28 may 2010

Compañero de viaje

Nicolás Alvarado
Compañero de viaje
El Universal, 28 de mayo de 2010
Cuando viajo en avión, mi prioridad es que mi butaca sea de pasillo. No sólo no ocupar el asiento central -o, peor, uno los asientos centrales, claustrofóbica maldición trasatlántica del Airbus- sino disponer, específicamente, de uno de pasillo. Porque me gusta llevar el portafolios o el maletín de mano bajo el asiento frente a mí -así tengo a mi permanente disposición libros, revistas, computadora, marcador amarillo y iPod- y eso limita severamente el espacio que pueden ocupar mis piernas. Porque me gusta cruzar la pierna, e incluso a veces recurrir a mi tobillo izquierdo en tanto atril para poder copiar una cita en un texto que escriba a bordo. Porque, arrogante y autosuficiente, detesto tener que aceptar la ayuda de un vecino de asiento para recibir alimentos, bebidas, cobijas o audífonos. Porque, tímido e incluso huraño, odio tener que pedir permiso para ir al baño. (Éste, lo sé, fue verso sin esfuerzo -o, si he de ser preciso, rima sin grima- y lo plasmo con toda deliberación: ya bastante tengo con mi estreñimiento crónico como para que la visita a unas instalaciones sanitarias me suponga cualquier suerte de empeño adicional). Tanto me gusta volar en asiento de pasillo, pues, que hace escasos dos días sostuve el siguiente diálogo con la encargada del mostrador de una aerolínea. “¿Ventanilla o pasillo?”, preguntó. “Pasillo”. “El único que tengo disponible, señor, está en la fila 11, que es salida de emergencia; esos asientos no se reclinan. ¿Está seguro de que no prefiere la ventanilla?”. Pasillo (por favor, por piedad, por caridad, por supuesto).
Pasillo hubo de ser entonces: 11C rezaba claramente mi pase de abordar. Por eso me sorprendió tanto encontrar, junto a ese 11B en que se apoltronaba por un tipo de fallidas aspiraciones a la elegancia -camisa de buena tela pero mal corte, pantalón con demasiadas pinzas, reloj ostentoso-, una maleta pequeña pero al parecer dispuesta a incautar el lugar que tanto había luchado yo por ocupar. ¿Sería suya? En todo caso el asiento era mío.
Me saqué del bolsillo de la camisa el talonario de abordaje y, amable aunque firme, se lo mostré: “Disculpe… pero éste es mi asiento”. Me miró de arriba abajo con incredulidad y altanería. Tomó de mi mano el papel y lo estudió. Con una mueca retiró la maleta del asiento y con un empujón propinado a mi persona la depositó en el compartimento superior, justo sobre una bolsa de mangos que había dejado ahí yo. (Aclaración obligada: los mangos me los regaló uno de mis anfitriones en Tuxtla Gutiérrez; ni modo de dejarlos en el hotel.)
No bien ocupé mi sitio, me vino a la mente el célebre parlamento de Bette Davis en La malvada, desprovisto ahora de todo valor metafórico: “Fasten your seat belts! This is going to be a bumpy ride!”. Fue, en efecto, un viaje accidentado, y no por capricho de las turbulencias o por impericia del piloto sino por la mala educación de mi vecino. Que, quesque por accidente, me propinó una decena de codazos en las costillas a lo largo de la hora y media que duró la travesía y nunca hizo siquiera amago de pedir perdón por ello. Que, cuando nos fueron ofrecidos cacahuates, pidió una bolsa adicional para sí mismo (lo que es vulgar y avorazado) pero no una para aquella -la de la ventanilla- con la que se hizo arrumacos durante todo el vuelo (lo que es poco caballeroso y todavía más vulgar). Que, cuando pasó el carrito con las bebidas, ordenó un Bacardí blanco con Coca de dieta (signo seguro de un paladar estragado) y, además, un Sprite a modo de chaser (todavía no sé si me irritó más su tendencia al exceso de azúcar o su insistencia en el dos-por-uno). Total que me coloqué los auriculares, hundí la nariz en mi ejemplar de The New Yorker y sólo aparté la vista de él el tiempo suficiente para percatarme de que el tipo se había quitado los zapatos, como si estuviéramos cruzando el Atlántico.
Para cuando aterrizamos, había yo ya guardado todos mis efectos personales en mi propio maletín, deseoso de liberarme de su compañía cuanto antes. Al levantarme, me dedicó una sonrisa y me extendió una tarjeta de presentación: “Me dio mucho gusto compartir el vuelo contigo, Nicolás. Si un día necesitas oftalmólogo estoy a tus órdenes”.
Me resultó una verdadera sorpresa que mi patanesco compañero de viaje terminara por ser la más educada y sutil de las personas que me han reconocido por mi trabajo en televisión. Aun así, cuando me haga el próximo examen de la vista, no será con él.

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