14 may 2011

Las esquirlas del miedo/

Las esquirlas del miedo/
Winston Marique Sabogal
Babelia, (El País) 14/05/2011
Juan Gabriel Vásquez creció con el narcoterrorismo en Colombia. Ha tenido que pasar muchos años viviendo fuera de su país para atreverse como narrador a hurgar en esa herida. Su novela El ruido de las cosas al caer obtuvo el Premio Alfaguara
El olor parco del té verde usurpa esta mañana el aroma del café colombiano en casa de Juan Gabriel Vásquez por culpa de la cafetera estropeada. En cualquier caso, a ese reinado foráneo le quedan hoy unos 70 minutos, porque unas nubes grises se avecinan sobre Barcelona. Un preámbulo profético para un escritor que hablará sobre imposturas, sobre el espejismo del control de nuestras vidas y sobre las esquirlas de la onda expansiva del miedo. En este caso de la generación de los años ochenta en Colombia, la del propio Vásquez, que vio germinar y crecer el narcotráfico y padecer el estallido de su florescencia convertida en narcoterrorismo. 
Todo eso anida en El ruido de las cosas al caer, la tercera novela de este abogado reconvertido en escritor, traductor y columnista bogotano nacido en 1973. Un libro con el cual Vásquez ha obtenido el Premio Alfaguara que confirma una trayectoria en la que cada una de sus obras ha gozado del aplauso de la crítica: los cuentos de Los amantes de Todos los Santos, las novelas Los informantes e Historia secreta de Costaguana; la biografía de Joseph Conrad, El hombre de ninguna parte, y el ensayo literario El arte de la distorsión. ¡Ah! y de su primer premio con ocho años, el cuento Jugando con papel, "como el verso de Stevenson que tanto le gusta a Marías", sobre un perro que se va a Londres. Quince años después, ya con 23, él mismo vendría a vivir a Europa, y su país se convertiría en su obsesión. Tanto que en este libro el protagonista, Antonio Yammara, "es un trasunto de Colombia como Artemio Cruz lo es de México".
Bajo una luz cálida que cae del techo, Vásquez entra al salón de su casa escoltando a regañadientes la taza de té verde. Sonríe con su cara de profesor enrollado y aspecto atlético que hoy viste una camisa color aguacero, jeans azules y zapatillas negras. Deja la taza sobre la mesa de centro y se sienta en la punta del sofá gris en forma de ele que va hasta la biblioteca.
Nada eclipsa su voz serena y redonda que empieza buscando la respuesta a la aparente vocación fratricida de sus compatriotas. "Las novelas son la única manera que he encontrado de responder a esa pregunta que yo también me formulo de la única manera que sé hacerla. Explorando en los destinos de los personajes y siguiendo esa especie de ética del novelista que inventó Cervantes que es la neutralidad. Mis novelas nunca han sido capaces de juzgar, de dividir la realidad colombiana entre víctimas y victimarios, eso no puede existir en las ficciones. Lo que sucede es que la historia colombiana es una historia marcada por la violencia".
Una especie de sino abordado en la literatura y que el escritor colombiano R. H. Moreno Durán describió así: "Sin la muerte Colombia no daría señales de vida. Una frase fuerte pero que se refleja en la literatura porque desde su primera novela, El carnero, en 1638, no hay obra importante que no gire en torno a la muerte". Una afirmación que Vásquez amplía: "La literatura, la novela en particular, siempre ha respondido a los lugares oscuros de nuestra experiencia. La novela es una respuesta a las preguntas que la vida nos tira a la cara. Es nuestro intento por comprender lo que sucede. Las mejores novelas del siglo XIX exploran momentos de tensión y de violencia muy marcados. Todo el modernismo responde a esa especie de desorientación general de Europa y Estados Unidos después de la I Guerra Mundial, que obliga a Occidente a un examen profundo de lo que somos. Echa por tierra todas las certidumbres que tenía Occidente y es de ahí que salen Ulises, En busca del tiempo perdido, El hombre sin atributos. Colombia no es distinta en ese sentido. Nuestra violencia endémica y multiforme, que se las arregla para reinventarse, sigue siendo incomprensiva. En esa medida los autores siguen explorándola porque las novelas son aparatos para hacer preguntas sofisticadas y para tratar de adivinar lo que no entendemos".
