19 ago 2011

El asesino de Oslo

El falso templario/Javier Sierra, escritor, autor de novelas como El ángel perdido o Las puertas templarias
Publicado en EL MUNDO, 26/07/11;
«Soy un caballero templario, masón. Llamo a hacer la guerra contra los marxistas y los islamistas…». Esta breve declaración que Anders Behring Breivik difundió por las redes sociales horas antes de acometer su masacre en la isla de Utoya y en el centro de Oslo, podría
esconder el hilo maestro del que tirar si queremos comprender su verdadera personalidad. Estamos ante un temperamento de hielo, elaborado sobre el convencimiento de que su fin -la liberación de Europa de la «guerra demográfica» islámica y lo que él llama la permisiva cultura marxista- ha justificado la muerte de más de 90 personas, la mayoría jóvenes de entre 14 y 19 años. Pero desde ese ovillo se vislumbra también una mente construida sobre la cuidada y extendida tergiversación histórica de una de las órdenes religioso-militares más dadas a la manipulación desde hace al menos dos siglos: la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, los templarios.
El autorretrato de menos de 140 caracteres de este monstruo se ha complementado en estas horas con un texto de 1.492 páginas que el propio Breivik ha tardado nueve años en armar, y que ha titulado 2083: Una declaración de independencia europea. En él no sólo ha confiado al morbo ciudadano una completa guía para terroristas de su ralea («caballeros de justicia» los llama), sino que expone cómo comenzó a fraguar su acción tras los atentados del 11-S y convencerse de que alguien debía de poner coto, de una vez por todas, a la islamización del occidente cristiano.
Para ello ha recurrido al mismo imaginario que los nazis, idealizando a los templarios como los héroes que primero se enfrentaron al Islam y pergeñaron -en algún recóndito cónclave de sus viejos maestres- una Europa unida, blanca y cristiana. Una idealización que incluso explicaría la alusión a esos nueve años de trabajo, en un claro guiño a los nueve años invertidos por los primeros nueve caballeros de la orden en proteger y excavar el solar del otrora Templo de Salomón en Jerusalén, hacia los años 1118 y 1127, y que marcaron el inicio de una aventura que en menos de dos siglos los llevaría a señorear el Viejo Mundo.

Sin embargo, como todos los tópicos históricos, el de este noruego de rostro atractivo y mirada firme está lleno de falsedades. De entrada, debería haber tenido en cuenta que los templarios fueron hijos del tiempo de las Cruzadas y que incluso ellos nacieron envueltos en la polémica y no aclamados urbi et orbe como salvadores de Europa. Ellos fueron los primeros en combinar el ideal espiritual del monje con el del hombre de armas, despertando toda suerte de suspicacias. ¿Podía un hombre de Dios, ascético y casto, empuñar una espada para matar?, se preguntaron entonces algunos de los intelectuales más importantes de la Edad Media.

En los textos de San Agustín, primero -que aceptaba el uso de la fuerza en ciertas condiciones, al servicio de la fe-, y en el Papa que dio la bienvenida a la creación de soldados de Cristo, Gregorio VII, después, los templarios encontraron la coartada perfecta para fundar una organización híbrida como la suya. Sus miembros debían ser espirituales, disciplinados, sobrios y estar alejados de los pecados de la carne, algo en lo que Breivik -por cierto- cayó de bruces antes de sus crímenes al contratar a una prostituta de lujo para celebrar su despedida del anonimato.

Pero hay más contradicciones que el asesino de Oslo ha obviado. En los estatutos originales de la Orden del Temple, redactados hacia 1130, quedaba claro que su principal misión era la protección de los peregrinos que querían postrarse en Tierra Santa. Se convirtieron así en los guardianes del mayor éxodo migratorio de su tiempo, entrando en contacto con personas de toda condición y raza, desde los arios de Centroeuropa a los heterogéneos habitantes de la Península Ibérica. No es difícil imaginar lo poco convencido que hubiera estado el caballero templario Breivik en semejante tesitura. Y máxime cuando ni siquiera los principales expertos en el Temple se han puesto de acuerdo aún para subrayar la presunta ferocidad de la orden hacia el islam. Mientras Malcom Barber, profesor de Historia Medieval en la Universidad de Reading y uno de los más aplaudidos autores de ensayos sobre el Temple, apenas se atreve a describirlos como una «orden de monjes dedicados a usar la fuerza al servicio de la causa cristiana», otros afirman que su enemigo nunca fue el sarraceno.

