El humor de
Francisco/Alvaro de Diego González, director del Departamento de Periodismo, Hª y Humanidades de la Universidad a Distancia de Madrid (UDIMA
Periódico ABC | 17 de mayo de 2013
La noche
del 13 de marzo pasado un nuevo Papa se asomaba al balcón de la Basílica de San
Pedro. Aparecía con timidez, aparentemente cohibido. Al instante se demostró que
no lo suficiente para evitar un rasgo jovial, el primero de muchos. A la ya
célebre alusión a que sus «hermanos cardenales» parecían haber acudido en su
busca «casi al fin del mundo» siguió, en la posterior cena en Santa Marta, esa
cachazuda y afectuosa recriminación: «Que Dios os perdone por haberme elegido».
Las improvisaciones de Francisco, su perenne sonrisa, el constante azoramiento
a sus escoltas o el jocoso énfasis en el saludo a la representación del club de
fútbol del que es socio («eso es muy importante») permiten elevar las anécdotas
a categoría. El sentido del humor no resulta accidental en su personalidad.
Sugiere una expresión de lo que Goethe entendía como idea de la existencia,
esto es, esa forma interna de una vida que, consciente o inconscientemente, se
realiza en cada hecho y cada palabra.
El año
próximo se cumplirá medio siglo de la desaparición de Wenceslao Fernández
Flórez, insigne cronista parlamentario de ABC y uno de nuestros mejores
humoristas. No por casualidad su discurso de ingreso en la Real Academia versó
sobre «El humor en la literatura española»; todo un manifiesto si se tiene en
cuenta que lo pronunció en mayo de 1945, cuando Foxá resumía la victoria aliada
con la «Menuda patada [que] le van a dar a Franco en nuestro culo».
Sea como
fuere, Fernández Flórez consideraba el humor «una posición ante la vida», que
puede no ser solemne, pero es totalmente seria. A su juicio, en la burla
existen matices, «como en el arco iris». Frente al más sombrío sarcasmo, «cuya
risa es amarga y sale entre los dientes apretados», y la ironía, que dispone
«un ojo en serio y otro en guiños, mientras espolea el enjambre de sus avispas
de oro», el humor adopta el tono más suave. Siempre se muestra un poco
bondadoso y paternal. Esquiva tanto la acritud, «porque comprende», como la
crueldad, «porque uno de sus componentes es la ternura». «Y si no es tierno ni
es comprensivo», sentenciaba el escritor, «no es humor».
En este
sentido puede interpretarse la homilía del Papa en San Juan de Letrán centrada
en «la ternura de Dios». Poco tiene que ver esto con la «idea tajante,
estremecida y escueta» del Todopoderoso que Fernández Flórez atribuía a un
pueblo presuntamente carente de humor. El castellano, según el autor de El
bosque animado, resulta, por tanto, «fuerte, seco, rígido, enamorado de las
abstracciones».
Por el
contrario, la templada Inglaterra resultaba para don Wenceslao un semillero de
humoristas. De hecho, alumbró al católico Gilbert K. Chesterton, tan avaramente
manoseado como poco comprendido por estos pagos. Su ensayo Ortodoxia, en
absoluto rigorista, poco puede complacer a quienes en realidad son secretos
detractores de la vida. Chesterton defiende así la cruz como «símbolo tanto del
misterio como de la salud», pues hasta la humildad es motivo de alegría y
disfrute: «deberíamos agradecerle a Dios la cerveza y el borgoña no tomando
demasiado de ninguna de las dos». Ese cristianismo «centrífugo», que «se escapa
hacia afuera», es lo contrario de la Iglesia «autorreferencial» que preocupa al
obispo de Roma.
Este
enfoque risueño atraviesa la biografía que Chesterton firmó sobre el santo del
que el Pontífice ha tomado su nombre. Según el ensayista, San Francisco no
concibe la religión como una teoría, sino como una historia de amor que da
sentido a lo que, desde fuera, asemeja excentricidad. El de Asís conserva del
trovador que fue el entusiasmo, una vehemencia que hace de su vida «un
admirable despliegue de votos irreflexivos, de promesas precipitadas que salen
bien». Cada vez que da un salto en el vacío, cae de pie, como cuando abre al
azar tres veces el Evangelio en busca de guía.
Al calor de
esa luz la detención que sufre por parte de su propio padre, mercader al que
sustrae unas telas para su caritativa venta, trasciende el chusco episodio.
También explica su acercamiento a las periferias de la cordura. San Francisco
se dirige a los pajarillos con exquisita delicadeza y amansa al ferocísimo
lobo, que morirá de viejo entre la congoja de los vecinos de Gubbio. El juglar
de Dios, como hoy el Papa jesuita, lanza estocadas al corazón cuando parece que
baja la guardia. Es un hombre feliz porque, de acuerdo con esa historia de
amor, se siente protagonista de una deuda infinita. Al fin y al cabo ha
comprendido, y son palabras de Chesterton, que «la alegría, que fue la pequeña
publicidad del pagano, es el gigantesco secreto del cristiano».
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