Y calla como si meditara lo que acaba de decir... Mira la taza de té con su vapor debilitándose y toma un sorbo que acto seguido le trae esto a la boca: "La gran sorpresa con esta novela fue encontrar que ya podía hablar de esos temas. A mí me costó mucho trabajo llegar a escribir sobre Colombia. Sentía que no entendía al país, que me había alejado demasiado y había perdido la autoridad para escribir sobre él puesto que me resultaba un lugar lleno de zonas oscuras y difícil de entender. Tuve que pasar muchos años viviendo fuera, llegar a España y conocer ciertos libros y tal vez, incluso, madurar un poco para entender que precisamente esa ignorancia, ese desconocimiento, era la mejor razón para escribir sobre Colombia. Pero el tema del narcotráfico siempre se me resistió. Estos días entendí que mi resistencia durante los primeros libros que escribí sobre mi país se debía a que había salido en 1996 de una Bogotá que era hostil y sentía amenazante. Incluso el padre de un amigo murió en el avión de Avianca que hizo estallar Pablo Escobar en 1989, y hay dos grados de separación entre un muerto por la bomba de un centro comercial y yo. Haber crecido en esa ciudad me bloqueó esos temas. Pero hace dos años, cuando mataron a ese hipopótamo que estaba en el zoológico de Escobar de la hacienda Nápoles, y con el cual abro la novela, pasó algo que me sirvió para cerrar, por fin, mis tiempos adolescentes en Bogotá con una vida acostumbrada al miedo, a los toques de queda y asesinatos de políticos. Mi generación está marcada por la impotencia. En mi novela hay una lectura metafórica sobre el destino de Colombia a través del protagonista".
Ante la evocación de aquel sinvivir aprieta los labios. Y apoya los codos sobre sus rodillas mientras sus manos siguen estas palabras que lo autorretratan y dan con el origen de su novela. "Llevaba un año trabajando en ella sin saber muy bien qué era lo que estaba contando. Yo no planeo mis novelas hasta el último episodio, sino que parto de una imagen que generalmente es biográfica, una idea que me obsesiona... Yo estaba estudiando Derecho en Bogotá y al final de la carrera sentía hartazgo y hastío por las clases y me escapaba a oír poseía en la Casa de Poesía Silva. Durante una de esas escapadas un hombre, delante de mí en otro sofá, comenzó a llorar de una manera que nunca he visto llorar a un adulto. Esa fue la escena con la que empecé a escribir el libro. Y si aceptamos que toda novela empieza con una pregunta, la mía era: ¿qué estaba escuchando ese hombre? Yo venía un año persiguiendo estas preguntas, tratando de construir un aparato narrativo a su alrededor cuando supe la noticia de que habían matado al hipopótamo; eso soltó una cantidad de imágenes y memorias y sensaciones reprimidas. No solo se me aclaró que la novela era sobre el miedo, sino también sobre uno de los grandes temas del libro: la pérdida de control, la ficción de que tenemos dominio sobre nuestras vidas, y que desaparece cuando creces en un lugar así".
Sin dejar de hablar, y en un segundo, quita sus codos de las rodillas, se endereza y recoge su pierna derecha para sentarse sobre ella y reflexionar sobre cómo la vida es un duelo eterno entre lo que queremos hacer y la manera en que ella es la que va cincelando cada destino. Por eso, junto al azar, son temas latentes en su narrativa. "Es una de mis obsesiones, nuestra lucha como individuos contra los grandes mecanismos sociales. Eso pasa en este libro. Es uno de los puntos donde la novela tiene algo que decirle a la cultura occidental, y en eso está reflejado el momento en el cual fue escrita. Nunca como hoy nos hemos sentido los seres humanos tan vulnerables y sujetos a los azares de la violencia gratuita, del mal ajeno, y eso se debe, en parte, a que vivimos una época de terrorismo globalizado. Justo hoy han matado a Osama Bin Laden, paradigma de la maldad y el miedo global. Lo que define al mundo pos-11 de septiembre de 2001 es esa especie de noción de que nuestra vida no depende de nosotros, de que estamos sujetos al mal ajeno. Es uno de los sentimientos que baña la novela. Un libro escrito después de aquellos atentados, aunque la acción termine en 1999. Ninguna de mis novelas puede evitar haber sido escrita en la coyuntura histórica posterior al 11-S. Tal vez lo que hizo que este libro estallara, porque yo había estado flirteando con esta historia, fue la conciencia de la relación que había entre este mundo actual y esa Bogotá en la que crecí; o, más bien, cómo esa Bogotá era una especie de modelo a escala de lo que sucede hoy a nivel global".
