17 jun 2013

Confesiones de un verdugo/Javier Gómez de Liaño


 Confesiones de un verdugo/Javier Gómez de Liaño es abogado y juez en excedencia.
El Mundo, 17 de junio de 2013
Hay quienes tienen cosas que contar y las cuentan o no las cuentan, y quienes tienen cosas que callar y las callan. También los hay que sólo se las dicen a sí mismos o, como mucho, a sus parientes más próximos o amigos cercanos. Otros las cuentan a todo el mundo y hasta las pregonan a los cuatro vientos. La anterior cavilación viene al hilo de las confesiones de un ex verdugo en el V Congreso Mundial contra la Pena de Muerte celebrado la semana pasada en Madrid y que inauguró la irlandesa Mairead Corrigan, premio Nobel de la Paz. «Soy Jerry Givens y he ejecutado a 62 personas». Esta fue la tarjeta de presentación de quien durante 17 años, de los 25 que ejerció de verdugo, fue el jefe de los ejecutores de los condenados a muerte en la prisión de Richmond, en el estado de Virginia.
Según los datos ofrecidos por Amnistía Internacional en este encuentro de abogados, políticos e incluso ex convictos, abolicionistas todos de la pena capital y que ha tenido por lema «la falsa justicia» de la condena a muerte que aún se aplica en 21 países del mundo, el año pasado 682 personas murieron legalmente ejecutadas. En el podio Irán ocupa el primer puesto de los países con más penas per cápita. En Estados Unidos, una treintena de estados la aplican todavía. Sin embargo, al parecer el país que se lleva la palma es China, donde cerca de 2.000 personas, a tenor de cifras oficiales –las no oficiales hablan de 5.000– fueron ejecutadas en 2012. En total, 23.286 personas se encuentran actualmente en las listas de espera. Todas estas cifras, escalofriantes en abstracto, estremecen aún más si se repara en que, a tenor de las encuestas a pie de patíbulo, un elevado porcentaje de la población –por ejemplo, en Japón, el 86%– está de acuerdo con que se mate a un delincuente en pago de un grave delito cometido.

