10 feb 2013

Entre cuerpos mutilados, ensangrentados.../crónica


Entre cuerpos mutilados, ensangrentados.../ISRAEL FUGUEMANN, empleado de Pemex y licenciado en periodismo por la Escuela Carlos Septién García.
 Proceso No 1893, 10 de febrero de 2013
Una dramática vorágine de historias, personajes y escenas bulle en el relato que un empleado del complejo administrativo de Pemex escribió para Proceso con base en su conocimiento de algunas de las víctimas y las circunstancias en que ocurrió la explosión del 31 de enero en el edificio B-2 de la empresa paraestatal. Esta es su crónica personal de la tragedia…
 Son las 15:40 horas del jueves 31 de enero. En el edificio B-2 del Complejo Administrativo de Pemex, como de costumbre Conchita atiende el mostrador donde se reciben los contratos de los trabajadores; Enrique Marín está absorto ante su computadora mientras Irving Omar tiene tomada de la mano a su pequeña hija Dafne Sherlyn, quien espera la entrega de la credencial del servicio médico.

 En la oficina de Recursos Humanos, en la planta baja del edificio B-2, por lo menos un centenar de empleados labora con normalidad. Debajo de ellos, en el sótano, donde se halla una parte del archivo, don Gus se prepara pues nada más le faltan 20 minutos para checar tarjeta. Frente a su pequeña oficina está la “cuadrilla de pulidores”, donde los trabajadores se cambian de ropa.
 De pronto el estruendo de una explosión dispara el caos, el pánico, la confusión y la mirada absorta de toda una nación. Se han colapsado los primeros tres niveles del edificio B-2 en el centro neurálgico de la empresa más importante del país. Cientos de trabajadores huyen descontrolados mientras muchos otros auxilian a sus compañeros atrapados entre los escombros.
 Poco a poco los heridos salen de la zona. Algunos pueden hacerlo sin ayuda, como Ana Karen, una joven ingeniera química que en el momento de la explosión estaba formada afuera de uno de los bancos aledaños al complejo, esperando para hacer un pago. Los menos afortunados lo hacen en brazos de quienes acudieron en su auxilio: son cuerpos ensangrentados, algunos de ellos mutilados, que emergen de entre una nube inmensa de polvo y humo. Son muchos los heridos, y las manos que en ese momento ayudan parecen insuficientes.
 Entre el desastre la gente corre sin saber a ciencia cierta qué pasó. Las llamadas de los celulares se agolpan y provocan que la red sea para muchos inservible. Madres que intentan encontrar a sus hijos; hijos en busca de sus padres. Más de 100 de ellos no volverán a sus casas esa noche porque están hospitalizados; 37 nunca más regresarán.
 Alan corre de puerta en puerta con su pesada mochila a la espalda; su uniforme lo identifica como estudiante de secundaria. Sus dos grandes preocupaciones son su pequeña hermana –que se encuentra en el Cendi, dentro del complejo– y su madre, Carolina, quien trabajaba exactamente en el lugar de la explosión. Cuatro días después su mamá se convertirá en la víctima número 37 y él llorará inconsolable frente a su ataúd.
 Las instalaciones de Pemex son acordonadas. Llegan ambulancias, bomberos, la Cruz Roja, policías, marinos y soldados, equipos de rescate, todos los que pueden ayudar en una catástrofe como ésta. La ciudad vive la conmoción y las redes sociales alimentan las primeras informaciones. También aparecen ahí algunos medios, reporteros que intentan averiguar algo. Pero la zona es inaccesible y las especulaciones crecen.
 Comienza la agonía de las horas más difíciles y largas, las de búsqueda y rescate de las víctimas.
 Los afanes
 “¡Silenciooooo totaaaaal!
 “Somos el grupo de búsqueda y rescate; si hay alguien ahí, grite o pegue ahora…”
 La voz amplificada por un megáfono busca colarse entre los escombros y espera una respuesta. Pero no. Nada pasa. Sólo silencio.
 Las imágenes son brutales: la losa del edificio se ha desplomado, las vigas de acero están dobladas y el mobiliario de oficina está regado por doquier. La “figura fantasmagórica” del terremoto de 1985 –que Carlos Monsiváis describe en No sin nosotros– está más presente que nunca. Y con ella viene el miedo.
 Uno a uno van llegando los voluntarios y pese a la descoordinación reinante, los topos, paramédicos y rescatistas con perros entrenados comienzan a sacar a las primeras víctimas.
 Enrique Marín Mercado era un tipo atlético, alto, de tez blanca y un excelente pítcher. Y precisamente sus lanzamientos de bolas rápidas lo llevaron a trabajar a Pemex. Durante los últimos años lanzó desde el montículo para la selección de beisbol de la Sección 34, a la que hizo campeona varias veces en los Juegos Deportivos Nacionales Petroleros que se organizan cada año. Trabajaba en el área de Recursos Humanos. Cuando hallaron su cuerpo entre los escombros, su mano semidoblada daba la idea de que tomaba por última vez una pelota de beisbol para lanzar sus famosas curvas y sliders.