Vásquez libera la pierna derecha sobre la que está sentado, abraza la taza con sus dos manos y da claves. "Una de las revelaciones mientras escribía fue entender que nuestra generación nació con el negocio del narcotráfico. Cuando Richard Nixon declara la guerra contra las drogas es el año 1971, pero en 1970 empiezan a salir los primeros aviones con marihuana, porque en 1969 Nixon ha cerrado la frontera con México y los consumidores buscan otros productores. Yo soy de 1973, el año en el que se funda la DEA. Pertenezco a una generación en que determinados errores políticos y morales crean de la nada una mafia poderosísima donde antes no había más que un problema de salud pública si se quiere; y llegamos a la mayoría de edad cuando la guerra entre los carteles y el Estado está en su apogeo. Darme cuenta de eso fue fascinante y supe que esa tenía que ser una de las preguntas del libro: ¿cómo marcó a una generación ser contemporáneo de ese negocio?, y aún más interesante, ¿cómo lo hizo con quienes no tenían nada que ver, pero coincidieron en el mismo espacio geográfico con el negocio?".
Tiempo de miedos agazapados y desventuras tratadas en novelas colombianas como La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo; Rosario tijeras, de Jorge Franco, y El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince. Como estas, El ruido de las cosas al caer no es una novela histórica, es una novela basada en la historia. Una ficción leída como verdad. Esa es la geografía creativa de Vásquez, que aclara sus coordenadas: si Historia secreta de Costaguana es una puesta en escena en el pasado, sus otras dos novelas, Los informantes y la nueva, son sobre el pasado, "lo cual no es necesariamente lo mismo, y que se recuerdan desde nuestro tiempo. En ellas hay memoria, recordar es un verbo importante. Recordar es un acto moral, y en eso son novelas morales".
Al reacomodarse en el sofá deja a la vista el cuadro que está detrás de él, a lo lejos en el comedor; parece un Hopper con una escena y un ambiente esenciales en el libro. Vásquez dice ahora que "al contrario de lo que pasa cuando escribes novelas, que entras a un terreno de ambigüedad donde las certidumbres son peligrosas y donde por oficio tienes que liberarte de la certidumbre, yo como ciudadano y como ciudadano que soy de columnas de opinión en El Espectador, de Colombia, he tocado el tema de la legalización de la droga y sigo siendo un defensor radical de ella; entre otras cosas por conocimiento de cómo surgió el negocio y porque es un asunto privado, en el cual no tiene derecho a meterse el Estado, porque la libertad individual hay que respetarla. Está claro que cuando Nixon declara la guerra contra las drogas, cambia nuestro mundo, y un problema de salud pública con puntos focalizados se convierte por obra y arte de esa decisión en una gran industria de corrupción y violencia".
Eso contribuyó a que él saliera de su país en 1996. "La razón principal es que me había convencido, de manera más bien absurda e indemostrable, de que necesitaba irme para ser el tipo de escritor que quería ser. Claro, también colaboró un cierto hastío con una ciudad que apenas estaba saliendo de una década larga de mucha violencia. Lo de la Sorbona, donde estudié Literatura Latinoamericana, era un pretexto para estar en contacto con una manera nueva de ver el mundo y con una tradición, la de los novelistas expatriados que yo admiraba, para los cuales París había sido importante: Joyce, Hemingway, Fitzgerald, Cortázar, Vargas Llosa. Luego me fui a vivir con unos amigos un año largo a Las Ardenas, en Bélgica".
Y en 1999 llegó a Barcelona. Allí sigue. Desde entonces ha conocido nuevos miedos. Ha visto crecer a sus hijas, "y eso viene aparejado con uno de los grandes temas de la novela: el afán por proteger a la gente que quieres y esa suerte de resignación de que no puedes protegerla de todo".
