13 feb 2011

Movimientos de liberación en las naciones árabes

Movimientos de liberación en las naciones árabes

Por Alain Touraine, sociólogo.
Traducción de Juan Ramón Azaola
EL PAÍS, 11/02/11);
Los tunecinos han expulsado a Ben Ali; Egipto se ha levantado contra Mubarak; en numerosos países han tenido lugar manifestaciones contra unos dirigentes autoritarios. La situación puede evolucionar en cualquier dirección, hacia la victoria o hacia la derrota popular. Pero es ahora mismo, a pesar de las incertidumbres, cuando es preciso comprometerse con unos acontecimientos cuya importancia mundial no puede ser negada por nadie.
Hace ya muchos años que existen dictaduras, militares o civiles, religiosas o laicas, en el mundo árabe y mayormente musulmán, y que, esporádicamente y salvo en algún lugar, se manifestaban muestras de descontento de la población traducidas en el estallido de disturbios violentos. Pero, excepto los especialistas, ya casi nadie se preguntaba acerca de la solidez o la fragilidad de los regímenes autoritarios.
Los Gobiernos occidentales apoyaban a las dictaduras, que les parecían ser la única fuerza capaz de oponerse al avance del terrorismo yihadista, y en particular a Al Qaeda. Se contentaban con ello, e incluso lo aprovechaban para dejar que se desarrollase en los países europeos esa islamofobia que se ha apoderado fácilmente de las opiniones públicas, sobre todo tras el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. ¿Acaso hay que ir más lejos y pensar que la crisis de los regímenes autoritarios se observa también en países exsoviéticos como Bielorrusia o Ucrania, o en la Rusia de los zares que Putin parece querer reconstruir? Si aceptamos la hipótesis de que estos fenómenos están relacionados entre sí, su causa común más verosímil es la del fin de la guerra fría y la caída del imperio soviético, que había recibido el apoyo del nacionalismo árabe, con el Egipto de Nasser a la cabeza, en su lucha contra Israel y Estados Unidos.
Ahora el mundo al completo ha entrado en un nuevo periodo de su historia, en el que ya no se ve dominado por la guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética sino por la rivalidad, en primer lugar, económica, entre Estados Unidos, país deudor, y China, país acreedor.
Túnez había conquistado el apoyo, económico y político, de Occidente al acabar con los islamistas. Pero ha sido el conjunto de su población la que se alzó en diciembre de 2010 contra la privación de libertad, a pesar de una cierta mejora de la situación económica nacional y del mantenimiento de la liberación femenina que había decidido Burguiba. Y la revolución que ha expulsado a Ben Ali no ha sido preparada y dirigida por los islamistas, ni tampoco por el conjunto de los partidos políticos, sino por “la calle”, tras la inmolación de Mohamed Buazizi, convertido así en el Jan Palach tunecino.
Hoy es en el centro del mundoárabe, en un Egipto en el que los Hermanos Musulmanes están considerados como la principal fuerza de oposición al presidente Mubarak, donde el pueblo se levanta sin ser conducido por ninguna fuerza organizada.
Pero la importancia de Egipto, país de más de 80 millones de habitantes y líder del mundo árabe y musulmán, exige la intervención de elementos más específicos en su análisis. El poder de organización y de movilización de los Hermanos Musulmanes, así como la fuerte influencia del aparato del Estado sobre la vida económica, tanto como sobre la vida política, obliga a introducir la hipótesis de una contrarrevolución, en la que piensan los países occidentales, la de una victoria no solamente de los Hermanos sino de los yihadistas, e incluso de una política de agresión respecto a Israel. Muchos observadores piensan que los que tienen miedo de la globalización misma son más numerosos que los que esperan de ella una modernización económica y una apertura política.
Sin embargo, mantengo que la idea de la transformación global que he definido predominará sobre las características nacionales en los distintos países. En particular, el tema antiisraelí ha estado ausente de las manifestaciones tanto en Egipto como en Túnez y las clases medias que forman la base social de los Hermanos tienen también muchas razones para anhelar una apertura de la sociedad.
