3 mar 2013

Carta abierta a Ratzinger/Denise Dresser


Carta abierta a Ratzinger/Denise Dresser
Revista Proceso 1895, 24 de febrero de 2013
Le escribe una católica desilusionada con la Iglesia. Y ahora que usted renuncia las razones de esa desilusión siguen allí, persistente y dolorosamente. Marcial Maciel, pederasta. Juan Pablo II, encubridor. Legionarios de Cristo, cómplices. Norberto Rivera, omiso. La cúpula de la Iglesia católica, culpable. Difícil reconocerlo, entenderlo, admitirlo. Pero es la verdad que lleva años allí; que algunas víctimas valientes han denunciado; que algunos periodistas comprometidos han investigado; que muchos mexicanos deberían saber. Porque la podredumbre exhibida en México hace unos años sobre el fundador de los Legionarios de Cristo no es tan sólo un caso aislado de complicidad compartida, o de silencio impuesto. Evidencia lo que en latín se conoce como ignorantia affectata, la “ignorancia cultivada”. Esa mezcla de arrogancia, desdén e indiferencia manifestada por los miembros de una familia que prefiere defender la imagen de sus jerarcas, antes que proteger la inocencia de sus niños.

 Usted, dicen, merece ser aplaudido porque no rehuyó el problema, se reunió con algunas de las víctimas, exigió que Marcial Maciel se retirara de la vida pública. Pero eso no puede remediar un problema más profundo que como Papa no quiso encarar. Quizás lo que más ha sorprendido y más duele no es que Maciel –y otros sacerdotes– haya abusado de menores, sino que la Iglesia lo sabía y lo encubrió. La Iglesia estaba al tanto de su historia y la negó. Permitió que él y otros continuaran abusando, molestando, violando, saltando de parroquia en parroquia, de estado en estado, de país en país. A pesar de la primera visitación papal a la Legión para investigar los presuntos abusos sexuales de Maciel en 1956. A pesar de los reclamos reiterados de sus víctimas a lo largo de los años. A pesar de los reportajes del Canal 40, que le costaron el retiro de la publicidad empresarial por parte de multimillonarios convertidos en apóstoles del legionario libidinoso. A pesar de la investigación en el programa Círculo Rojo de Carmen Aristegui y Javier Solórzano. Ante la evidencia acumulada de comportamiento criminal por parte del clérigo, siguió la cerrazón orquestada. La negación institucionalizada. La evasión practicada por quienes prefirieron cerrar los ojos y vender el alma. Como tantos de los que usted se rodeó y a quienes protegió.

Como tantos clérigos que se convirtieron en cómplices a través de la aceptación pasiva. La mirada esquiva. La preocupación por el ascenso y la carrera, y el puesto y la reputación. La solidaridad institucional por encima de un sentido mínimo de humanidad o un entendimiento básico sobre la justicia. Usted seguramente lo sabe. Dentro de la cúpula del catolicismo hay quienes todavía se creen intocables e irreprochables, más allá de la ley y sus sanciones. Quienes piensan que los pederastas no necesitan castigo sino rehabilitación, y que no es necesario procesarlos sino perdonarlos. Quienes no están lo suficientemente enojados con lo ocurrido ni han desplegado un remordimiento creíble. Y aunque usted renuncie, carga con ese peso.

En su libro Papal Sin: Structures of Deceit, el escritor católico Garry Wills argumenta que el abuso sexual cometido por clérigos ha demostrado tres cosas: 1) La crisis de la Iglesia no está confinada a la pederastia y no se resolverá atendiendo nada más ese problema; 2) la crisis se debe fundamentalmente a la ausencia de una rendición de cuentas del mundo eclesiástico al mundo laico; 3) hay una corrupción endémica en la jerarquía de la Iglesia, causada por la secrecía, la negación y la docilidad a las directrices del Vaticano. La respuesta de la Iglesia ante el escándalo revela su lado más oscuro: una propensión persistente a la arrogancia; una cerrazón preocupante ante la crítica; un autismo alarmante ante el sufrimiento de sus feligreses. Y aunque usted renuncie, el comportamiento criticable de la Iglesia queda allí.

Benedicto, la Iglesia les ha fallado a sus víctimas y no logra entender el clamor legítimo de quienes han sido acariciados, masturbados, violados. Y el Vaticano no puede seguir eludiendo o minimizando lo ocurrido: los párrocos culpables deben ser procesados y encarcelados. Si hay una denuncia sustancial contra un sacerdote que involucre el abuso sexual de un menor, ese sacerdote debe ser removido permanentemente de su puesto. Porque dentro de la Iglesia hay, sin duda, muchos hombres y mujeres de bien. Pero los pecados de un grupo y la reacción deplorable de la burocracia católica que usted dirigió han ensuciado la reputación de toda la institución. Si su renuncia sirve de algo, debería ser para combatir la impunidad en tantos casos más. Para evitar que la pederastia sea tan sólo un asunto encubierto, tapado, silenciado. Para que la Iglesia recobre la autoridad moral que ha perdido. Para que el próximo Papa no pase a la historia como otro encubridor.

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