Una fugaz luz veraniega irrumpe por la puerta ventana que da a la terraza interior. ¿Y si el miedo es la característica de su generación, cuál es la de Colombia en 200 años de independencia? Piensa, y sus palabras comienzan a merodear la respuesta: "Mi país está construido sobre la desconfianza. Ahora entiendo por qué a veces me preguntan el motivo de que en mis historias lo más importante es una traición...". Y tras un rosario de ejemplos llega al: "Por eso fueron tan graves los ocho años de uribismo. Su Gobierno es en muchos sentidos la encarnación clara de la utilización de la desconfianza como mecanismo de poder. Destruyó los vestigios de solidaridad, de confianza, que quedaban en el tejido social colombiano. Espero que le pase factura".Las nubes devuelven el protagonismo a la lámpara del techo envuelta en una enredadera plateada. Esta es una novela esparcida de referencias literarias colombianas, proféticas algunas, que dan impulso a la historia. Aunque falta La vorágine, de José Eustasio Rivera, cuyo comienzo se saben casi todos los colombianos: "Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia". Una frase, reconoce Vásquez, que "podría servir de epígrafe para mi novela. Es un libro que, además, ayuda a comprender que esto no es la primera vez que sucede".
El olor a lluvia llega como la niebla y destierra el olor del té cuando Vásquez ya ha empezado a descifrar su mundo más literario. "Soy un novelista tradicional que no desprecia ninguno de los hallazgos de la mejor novela contemporánea, y tradicional en el sentido de la construcción de las historias y que quiero agarrar al lector del cuello y decirle: '¡Usted no puede soltar este libro porque en la página siguiente va a pasar algo!". ¿Y el boom? "Recuperó los ámbitos de la realidad política, social e histórica de nuestros lugares. Supo contarlos con las herramientas del modernismo literario, de la mejor novela moderna de la primera mitad del siglo XX. Historias clásicas contadas a través de las herramientas que nos dejaron Joyce, Faulkner y Woolf, y eso es parte del legado que yo como novelista latinoamericano recibí".
Una herencia universal con la que tiene deudas concretas. "En la cima de la pirámide está Conrad, de eso me doy cuenta con los años. Vargas Llosa ha formado mi idea de la vocación, o más bien le dio forma a lo que yo ya sentía. Borges me ha acompañado siempre. En los libros puntuales, sé que mis cuentos de Los amantes de Todos los Santos están marcados por Chéjov; Dublineses de Joyce, por Cheever y Carver. Los informantes, por Philip Roth, uno de los autores a quienes más debo (sin novelas como Pastoral americana o La mancha humana yo probablemente no habría llegado nunca a escribir sobre Colombia). Pero también Javier Marías. Historia secreta de Costaguana se benefició muchísimo de Orhan Pamuk y de Salman Rushdie, y hay páginas que no hubiera podido escribir sin echar una mirada de vez en cuando a Terra Nostra, de Carlos Fuentes. En El ruido de las cosas al caer hay dos libros que para mí fueron lo que es el catecismo para los creyentes: El gran Gatsby, de Fitzgerald, y La vida breve, de Onetti".
Un periplo personal y literario que le ha permitido a Juan Gabriel Vásquez no tener miedo de perder la riqueza de la lengua materna o polinizarla después de 15 años de vivir fuera de su país. Su español, asegura, admite influencias anglosajonas, francesas y del español ibérico. "Y sin problemas, por una razón: como han probado muchos, la lengua literaria se comporta frente a la lengua hablada como una lengua extranjera. Es una fabricación, es artificiosa, y el novelista la construye con todo lo que tenga a mano". Ha amainado. Vásquez se levanta y abre la puerta de la terraza por donde entra el aire como un alegre oleaje. De cerca el Hopper no es Hopper, es un Saturnino Ramírez, un colombiano especializado en el mundo del billar. Un escenario donde el azar lleva a que se encuentren Antonio, joven profesor de Derecho, y Ricardo, un piloto y expresidiario de 48 años, para que El ruido de las cosas al caer pueda tornarse en un bucle de memoria y recuerdos que escarban en las raíces del mal y su onda expansiva en la penúltima Colombia.
