Columna Razones, en Excéslior, 8 de octubre de 2012
La muerte de José Eduardo Moreira es triste y dolorosa desde cualquier punto de vista. Nadie debería pasar por una situación similar: los hijos no deberían morir antes que los padres. Y mucho menos asesinados a sangre fría en un oscuro camino abandonado. No sabemos por qué, pero resulta evidente que José Eduardo fue asesinado en una suerte de venganza, en un ajuste de cuentas en el cual la víctima no tenía responsabilidad alguna que pagar.
Desde
días atrás, grupos criminales amenazaban con atacar a integrantes de la familia
Moreira. Lo hacían con mantas distribuidas en toda la zona de
Ciudad Acuña, una ciudad donde asienta sus reales Miguel Ángel Treviño, El
Z-40, uno de los jefes de Los Zetas enfrentado a muerte con el cártel del
Pacífico pero cada vez más, también, con sus ex compañeros encabezados por
Heriberto Lazcano, El Lazca, y que tenían en el estado de Coahuila una pieza
clave, un enemigo feroz de Treviño, que acaba de ser detenido, apodado El
talibán, Iván Velázquez Caballero.
La guerra entre Los Zetas,
entre el grupo de Treviño y el cártel del Pacífico y con las autoridades es
brutal y ha convertido a Coahuila en uno de los dos o tres territorios más
violentos e inseguros en todo el país.
Pero también en los cuales
las venganzas son más crueles. Según los informes oficiales, Treviño es de los
narcotraficantes no sólo más violento, sino también más despiadado. Lo es con
sus ex aliados, con quienes considera traidores, con sus enemigos y como una
forma de intimidación. Pero la ruptura ha redoblado esa violencia sobre todo
después de que fue desmantelada buena parte de su red de lavado de dinero y
operación en Estados Unidos, red que encabezaba su hermano José. Días atrás
había muerto en un enfrentamiento con fuerzas de seguridad uno de sus sobrinos.
El grupo de Treviño, como ha ocurrido con todos los derivados del cártel del
Golfo, tiene una estructura vertical y que depende en un alto grado de las
relaciones familiares. Las venganzas contra otras familias no deben ser ajenas
a su lógica de respuesta. Y algo de eso sucedió con la muerte de José Eduardo.
El tema se hace más complejo
porque se enmarca en una fuerte disputa política y familiar. Ni José Eduardo ni ningún otro integrante
de la familia Moreira, de la rama de Humberto, tiene protección de parte de las
autoridades estatales que encabeza su hermano y sucesor, Rubén. La relación
personal y política entre los dos hermanos se ha deteriorado desde la campaña
de Rubén, y Humberto, como lo dijo, traspasado por el dolor horas después de la
muerte de su hijo, se siente traicionado, siente que han sido desleales con él
y extraoficialmente cree que lo hicieron único responsable de la llamada crisis
de la deuda pública del estado, que le costó la presidencia nacional del PRI y
la marginación política.
Además,
Rubén y Humberto quedaron, dentro del priismo, en corrientes enfrentadas. La
distancia es tanta que, hace algunas semanas, al bautizo del hijo más pequeño
de Humberto Moreira no fueron ni su hermano Rubén ni ningún integrante del
gabinete estatal.
Tampoco estuvo el actual
gobernador y tío de la víctima en las exequias de José Eduardo.
De allí deviene la virulencia
de los mensajes de la joven viuda de José Eduardo. Pueden ser justos o no sus
reclamos, posiblemente no lo son, pero, primero, nadie puede pedirle a una
joven de poco más de 20 años, a la que le acaban de destrozar la vida, al matar
a su esposo y al padre de su hijo, que se modere en sus expresiones y, segundo,
esas expresiones están alimentados por el dolor, pero también por la fractura
familiar. Y que, derivado de ésta, el joven y la familia de Humberto estaban en
una tierra particularmente violenta sin protección alguna.
De todas formas debe haber
claridad: las investigaciones están indicando que José Eduardo fue asesinado
por grupos del narcotráfico coludidos con las autoridades de Ciudad Acuña.
Hasta dónde llega esa complicidad
no lo sabemos, pero resulta indudable que es muy profunda. Las investigaciones
en curso deben dar una respuesta creíble y verosímil.
Cualquier otra opción nos
dejará en un terreno de especulaciones y desconfianzas mucho mayores.
Como ocurrió con Rodolfo
Torre, con el alcalde de La Piedad, Ricardo Guzmán y en muchos otros casos más.
La diferencia es que ahora la víctima no es un protagonista político, sino su
hijo. Con ello, el crimen adquiere otra dimensión.
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