Fue el número 17 de la lista que el personal interno llevaba hasta ese momento. Algunos de sus compañeros lo identificaron inmediatamente por la credencial que fue recogida entre sus pertenencias. El día de su sepelio sus amigos le brindaron un homenaje: Como si estuvieran en el diamante de juego todos se pusieron los jerseys del equipo para despedirlo.
Los trabajadores de Pemex que se afanan alrededor de la zona de desastre miran anonadados la imagen funesta del edificio B-2. La de Recursos Humanos era un área de mucho movimiento. Gente que entraba y salía a toda hora. Para muchos era el corazón laboral del Centro Administrativo. En sus cubículos se gestionaban muchas de las prestaciones del contrato colectivo de Petróleos Mexicanos, uno de los más robustos del mundo.
Del techo cuelga el cuerpo de un hombre que quedó incrustado ahí por la gran fuerza de la explosión. Debajo de él los rescatistas maniobran sobre monitores, impresoras, sillas y los restos de losa derrumbada para alcanzarlo. No pudieron bajarlo sino hasta horas después. Llevaba un traje café, una camisa lila y una corbata que se movía con el viento de la noche.
Dentro de este mar de escombros un Diccionario de la lengua española, de la Real Academia, sale intacto. Un soldado que busca entre las piedras lo halla y lo hojea unos segundos. Parece como si entre todas esas palabras del castellano quisiera encontrar las correctas para describir la escena que tiene ante sí. Pero no encuentra las que describan tal horror y lo arroja, como ha botado la madera, la losa y todo lo que cubre a quienes yacen bajo tierra.
Debajo de los oficinistas se ubicaba la potabilizadora de agua, la que suministraba garrafones para todas las dependencias. También trabajaban ahí los pulidores, que tan necesarios serán en los próximos días para limpiar las huellas del desastre. Y cuatro contratistas externos de los que sólo uno sobrevivirá y será indispensable para identificar los cuerpos de sus compañeros extraviados, los últimos en hallarse después de cuatro días.
En la madrugada el número de cuerpos sin vida aumenta. Circulan historias que desenmascaran la realidad. Se sabe que una pequeña de nombre Dafne, de nueve años, está desaparecida junto con su padre.
Héctor Pulido está tumbado en el suelo afuera de las oficinas de Contra Incendio. Tiene el rostro desencajado. El abuelo y padre no acaba de creer lo que está viviendo; sabe que su hijo y su nieta estaban en las oficinas cuando ocurrió la explosión. Pocas horas después fueron hallados los cadáveres de ambos.
Armando el rompecabezas
Después de un día las autoridades resuelven que la etapa de “búsqueda y rescate ha terminado”, pese a las protestas de muchos trabajadores que saben que debajo de los escombros todavía hay gente, no saben si viva o muerta. Ellos quieren seguir buscando, pero se los impiden por miedo a algo que no quieren compartir. El heroísmo abunda, pero es infértil ante el hermetismo.
Los trabajos pasan a otra etapa: El rescate de documentos. Las zonas destruidas guardaban historias laborales completas. Años y años de esfuerzo y trabajo, vidas enteras dedicadas a la empresa que sostiene económicamente al país.
Los restos de la papelería se hallan desperdigados por el suelo y hasta en las copas de algunos árboles. La Marina, el Ejército y las cuadrillas de Pemex forman una cadena humana e intensifican la recolección de lo que quedó de los archivos. Los documentos son depositados en decenas de bolsas de plástico que poco a poco forman una gran montaña con trozos de historias de vida que tendrán que volverse a unir.
Espontáneamente cientos de manos llegan a ayudar. No lo hacen levantando cascajo, cortando varillas o cargando muebles destruidos. Lo hacen de otra manera igual de necesaria. Los petroleros deciden existir a través de la solidaridad: llegan con un poco de pan, refresco o agua para los brigadistas que trabajan en la “zona cero”.
Quienes están dentro del complejo –fuertemente custodiado por cientos de armas– sólo escuchan fragmentos de las versiones que se han dejado correr en los medios. Poco a poco, conforme llegan las cuadrillas de relevo, la tragedia va tomando forma, nombre y apellido; los petroleros informan acerca de quienes están hospitalizados y de los que han fallecido. Entonces saben que otras tragedias se están escribiendo en los hospitales y funerarias.
Una de las historias que circula más es la de Concepción Salvador Millán, Conchita, la mujer regordeta, bajita, de pelo corto que muchos vieron salir con vida, pero en un estado crítico. La mayoría de los trabajadores la conocían porque durante años ella fue la encargada de recibir y entregar los contratos en el área de Recursos Humanos. Era una mujer amable pero de carácter fuerte que siempre estuvo atendiendo a la gente.
Ahora ella y sus compañeros han desaparecido junto con la tranquilidad colectiva. Quienes trabajamos allí regresaremos con la zozobra de sentir un vacío que nunca volverá a llenarse.


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