El inicio de la novela, gracias a Babelia:
I. Una sola sombra larga
El primero de los hipopótamos, un macho del co­lor de las perlas negras y tonelada y media de peso, cayó muerto a mediados de 2009. Había escapado dos años atrás del antiguo zoológico de Pablo Escobar en el valle del Magdalena, y en ese tiempo de libertad había destrui­do cultivos, invadido abrevaderos, atemorizado a los pes­cadores y llegado a atacar a los sementales de una hacienda ganadera. Los francotiradores que lo alcanzaron le dispa­raron un tiro a la cabeza y otro al corazón (con balas de calibre .375, pues la piel de un hipopótamo es gruesa); posaron con el cuerpo muerto, la gran mole oscura y ru­gosa, un meteorito recién caído; y allí, frente a las prime­ras cámaras y los curiosos, debajo de una ceiba que los protegía del sol violento, explicaron que el peso del animal no iba a permitirles transportarlo entero, y de inmediato comenzaron a descuartizarlo. Yo estaba en mi apartamen­to de Bogotá, unos doscientos cincuenta kilómetros al sur, cuando vi la imagen por primera vez, impresa a media página en una revista importante. Así supe que las vísceras habían sido enterradas en el mismo lugar en que cayó la bestia, y que la cabeza y las patas, en cambio, fueron a dar a un laboratorio de biología de mi ciudad. Supe también que el hipopótamo no había escapado solo: en el momen­to de la fuga lo acompañaban su pareja y su cría —o los que, en la versión sentimental de los periódicos menos escrupulosos, eran su pareja y su cría—, cuyo paradero se desconocía ahora y cuya búsqueda tomó de inmediato un sabor de tragedia mediática, la persecución de unas cria­turas inocentes por parte de un sistema desalmado. Y uno de esos días, mientras seguía la cacería a través de los periódicos, me descubrí recordando a un hombre que llevaba mucho tiempo sin ser parte de mis pensamientos, a pesar de que en una época nada me interesó tanto como el mis­terio de su vida.
Durante las semanas que siguieron, el recuerdo de Ricardo Laverde pasó de ser un asunto casual, una de esas malas pasadas que nos juega la memoria, a convertirse en un fantasma fiel y dedicado, presente siempre, su figu­ra de pie junto a mi cama en las horas de sueño, mirándo­me desde lejos en las de la vigilia. Los programas de radio de la mañana y los noticieros de la noche, las columnas de opinión que todo el mundo leía y los blogueros que no leía nadie, todos se preguntaban si era necesario matar a los hipopótamos extraviados, si no bastaba con acorralarlos, anestesiarlos, devolverlos al África; en mi apartamento, lejos del debate pero siguiéndolo con una mezcla de fascinación y repugnancia, yo pensaba cada vez con más concentración en Ricardo Laverde, en los días en que nos conocimos, en la brevedad de nuestra relación y la longevidad de sus consecuencias. En la prensa y en las pantallas las autoridades hacían el inventario de las enfer­medades que puede propagar un artiodáctilo —y usaban esa palabra, artiodáctilo, nueva para mí—, y en los barrios ricos de Bogotá aparecían camisetas con la leyenda Save the hippos; en mi apartamento, en largas noches de lloviz­na, o caminando por la calle hacia el centro, yo comenza­ba a recordar el día en que murió Ricardo Laverde, e in­cluso a empecinarme con la precisión de los detalles. Me sorprendió el poco esfuerzo que me costaba evocar esas palabras dichas, esas cosas vistas o escuchadas, esos dolores sufridos y ya superados; me sorprendió también con qué presteza y dedicación nos entregamos al dañino ejercicio de la memoria, que a fin de cuentas nada trae de bueno y sólo sirve para entorpecer nuestro normal funcionamien­to, igual a esas bolsas de arena que los atletas se atan alrededor de las pantorrillas para entrenar. Poco a poco me fui dando cuenta, no sin algo de pasmo, de que la muerte de ese hipopótamo daba por terminado un episodio que en mi vida había comenzado tiempo atrás, más o menos como quien vuelve a su casa para cerrar una puerta que se ha que­dado abierta por descuido.
Y es así que se ha puesto en marcha este relato. Nadie sabe por qué es necesario recordar nada, qué bene­ficios nos trae o qué posibles castigos, ni de qué manera puede cambiar lo vivido cuando lo recordamos, pero re­cordar bien a Ricardo Laverde se ha convertido para mí en un asunto de urgencia. He leído en alguna parte que un hombre debe contar la historia de su vida a los cuaren­ta años, y ese plazo perentorio se me viene encima: en el momento en que escribo estas líneas, apenas unas cuantas semanas me separan de ese aniversario ominoso. La histo­ria de su vida. No, yo no contaré mi vida, sino apenas unos cuantos días que ocurrieron hace mucho, y lo haré además con plena conciencia de que esta historia, como se advier­te en los cuentos infantiles, ya ha sucedido antes y volverá a suceder.