Ése es el caso del recientemente fallecido Juan G. Atienza. En 1983, en un ensayo que tituló La mística solar de los templarios y en el que advertía de cómo la manipulación de ciertos ideales de la orden estaba dando lugar a corrientes extremistas políticas y criminales, afirmaba que «nada en la regla del Temple que escribió Jehan Michel al dictado de San Bernardo [de Claraval] deja entrever, explícitamente al menos, que la orden tuviera como fin militar, guerrero, político o siquiera religioso, combatir contra el Islam».

Anders Behring Breivik ha metido, pues, la pata hasta el fondo.
O tal vez no. Porque en ese mismo manifiesto que acaba de hacer público deja claro que no milita en el Temple original -un imposible histórico, ya que la orden comenzó a desmantelarse en Francia en 1307 bajo controvertidas acusaciones de herejía y homosexualidad, y no existe desde 1314-, sino en un Temple refundado del que nadie había oído hablar hasta ahora.
Según Breivik, en la primavera del año 2000 representantes de ocho países se dieron cita en Londres para resucitar esta orden. El empeño de ese cónclave secreto integrado por personas ocultas tras nombres en clave estaba, según él, más que justificado. «Europa y la cristiandad han estado bajo ataques constantes del Islam durante los últimos 1.400 años», escribió para añadir a renglón seguido su convencimiento de que la última batalla abierta entre ambos, la demográfica, terminará por hacer de nuestro continente un lugar poblado por un 50% de musulmanes en el año 2083.

En esa reunión, de la que no aporta ningún detalle comprobable, delegados de Reino Unido, Francia, Alemania, Holanda, Grecia, Rusia, Noruega y Serbia decidieron crear un organigrama integrado por «caballeros de la justicia» que actuarán «como juez, jurado y verdugo» contra los intereses de islámicos y marxistas en un plan premeditado que se desarrollará durante las próximas siete décadas.

No parece que la policía haya dado mucho crédito a los planes de quien parece un loco solitario, ahora interesado en presentarse ante la opinión pública como una suerte de profeta de la reconquista de Europa. Pero aunque su manifiesto contiene ideas propias de una novela de intriga, conviene no ignorar que en el pasado hubo grupos neotemplarios que se vieron implicados en asuntos igualmente turbios. ¿Por qué nadie recuerda ya los misteriosos suicidios -todavía la policía duda de ese término- que en el otoño de 1994 se cobraron la vida de 53 personas en Suiza y Canadá, vinculados a una autoproclamada Orden del Templo Solar (OTS)? Aquella rama del templarismo moderno la encabezaba el homeópata Luc Jouret y un joyero francés llamado Joseph di Mambro, vinculado a una mucho más conocida Orden Soberana y Militar del Templo de Jerusalén (OSMTJ), fundada en tiempos de Napoleón I y que terminaría siendo infiltrada en los años setenta por los servicios secretos franceses para controlar a personas de ideologías afines a la de Breivik. Los oscuros manejos de sus líderes y las tensiones por hacerse con el poder de aquel grupo desembocaron en un episodio tan turbio que aún hoy sigue estremeciendo a quien repase las hemerotecas.
El asesino de Oslo se suma, pues, a esa legión de «peligrosos soñadores» de la que quiso advertirnos Atienza en su libro de hace casi tres décadas. Gentes que persiguen una «exaltación mística de la violencia bajo la excusa de la instauración de un orden nuevo, viejo como la historia misma del ser humano».
Quizá sea eso lo único que Breivik y otros como él tengan en común con los templarios de hace nueve siglos. Porque, por lo demás, se disolvieron en una época en la que ya no cabían las luchas extremas… y que ojalá no regrese nunca.
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