostituta. Sus innumerables aventuras eran calificadas como ‘pecado mortal’… Décadas adelante tendría eructos de esos hartazgos de sexo en confidencias a sus íntimos mientras duraba el efecto de la morfina.”
Para corregir a su hijo, don Pancho lo sometía a duras faenas de campo, que el chico astutamente evadía:
“Antes de alcanzar los nueve años, su padre lo había llevado a trabajar a Poca Sangre, la finca familiar de unas cuantas hectáreas; lo dejó bajo la supervisión del empleado. Pronto se agotó desyerbando, arrancando con las manos yerbajos que crecían junto a las plantas de frijol. Era necesario inclinar la espalda e hincar las uñas para arrancar la maleza sin dañar las plantitas. Ya que el empleado no podía someterlo a rendir como su padre quería, se dedicó a sombrear bajo un mezquite.
“Pestañeaba bucólico cuando advirtió el rebaño; pastaban cerca unos cuantos chivos y se le ocurrió la travesura. Se acercó a los caprinos acariciándolos. Súbitamente apresó a una tierna hembra por la panza y comenzó a forcejear para fornicarla. La lucha duró poco; fácilmente la rindió y, entre carcajadas del empleado y su propio solaz, la dejó libre cuando lo invadió un cosquilleó de orinar, aún no eyaculaba.
“Al día siguiente contaba a otros niños su increíble hazaña; algunos no le creían, otros que ya lo habían visto, lo celebraban. Esto le daba preponderancia entre sus coetáneos y le retribuía estatus en la pandilla por sus proezas… disponiéndolo ente los mocosos a juegos sexuales intercambiables por trompos, yoyos, canicas y cuanto tesoro trajera encima.”
El niño Maciel retaba a sus compañeros de travesuras a que lo fornicaran. “Métemela tú”, decía escogiendo a uno “mientras se bajaba el pantalón”. Esos atrevimientos dejaban atónitos a los niños. “Tanta audacia arredraba a cualquiera y aun a mozalbetes de más edad que no se atrevían a fornicarlo cuando les mostraba el trasero”.
Marcial amplió su campo de acción con los peones de Poca Sangre y con otros labriegos de la comarca, quienes gustosos aceptaban las propuestas sexuales del rubio y atildado chamaquito.
Muy pronto la conducta incorregible de Marcial causó escándalo en Cotija y le dio fama de perverso, para vergüenza de su devota familia en la que había monjas y “varones de Iglesia”, entre ellos dos obispos: Rafael Guízar y Valencia, obispo de Veracruz, y su hermano Antonio, obispo de Chihuahua.
“La repetición de esa conducta sorprendida por su padre y hermanos en lugares más discretos, como el barrio de La Rinconada, prestigiaron al precoz niño como virtuoso en avatares de sexo antes de cumplir 10 años… una determinación que no quebrantaron ni el temor de la condenación eterna ni los castigos familiares.”
Sólo su madre lo protegía, sufriendo calladamente la deshonra. “Se compungía doña Maura, es cuanto podía hacer, y llorar la desventura de su niño”.
En una ocasión –se cuenta en el libro–, Marcial encontró una “calavera completa entre las hierbas” del cementerio. Tomó el cráneo y lo cubrió con hojas. Luego mostraba la calavera a sus compañeros asustados y les decía: “Tengo pacto con el más allá. Puedo hacer que esta calaca vaya a ahorcar de noche a los que se burlan de mí”. Hizo correr la versión entre los ingenuos chamacos de que tenía “pacto con el Diablo”, a fin de someterlos a sus caprichos.
El niño se había dado cuenta de que “el temor desarma”, dejando “inerme” la voluntad de sus compañeros. Con el tiempo fue explotando “los beneficios de su descubrimiento”. Sus dotes de “ilusionista” comenzaban a aflorar.
El gran engaño
Mientras tanto, un entorno de “absolutismo religioso” marcaba la vida de los cotijenses. “El pueblo no tenía más pasatiempo que las celebraciones cíclicas de la religión: misa, rosario, comunión, prédicas, villancicos en la iglesia, canto de letanías…, siendo el cura el rector de almas y censor de la conducta social”.
A muy temprana edad, según esta biografía, Marcial reparó en las ventajas que gozaban los miembros de la casta sacerdotal: “La cercanía de varios obispos en la familia, curas, monjas, le habían iluminado; todo mundo los respetaba, vivían como príncipes con las limosnas de los feligreses, y tenían verdaderos palacios sin sudar la gota gorda arando la tierra”. Había encontrado su vocación: “¡Vivir del prójimo! ¡Vivir de limosnas!”. Entonces empezó a ufanarse ante sus compañeros:
“¡Que suden los pendejos! Yo llevaré vida de obispo”, decía, harto de las asperezas del campo. De esta manera –prosigue el libro– la “vocación clerical se perfilaba como único cauce para complacer dos instintos: pederastia y holgazanería”.
En 1936, cuando tenía 16 años y aún “no había terminado la instrucción primaria”, Marcial Maciel comenzó a fantasear con la idea de dirigir a un grupo de bellos religiosos ojiazules, un verdadero harén de efebos dispuestos a servirlo. Pero antes tenía que salir de Cotija, entrar al seminario, realizar los estudios que tanto le disgustaban. Tras “mucho cavilar” encontró la solución: utilizaría la “influencia de su parentela”… su “carisma sexual”… fingiría “que oía voces del Espíritu Santo instándolo a fundar un grupo de misioneros”. Y comunicó a sus padres su decisión de entrar a un seminario.