Que me haya tocado a mí contarla es lo de menos.
El día de su muerte, a comienzos de 1996, Ricardo Laverde había pasado la mañana caminando por las aceras estrechas de La Candelaria, en el centro de Bogotá, entre casas viejas con tejas de barro cocido y placas de mármol que reseñan para nadie momentos históricos, y a eso de la una llegó a los billares de la calle 14, dispuesto a jugar un par de chicos con los clientes habituales. No parecía ner­vioso ni perturbado cuando empezó a jugar: usó el mismo taco y la misma mesa de siempre, la que había más cerca de la pared del fondo, debajo del televisor encendido pero mudo. Completó tres chicos, aunque no recuerdo cuántos ganó y cuántos perdió, porque esa tarde no jugué con él, 16 sino en la mesa de al lado. Pero recuerdo bien, en cambio, el momento en que Laverde pagó las apuestas, se despidió de los billaristas y se dirigió a la puerta esquinera. Iba pasando entre las primeras mesas, que suelen estar vacías porque el neón hace sombras raras sobre el marfil de las bolas en ese punto del local, cuando trastabilló como si hubiera tropezado con algo. Se dio la vuelta y volvió a don­de estábamos nosotros; esperó con paciencia a que yo ter­minara la serie de seis o siete carambolas que había comen­zado, e incluso aplaudió brevemente una a tres bandas; y después, mientras me veía marcar en el tablero los tantos que había conseguido, se me acercó y me preguntó si no sabía dónde le podían prestar un aparato de algún tipo para oír una grabación que acababa de recibir. Muchas veces me he preguntado después qué habría pasado si Ri­cardo Laverde no se hubiera dirigido a mí, sino a otro de los billaristas. Pero es una pregunta sin sentido, como tan­tas que nos hacemos sobre el pasado. Laverde tenía buenas razones para preferirme a mí. Nada puede cambiar ese hecho, así como nada cambia lo que sucedió después.
Lo había conocido a finales del año anterior, un par de semanas antes de Navidad. Yo estaba a punto de cumplir veintiséis años, había recibido mi diploma de abogado dos años atrás y, aunque sabía muy poco del mundo real, el mundo teórico de los estudios jurídicos no guardaba ningún secreto para mí. Después de graduarme con honores —una tesis sobre la locura como eximente de responsabilidad pe­nal en Hamlet: todavía hoy me pregunto cómo logré que la aceptaran, ya no digamos que la distinguieran—, me había convertido en el titular más joven de la historia de mi cá­tedra, o eso me habían dicho mis mayores al momento de proponérmela, y estaba convencido de que ser profesor de Introducción al Derecho, enseñar los fundamentos de la carrera a generaciones de niños asustados que acaban de salir del colegio, era el único horizonte posible de mi vida. Allí, de pie sobre una tarima de madera, frente a filas y filas de muchachitos imberbes y desorientados y niñas impresionables de ojos constantemente abiertos, recibí mis primeras lecciones sobre la naturaleza del poder. De esos estudiantes primerizos me separaban apenas unos ocho años, pero entre nosotros se abría el doble abismo de la autoridad y del conocimiento, cosas que yo tenía y de las que ellos, recién llegados a la vida, carecían por completo. Me admi­raban, me temían un poco, y me di cuenta de que uno podía acostumbrarse a ese temor y esa admiración, de que eran como una droga. A mis alumnos les hablaba de los espeleólogos que se quedan atrapados en una cueva y al cabo de varios días comienzan a comerse entre sí para so­brevivir: ¿les asiste o no el Derecho? Les hablaba del viejo Shylock, de la libra de carne que le iban a quitar, de la astuta Portia que se las arregló para impedirlo con un tec­nicismo de leguleyo: me divertía viéndolos manotear y vociferar y perderse en argumentos ridículos en su intento por encontrar, en la maraña de la anécdota, las ideas de Ley y de Justicia. Luego de esas discusiones académicas llegaba a los billares de la calle 14, lugares llenos de humo y de techos bajos donde ocurría la otra vida, la vida sin doctrinas ni jurisprudencias. Allí, entre apuestas de poco dinero y tragos de café con brandy, se terminaba mi día, a veces en compañía de uno o dos colegas, a veces con alumnas que luego de unos cuantos tragos podían acabar en mi cama. Yo vivía cerca, en un décimo piso donde el aire siempre estaba frío, donde la vista hacia la ciudad erizada de ladri­llo y cemento siempre era buena, donde mi cama siempre estaba abierta para discutir en ella la concepción que tenía Cesare Beccaria de las penas, o bien un capítulo difícil de Bodenheimer, o incluso un simple cambio de nota por la vía más expedita. La vida, en esas épocas que ahora me parecen pertenecer a otro, estaba llena de posibilidades. También las posibilidades, constaté después, pertenecían a otro: se fueron extinguiendo imperceptiblemente, como la marea que se retira, hasta dejarme con lo que ahora soy.
