23 ene 2011

Con Víctor Hugo en el sofá/José Emilio Pacheco

Con Víctor Hugo en el sofá/José Emilio PachecoA la memoria de la maestra Lilia Márquez Balderas
Revista Proceso # 1786, 23 de enero de 2011; 
“Acepta toda crítica que te confirme en una duda”, aconseja Rodin a Rilke. Imposible no darle la razón a Marta Vergara cuando reprocha: “En los artículos sobre Juan de Dios Peza se ha hablado de todo acerca de él, pero apenas se ha hecho mención de los Cantos del hogar, su obra más importante, y la más necesitada de una nueva lectura”.
A muchos parecerá excesiva la atención concedida a este poeta. No lo es tanto si se cree que hemos sido injustos con él durante 133 años. Además el propósito confesado de estas notas es sugerir que se levante el velo de prejuicios que nos dificulta leer a los poetas “realistas” del siglo XIX, como durante dos siglos otro malentendido envió a la sombra a Luis de Góngora y sus discípulos, sobre todo a sor Juana.
Cuando Rubén Darío fue de los primeros en redescubrir al genio de Las soledades, uno de sus resultados fue el modernismo. Desde luego Peza y sus amigos no son Góngora ni la monja que escribió el Primero sueño. Sin embargo, nada se pierde con releer un capítulo de la lengua española que nos hemos empeñado en mantener en la ilegibilidad sin escuchar los argumentos de la única defensa posible: sus poemas.
La conquista de Madrid
Nacido en 1852, Peza fue miembro de la primera generación preparatoriana y compartió las aulas positivistas de San Ildefonso con José Yves Limantour y Justo Sierra. Como estudiante de medicina fue el mejor amigo de Manuel Acuña. La precariedad familiar le impidió terminar la carrera.
Se dedicó al periodismo sin abandonar nunca la escritura poética. 
A los 26 años fue a España como secretario de la legación en Madrid. Publicó nuestra primera antología aparecida allá, La lira mexicana. No debe de haber sido fácil moverse como hispanoamericano en los ambientes españoles de entonces. La incomunicación era tan grande que todavía en 1908 los asistentes al Ateneo de Madrid se rieron de una lectura de Santos Chocano porque nunca habían escuchado leer versos con acento del Perú.
Peza era un gran recitador y una persona muy agradable. No tardó en conquistar a los conquistadores. Se ganó elogios de Juan Valera y Emilio Castelar e hizo amistad con sus maestros Zorrilla, Campoamor y Núñez de Arce, célebres en todo el ámbito de la lengua española y ahora encerrados en el mismo purgatorio que él.

El siglo de Víctor Hugo 

Un año antes en 1887 Víctor Hugo había hecho L´art d’être grand-père. Como los Cantos del hogar, El arte de ser abuelo partió de una tragedia personal. Su hijo y su nuera habían muerto con pocos meses de diferencia. Hugo tuvo que hacerse cargo de Georges y Jeanne, sus nietos. El joven Peza debe de haber leído en Madrid este libro, sin saber que, a causa de otra tragedia personal, la suya iba a ser el modelo y la inspiración de sus Cantos del hogar. Se diría que invitó a Hugo a sentarse en el sofá de su sala en la colonia Guerrero para hablar de los niños.
París era el centro del mundo y Hugo era Míster Universo, el Atlas que llevaba a sus espaldas el planeta entero y estaba obligado a opinar sobre todo. Por ejemplo, para limitarse a nuestro ámbito, a apoyar a los defensores de Puebla contra el ejército de Napoleón III y después a pedirle a Juárez clemencia para Maximiliano. Desde los 20 años había sido el primer poeta de Francia. Era el gran dramaturgo y el novelista que fue y sigue siendo popularísimo sobre todo gracias a Los miserables.
El verso proliferante de Hugo se había anexado la realidad entera. No hubo nada sobre lo que no pudiese escribir. Todo era susceptible de convertirse en poema. No escribía con un vocabulario: la lengua francesa toda estaba allí en espera de que él la llamara para convertirla en ritmo y rima.
La hora de los niños 

Peza no fue ni podía ser Víctor Hugo. Con todo, su contribución es muy importante ya que en un nuevo lenguaje exento de hojarasca retórica entró en una región –la domesticidad, el amor paternal– por la que no se había aventurado la lírica en lengua española. Su capacidad para decirlo todo en verso no lo aleja demasiado de Hugo, aunque no tiene su poeticidad ni su oído infalible. Escribe con la mayor naturalidad y la más extrema fluidez en todas las formas disponibles en su tiempo y lleva al poema lo que aprendió como narrador y comediógrafo. Por ejemplo:

“Margot está en el balcón
Con medio cuerpo hacia fuera;
Yo de pie sobre la acera
Dándole conversación.
–Di: ¿qué quieres, hija mía?
–Irme contigo.
–No puedes;
Te mando que en casa quedes,
Las niñas salen de día.
–¿De noche no?
–No.
–¿Por qué?
–Porque no. Ya lo sabrás…”

También hay rasgos metaliterarios como el momento en que dentro del libro Margot le recita a su padre el poema célebre del conjunto: “Fusiles y muñecas”. Georges y Jeanne Hugo son aquí Concha (que prefiere llamarse María) de seis años, Margot de cinco y Juan de tres. 
Imposible decirle a estos inocentes encantadores que mamá ya se fue y no volverá nunca, jamás serán como los otros niños. El hogar al que cantan los versos es medio hogar, el sitio de una ausencia, la sombra de un vacío, “el huerto deshojado”, escribe Peza.
Una prima bondadosa se encarga de educar a los niños. Y en qué va a hacerlo sino en las convenciones de la época. Ellas son las mamás de sus muñecas, él no juega sino con armas y anhela crecer para ir a matar en los campos de batalla. Son humanos y como tales ya muestran los rasgos que arruinan nuestras vidas: egoísmo, posesividad, celos, envidia. Contra el odio y la amargura, se atreve a esperar su padre, triunfarán siempre la virtud, la alegría y la bondad. 
Es un poeta creyente y católico, prefiere ser ciego antes que ateo y declara a la Virgen la auténtica madre de sus hijos a medias huérfanos. La niña mayor lo pone en aprietos: ¿para qué vivimos?, demuéstrame, papá, que Dios existe. Al mismo tiempo es un liberal y forma a sus hijos en el nuevo catecismo laico republicano: el bondadoso ancianito que en Dolores nos dio libertad, el arriero genial que se convirtió en rayo de la guerra.
La maldición del Nigromante

Hasta sus detractores del siglo que pasó y dejó entrar a otro peor  reconocen el interés y la agilidad de su prosa. Fue un gran periodista que como director de El álbum de la mujer le dio oportunidad de expresarse y en “El lunes” inició la carrera de Federico Gamboa.
Al revisar su trayectoria deja de ser misterioso el boom de la poesía mexicana de hace 200 años, su prestigio internacional que nunca recuperó: Peza y sus compañeros llegaron a todo el ámbito castellano gracias a que fueron publicados en Nueva York y en París. De no ser así nunca hubieran podido trascender las fronteras mexicanas.
Esa misma circunstancia permitió que se le tradujera a las lenguas imperiales en Occidente y también al ruso y al japonés. El más leído historiador de aquellos años, Cesare Cantú, menciona a Peza en su Historia Universal. En 1870 cayó sobre la indefensa república de las letras la maldición del Nigromante: El ridículo espera a todo mexicanito que intente escalar las laderas del Parnaso. Hace medio siglo, cuando uno de los nuestros ganó por vez primera un premio internacional y vio aparecer un libro suyo en Francia, tronó desde los abismos la maldición de Salvador Novo: También Juan de Dios Peza fue traducido hasta en Tokio y vean ustedes cómo acabó el pobrecito.
Por lo pronto nos enteramos asimismo de que la crítica de Brummel (es una crítica, no un insulto personal) no se aplica a los Cantos del hogar ya que los precede en un año (1888).
La derrota de los pedantes

Murió el 16 de marzo de 1910 a los 58 años y en vísperas del Apocalipsis porfiriano; Federico Gamboa anotó en su Diario: “Como todas las glorias humanas, también la del aclamado poeta se precipitó en el ocaso, de súbito, con la misma rapidez con que naciera y subió a su cenit. Fenómeno naturalísimo y fatal que aguarda a todos los encumbramientos de aquí abajo…”.
Pero, nueva derrota de los pedantes como decía Moratín, Peza fue y gracias a la electrónica ha vuelto a ser dueño de una popularidad inmensa. En ese sentido, como su amigo Gamboa, se ríe de todos los que tratamos de ponerle piedras en su camino o en su sepultura. Sobrevivió más de un siglo y de muy escasos poetas puede afirmarse lo mismo.
Ojalá, querida Marta Vergara, estas líneas hayan hecho justicia a Juan de Dios Peza y sobre todo a tu siempre generosa y aguda crítica. (JEP)

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