De que la humanidad está inmadura no caben muchas dudas, como no cabe de que por la cabeza del verdugo Jerry Givens debió pasar bastantes veces –por lo menos tantas como personas apioló– la idea de que al criminal hay que extinguirlo. Viendo su repertorio de ejecutados, 37 en la silla eléctrica y 25 con inyección letal, uno piensa que no hay reglas fijas y de unánime práctica en este triste cometido humano, es decir, inhumano y tan claro como esto es que en muchos confines del planeta tierra, la ley del talión que, aparte de inmoral, únicamente sirve para calmar la sed de odio de algunas gargantas, no ha prescrito. Se trata, pues, de seguir jugando al «quien a hierro mata, a hierro muere» y también de practicar el pasatiempo del «a cada cerdo le llega su san Martín», o, lo que viene a ser igual, de fomentar los desahogos de la plebe, algo que repugna a las conciencias de quienes, equivocadamente o no, pero de buena fe, entendemos que la sangre ha sido siempre un mal abono para el progreso del Estado social y democrático de Derecho.
Sé bien que algunos científicos afirman que la crueldad es un rasgo de la naturaleza humana y hasta admito que el planeta tierra esté habitado no por tantos hombres como pensamos y sí por más animales que los censados, pero, en cualquier caso, llegada su hora, la Justicia no puede basarse en la venganza. En el mundo entero históricamente ha habido demasiadas leyes de muerte, cuando lo que necesitamos es lo opuesto, leyes de vida.
«Yo estoy en contra de la pena de muerte, con tal de que empiecen por abolirla los asesinos», escribía Alfonso Karr contra el proyecto de suprimir en Francia la pena capital, cuando gran parte del país se había convencido de que la guillotina era un completo disparate. Antes que él, incluso santos hubo –Tomás de Aquino dixit– que defendieron la pena de muerte alegando que al igual que se corta un brazo gangrenado para impedir que la infección se extienda a todo el organismo, también debía amputarse a un delincuente corrompido para evitar la contaminación de todo el cuerpo social. O sea, más o menos lo que en 1835 el abogado de los Tribunales Reales, Francisco Silvela, defendía en sus Consideraciones sobre la necesidad de conservar la pena capital, cuando decía que «la pena de muerte es legítima por indispensable para la seguridad de todos y de cada uno en particular». Al fin y al cabo, se trata de aplicar el eslogan que inspira la película Pena de muerte: «Si tú matas, nosotros te matamos». A mí este tipo argumentos siempre me pareció muy débil. Si frente al crimen, por grave que sea, un Estado no conoce mejor solución que eliminar al criminal, eso significa, de un lado, que su terapia es la del traumatismo ciego y, de otro, que nada le importa un error, pese a saber que la muerte, por irreversible, ni tiene marcha atrás ni admite reparación.
El 16 de agosto de 2010 publiqué en estas mismas páginas un artículo que titulé Muerte a la pena de muerte. Fue a propósito de la ejecución en la prisión de Drapeu, en Utah, del preso Ronnie Lee Gardner. Hoy, casi tres años después, vistas las confesiones del verdugo Jerry Givens, no puedo pensar de manera diferente a como lo hice entonces. Muy al contrario, me ratifico en lo que ese día escribí: que el lenguaje del Derecho Penal no es el de la irracionalidad y que la Justicia, por muy punitiva que sea, no puede ser tan fanática como la ley que practican los fanáticos, ni conducirse con obediencia ciega por la ancestral inquina punitiva. No es cierto, por tanto, que cuando se ejecuta a un malvado, el Estado lo que hace es defenderse legítimamente y avisar a otros potenciales delincuentes. Ha pasado mucho tiempo desde que la inhumana ley del «ojo por ojo y diente por diente» fue derogada y hasta Juan Pablo II descalificó la pena de muerte por cruel e inútil. Un diagnóstico que coincide con trabajos científicos que demuestran que la pena de muerte no es ejemplarizante ni rebaja el coeficiente de los delitos para los que se establece. Digan lo que digan sus partidarios, la pena capital no acaba con la delincuencia sino que en algunos casos es su detonante. La pena de muerte ni protege al inocente ni detiene la mano del criminal. Al único que disuade es al ejecutado. Matar a un semejante, lo haga quien lo haga, incluido el Estado, es injusto, como injusto e inhumano es cortar la mano al ladrón.
Cuenta el verdugo Givens que a la mayoría de los ejecutados se les aplicaba descargas de corriente eléctrica de alto y bajo voltaje, «entre 1.200 a 1.400 voltios, con una duración que iba de minuto a minuto y medio». «Sabía exactamente qué corriente necesita cada preso, dependiendo de la estatura». O sea, más o menos y salvando la distancia del tiempo, tan refinado como el verdugo Gregorio Mayoral del que Camilo José Cela habla en uno de sus apuntes carpetovetónicos y dice de él «que la superioridad, allegados y gremiales colegas describen como un profesional de dilatada carrera, recto sentido del deber, aplicación grande, tan enamorado de su oficio y de técnica tan elevada que hasta llegó a perfeccionar el aparato de agarrotar al vil, cambiando la palanca de tirón por la rosca de avance, lo cual permitía una muerte casi instantánea y ahorraba tiempo. ¡Vaya tío!». «A veces era difícil. A veces tardaba una semana en recuperarme, a veces diez días», recuerda Jerry Givens. No me extraña.
En la V Enmienda de la Constitución americana se lee que «nadie será privado de la vida, la libertad o la propiedad si no es a través del debido proceso». Pues bien, pese a tan solemnes declaraciones, en EE UU todavía algunos ponen en cuestión si la pena de muerte «no es un castigo cruel y desusado». Seguro que en la memoria de muchos juristas está la sorprendente tesis antiabolicionista ofrecida por el Tribunal Supremo norteamericano en 1989 –asunto Penry v. Lynaugh– cuando sostuvo que «los estándares de decencia de la sociedad actual no prohíben la ejecución de un retrasado mental». El razonamiento es un horror. Siempre he creído, y no tengo intención de volverme atrás, que la pena de muerte es más una deformidad que una virtud del hombre, una especie de espita por donde alivian los instintos más primarios. Sin duda que hay momentos en que la sangre llama a la sangre. Mas nunca puede haber razón que justifique matar a quienes matan. La violencia no debe llamar a la violencia ni el crimen sirve para combatir el crimen.
El verdugo Jerry Givens, a sus 60 años ha logrado convencerse de hay que volcarse en medidas preventivas y se rebela contra su pasado. Confiesa que cuando estaba en activo y ejecutaba, se decía a sí mismo que «el sólo cumplía la ley que la gente había votado (…)» aunque añade que «(…) nunca me hubiera imaginado que acabaría matando a 62 personas, pero sucedió». Si frente al crimen, por grave que sea, un Estado no conoce mejor solución que matar al criminal, eso significa que algo falla en las ruedas de su Administración de Justicia. Aniquilar al criminal no es la mejor terapia y se equivocan de cabo a rabo quienes sostienen que cuando se ejecuta a un asesino, por muy asesino que sea, el Estado mata en nombre de sus ciudadanos. El derecho penal no puede tener un fundamento emotivo e instintivo que tolere la cólera punitiva. La última razón para el crimen no asiste a nadie y crimen es la acción desorbitada de una justicia vengadora.
Cuentan las crónicas que Jerry Givens hace años dejó su antigua profesión de matar al prójimo y que hoy conduce camiones. En su nueva vida, se ha convertido en uno de los mayores defensores de la abolición de la pena de muerte en todo el mundo. De sus declaraciones de arrepentido, lo que me parece más conmovedor es el final que aquí, ya en el último tramo del artículo, copio: «No podemos tratar de enseñar que matar es un delito y lo enseñamos matando (…) Dios me ha pedido que explique mi experiencia por todo el mundo». Para mí, la imagen del verdugo Jerry Givens es la de un trotamundos que en descargo de su conciencia viaja con la maleta abierta soltando el lastre de terribles recuerdos y experiencias. Estoy seguro de que tras sus confesiones una sensación de alivio le correrá por las venas. En Madrid ha vuelto a respirar…

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