Por esos días mi ciudad comenzaba a desprender­se de los años más violentos de su historia reciente. No hablo de la violencia de cuchilladas baratas y tiros perdidos, de cuentas que se saldan entre traficantes de poca monta, sino la que trasciende los pequeños resentimientos y las pequeñas venganzas de la gente pequeña, la violencia cuyos actores son colectivos y se escriben con mayúscula: el Es­tado, el Cartel, el Ejército, el Frente. Los bogotanos nos habíamos acostumbrado a ella, en parte porque sus imá­genes nos llegaban con portentosa regularidad desde los noticieros y los periódicos; ese día, las imágenes del más reciente atentado habían empezado a entrar, en forma de boletín de última hora, por la pantalla del televisor. Pri­mero vimos al periodista que presentaba la noticia desde la puerta de la clínica del Country, después vimos una imagen del Mercedes acribillado —a través de la ventana destrozada se veía el asiento trasero, los restos de cristales, los brochazos de sangre seca—, y al final, cuando ya los movimientos habían cesado en todas las mesas y se había hecho el silencio y alguien había pedido a gritos que le subieran el volumen al aparato, vimos, encima de las fechas de su nacimiento y de su muerte todavía fresca, la cara en blanco y negro de la víctima. Era el político conservador Álvaro Gómez, hijo de uno de los presidentes más contro­vertidos del siglo y él mismo candidato a la presidencia más de una vez. Nadie preguntó por qué lo habrían ma­tado, ni quién, porque esas preguntas habían dejado de tener sentido en mi ciudad, o se hacían de manera retóri­ca, sin esperar respuesta, como única manera de reaccionar ante la nueva cachetada. No lo pensé en ese momento, pero esos crímenes (magnicidios, los llamaba la prensa: yo aprendí muy pronto el significado de la palabrita) habían vertebrado mi vida o la puntuaban como las visitas im­predecibles de un pariente lejano. Yo tenía catorce años esa tarde de 1984 en que Pablo Escobar mató o mandó matar a su perseguidor más ilustre, el ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla (dos sicarios en moto, una curva de la calle 127). Tenía dieciséis cuando Escobar mató o man­dó matar a Guillermo Cano, director de El Espectador (a pocos metros de las instalaciones del periódico, el ase­sino le metió ocho tiros en el pecho). Tenía diecinueve y ya era un adulto, aunque no había votado todavía, cuan­do murió Luis Carlos Galán, candidato a la presidencia del país, cuyo asesinato fue distinto o es distinto en nues­tro imaginario porque se vio en televisión: la manifestación que vitoreaba a Galán, luego las ráfagas de metralleta, lue­go el cuerpo desplomándose sobre la tarima de madera, cayendo sin ruido o su ruido oculto por el bullicio del tumulto y por los primeros gritos. Y poco después fue lo del avión de Avianca, un Boeing 727-21 que Escobar hizo estallar en el aire —en algún lugar del aire que hay entre Bogotá y Cali— para matar a un político que ni siquiera estaba en él.