Por el contrario, lo que muy probablemente no será transformado en Egipto será el papel dominante que desempeña el Ejército. Ya ha obtenido la eliminación de Gamal -el hijo de Mubarak que se preparaba para sucederle- y tiene una conciencia más nacional que económica, pero también sabemos lo fuertes que son los vínculos de dependencia de las fuerzas armadas egipcias respecto de Estados Unidos, que le suministran una ayuda financiera considerable. En el momento en que escribo, la situación está aún abierta, pero la pluralidad de las posibles evoluciones me parece que se sitúa en el seno de la mutación que afecta al mundo entero.
Es incluso posible que el país más alejado de todas estas conmociones, Afganistán, aplastado por la guerra entre los norteamericanos y los talibanes, y por la corrupción de un Gobierno ligado al tráfico de opio, encuentre en la crisis que se ha abierto el medio de salir de esos callejones sin salida. Contrariamente a lo que piensan los israelíes en general, esta crisis puede incluso conducir a una solución de la contradicción que les oponen los palestinos, llevando a las dos partes en que están divididos a dar prioridad al desarrollo interno de su país. El caso más difícil es el de Argelia, dominado desde hace tiempo por el conflicto abierto entre los islamistas radicales y un régimen autoritario tan incapaz como el régimen iraní de transformar los grandes recursos proporcionados por el petróleo y por el gas en la elevación del nivel de vida de la población.
La monarquía marroquí, cuyo fracaso social también es patente, ha seguido con Mohamed VI el ejemplo de Burguiba al reconocer los derechos de las mujeres y está protegida por su origen sagrado, pero ha estado bastante penetrada por las influencias occidentales para estar expuesta a levantamientos democráticos o económicos no controlados por el islamismo radical.
Lo cual permite concluir desde ahora, cuando todavía no estamos sino al principio de los levantamientos en toda la región, que asistimos al desmoronamiento del mundo que había sido construido y mantenido para el enfrentamiento de norteamericanos y soviéticos. El islamismo radical está obligado a volverse hacia los problemas de los países musulmanes en lugar de concentrarse en el terrorismo y la propaganda antiamericana y antiisraelí. Las dictaduras árabes ya no pueden mantenerse en el poder en nombre de su lucha contra el islamismo radical, y para sobrevivir deben preocuparse sobre todo del conjunto de la población y en particular de la situación de sus jóvenes diplomados de clase media.
El país más poderoso de la región, Turquía, puede sentirse menos desgarrado entre Teherán y Bruselas y combinar más fácilmente su propia occidentali-zación con el fortalecimiento del islam en todo su territorio. Los anatemas lanzados por Occidente contra Ahmadineyad bien podrían ceder la plaza al reconocimiento de una zona tapón que se extendiera entre Líbano y Pakistán y fuera reforzada por la preocupación, finalmente activada, por elevar el nivel de vida de sus poblaciones.
En Túnez, los islamistas han dado prueba de una discreción y una prudencia que no se esperaba. Más aún, en Egipto, los Hermanos Musulmanes no se han puesto a la cabeza de un partido revolucionario. ¿Por qué no habríamos de ver en Egipto lo que vemos desde hace varios años en Turquía, a un Erdogan combinando islamismo y democracia?
El islam ya no puede confiar su porvenir a la violencia antioccidental. Es preciso que desde ahora se muestre como una fuerza de apoyo a las clases populares y a las clases medias, que ante todo quieren ser consideradas como trabajadoras.
La rueda gira. Los actuales acontecimientos en Túnez, en Egipto, en Yemen y también en países como Jordania o quizá Argelia no llevan consigo un único futuro. La represión militar, el empeoramiento de la situación actual, la evolución hacia la democracia son todos posibles en cualquiera de ellos, pero sean cuales sean los futuros de los países de la región, existen ya pruebas suficientes de crisis generalizada de los regímenes políticos del mundo árabe que justifican la hipótesis aquí presentada de un cambio general como consecuencia de la sustitución de los enfrentamientos internacionales por los problemas sociales internos como determinantes principales de la vida política de los países de la región.

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