“Doña Maura lo tomó con suspicacia, conociendo su historia (ella aseguró en Roma, en 1956, que al principio no le creyó)… Sobre la sorpresa de su madre, que a decir verdad no le desagradaba la idea del seminario, estaba la autoridad paterna, enemiga de beaterías y más de gastar sus escasos dineros en el hijo para que se hiciera cura”. Repetía don Francisco: “Yo no doy un centavo. Lo que quiere es zafarse del trabajo”.
Pero fueron dos devotos hermanos de éste, don Ventura y doña Josefa Maciel, quienes decidieron apoyar económicamente al sobrino para que saliera a estudiar a la Ciudad de México.
Durante la guerra cristera, la tía Josefa “había ocultado curas en su casa”, donde celebraban a escondidas misas, bodas y bautizos. Ansiaba tener un sacerdote más en la familia y le hizo una “aportación generosa” a Marcial, quien comenzó a saborear lo que sería otro gran éxito de su vida: “limosnear”. Un hallazgo que “ordeñó” siempre y que lo convertiría en “el principal limosnero de la cristiandad”.
“En menos de un año –prosigue la biografía de Marcial Maciel– estuvo listo para emprender la aventura, a sus sobrados 16, con un capital para financiarse dos años viviendo en seminarios y la inestimable sabiduría adquirida… si había tenido tanto éxito en puebluchos pobres, cuanto más tendría en la capital mexicana, visitando gente distinguida de la más alta sociedad.”
En 1937, Marcial deja Cotija y viaja a la Ciudad de México, donde, en ese tiempo de persecución religiosa, vivía refugiado su tío abuelo Rafael Guízar y Valencia, obispo de Veracruz, quien dirigía en la capital el seminario de su diócesis. Marcial le pidió que lo aceptara en éste y para halagarlo le comentó que cuando se arrodillaba a rezar frente al Santísimo solía tener “revelaciones divinas”, por lo que su vocación era el sacerdocio.
El obispo se alegró y le contestó al sobrino: “Aquí podrás cumplir con el llamado del Señor, aunque debes aprender esfuerzo y sacrificio”.
Ya para entonces el tío tenía fama de lograr “raptos místicos” que lo hacían levitar, atributos que lo llevaron a la santidad durante el actual pontificado de Benedicto XVI. Marcial solía contar con ironía que él mismo había visto levitar al tío, “trepado con todo y reclinatorio hasta el tapanco”. Lo cierto es que el sagaz Marcial le aprendió al obispo esos trucos de “ilusionismo” y los incorporó a su repertorio.
Pero al poco tiempo de estar en ese seminario clandestino –ubicado en Mixcoac–, Marcial mostró su pereza para el estudio y su afición por los jóvenes seminaristas. “A dos meses de su ingreso, se reveló indolente, sin espíritu de trabajo para el estudio ni para el esfuerzo físico, enajenado y enredado en afectos con grupitos de compañeros”. Y empezó a tener “amistades particulares” –como se le llama al homosexualismo en los seminarios–. Se ganó el mote de La Monja.
El obispo Guízar y Valencia “observó con cuidado” el sospechoso grupo que había formado su sobrino. Comenzó a llamar a uno por uno de sus integrantes para interrogarlos. Entre ellos estaba Julio Campos, “un joven despierto y de buena presencia”, y el también cotijense Rogelio Orozco, actual sacerdote en la diócesis de Cuernavaca.
El obispo interrogó también a Marcial y le dijo: “Pecas contra la castidad con tus amigos. Esa tendencia es inaceptable”. Marciel le contestó: “Nos reunimos para practicar la devoción al Sagrado Corazón”. También argumentaba: “Quiero formar un grupo de misioneros”.
No cejaba en su propósito de “formar su propio grupo donde pudiera dar órdenes, infundirles carácter y, por sobre todo, crear su fuente de ingresos”, escribe Espinosa Alcalá.
Pero el obispo decidió finalmente “separar la manzana podrida antes de que pudriera a las otras” y expulsó al sobrino de su seminario, en medio de una acalorada discusión con él. Para quitarle el enojo, el mismo Marcial le preparó al obispo un té, que éste bebió en la cama… y amaneció muerto. Persisten las sospechas de que Marcial lo envenenó.
En 1938, el joven consigue entrar al seminario de Montezuma, manejado por los jesuitas. Al año siguiente también lo expulsaron de ahí por la corrupción que provocó. Ningún otro seminario volvió a darle cabida. Marcial Maciel–se relata en el libro– tuvo que seducir sexualmente al obispo de Cuernavaca, Francisco González Arias, para que lo ordenara sacerdote sin haber concluido sus estudios de seminarista.
En la década de los cuarenta y mediante varias artimañas, siendo apenas un veinteañero, Marcial funda y consigue la aprobación del Vaticano para su “secta religiosa”: Los Legionarios de Cristo.
El ilusionista, de 250 páginas, sigue narrando de esa manera los actos de pederastia y drogadicción de Marcial Maciel, los sobornos que daba a los altos jerarcas del Vaticano, su admiración por Hitler y el nazismo, cómo seducía a viudas acaudaladas para esquilmarlas, la impunidad que le daba la protección papal...
Este “embaucador con disfraz de santo” –que hizo de la mentira su “obra de arte” y logró “hipnotizar” al mundo católico– había materializado así sus desquiciados sueños infantiles.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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