De manera que todos los billaristas lamentamos el crimen con la resignación que ya era una suerte de idio­sincrasia nacional, el legado que nos dejaba nuestro tiem­po, y luego volvimos a nuestros chicos respectivos. Todos, digo, menos uno cuya atención se había quedado fija en la pantalla, donde las imágenes habían pasado a la si­guiente noticia y ahora presentaban una escena de aban­dono: una plaza de toros invadida por la maleza hasta las banderas (o el espacio donde las banderas hubieran exis­tido), un cobertizo donde se oxidaban varios carros anti­guos, un gigantesco tiranosaurio cuyo cuerpo se caía a pedazos y revelaba una compleja estructura metálica, tris­te y desnuda como un viejo maniquí de mujer. Era la Hacienda Nápoles, el territorio mitológico de Pablo Es­cobar, que en otros años había sido el cuartel general de su imperio y había quedado abandonada a su suerte des­de la muerte del capo en 1993. La noticia hablaba de ese abandono: de las propiedades incautadas a los narcos, de los millones de dólares desperdiciados por las autoridades que no sabían cómo disponer de esas propiedades, de todo lo que hubiera podido hacerse y no se había hecho con aquellos patrimonios de fábula. Y fue entonces que uno de los jugadores de la mesa más cercana al televisor, que hasta el momento no se había hecho notar de ninguna otra manera, habló como si hablara para sí mismo, pero lo hizo en voz alta y espontánea, como los que, a fuerza de vivir en soledad, han olvidado la posibilidad misma de ser oídos.
«A ver qué van a hacer con los animales», dijo. «Los pobres se están muriendo de hambre y a nadie le importa.»
Alguien preguntó a qué animales se refería. El hom­bre sólo dijo: «Qué culpa tienen ellos de nada».
Éstas fueron las primeras palabras que le oí decir a Ricardo Laverde. No dijo nada más: no dijo, por ejemplo, a qué animales se refería, ni cómo sabía que se estaban muriendo de hambre. Pero nadie se lo preguntó, porque todos allí teníamos edad suficiente para haber conocido los mejores años de la Hacienda Nápoles. El zoológico era un lugar de leyenda que, bajo el aspecto de la mera excen­tricidad de un narco millonario, prometía a los visitantes un espectáculo que no pertenecía a estas latitudes. Yo lo había visitado a los doce años, durante las vacaciones de diciembre; lo había visitado, por supuesto, a escondidas de mis padres: la sola idea de que su hijo pusiera un pie en la propiedad de un reconocido mafioso les hubiera parecido escandalosa, ya no digamos la perspectiva de di­vertirse haciéndolo. Pero yo no podía dejar de ver lo que estaba en boca de todos. Acepté la invitación que me hacían los padres de un amigo; un fin de semana madrugamos para recorrer las seis horas de carretera que había entre Bogotá y Puerto Triunfo; y una vez en la hacienda, tras pasar por debajo del portón de piedra (el nombre de la propiedad se leía en gruesas letras azules), dejamos que se nos fuera la tarde entre tigres de Bengala y guacamayas de la Amazonía, caballos pigmeos y mariposas del tamaño de una mano y hasta un par de rinocerontes indios que, según nos explicó un muchacho de acento paisa y chaleco camuflado, acababan de llegar por esos días. Y luego esta­ban los hipopótamos, por supuesto, ninguno de los cuales había huido todavía en esos tiempos de gloria. Así que yo sabía bien a qué animales se refería aquel hombre; no sabía, en cambio, que esas pocas palabras me lo traerían a la memoria casi catorce años más tarde. Pero todo eso lo he pensado después, como es evidente: aquel día, en los bi­llares, Ricardo Laverde fue sólo uno más de tantos que en mi país habían seguido con pasmo el auge y caída de uno de los colombianos más notorios de todos los tiempos, y no le presté demasiada atención.
Lo que recuerdo de ese día, eso sí, es que no me pareció intimidante: era tan delgado que su estatura en­gañaba, y había que verlo de pie junto a un taco de billar para percatarse de que apenas si llegaba al metro setenta; su escaso pelo del color de los ratones y su piel reseca y sus uñas largas y siempre sucias daban una imagen de enfer­medad o dejadez, la dejadez de un terreno baldío. Acaba­ba de cumplir los cuarenta y ocho, pero parecía mucho más viejo. Hablaba con esfuerzo, como si le faltara el aire; su pulso era tan flojo que la punta azul de su taco tembla­ba siempre frente a la bola, y era casi milagroso que no se descachara más a menudo. Todo en él parecía cansado. Una tarde, después de que Laverde se hubiera ido, alguno de sus compañeros de juego (un hombre de su misma edad pero que se movía mejor, que respiraba mejor, que sin duda está vivo todavía y quizás incluso esté leyendo estas memorias) me reveló la razón sin que yo le hubiera pre­guntado nada. «Es por la cárcel», me dijo, enseñándome al hablar un destello breve de diente de oro. «La cárcel cansa a la gente.» «¿Estuvo preso?» «Acaba de salir. Estuvo como veinte años, eso es lo que dicen.»

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