Las
mujeres en los orígenes del cristianismo/Juan José Tamayo es miembro del Comité Científico del Instituto Universitario de Estudios de Género de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de Cincuenta intelectuales para una conciencia crítica (Fragmenta, Barcelona, 2013).
El
País | 17 de abril de 2014
En
su obra La Ciudad de las Damas, de principios del siglo XV, la escritora
francesa Christine de Pisan constataba la disparidad entre la imagen negativa
de los varones sobre las mujeres y el conocimiento que tenía de sí misma y de
otras mujeres. Los varones afirmaban que el comportamiento femenino estaba
colmado de todo vicio; juicio que en opinión de Christine demostraba bajeza de
espíritu y falta de honradez. Ella, por el contrario, tras hablar con muchas
mujeres de su tiempo que le relataron sus pensamientos más íntimos y estudiar
la vida de prestigiosas mujeres del pasado, les reconoce el don de la palabra y
una inteligencia especial para el estudio del derecho, la filosofía y el
gobierno.
La
situación de entonces se repite hoy en la mayoría de las religiones, que se
configuran patriarcalmente y nunca se han llevado bien con las mujeres. Estas
no suelen ser consideradas sujetos religiosos ni morales, por eso se las pone
bajo la guía de un varón que las lleve por la senda de la virtud. Se les niega
el derecho a la libertad dando por supuesto que hacen mal uso de ella. Se les
veta a la hora de asumir responsabilidades directivas por entender que son
irresponsables por naturaleza. Son excluidas del espacio sagrado por impuras.
Se las silencia por creer que son lenguaraces y dicen inconveniencias. Son
objeto de todo tipo de violencia: moral, religiosa, simbólica, cultural,
física, etc.
Sin
embargo, las religiones difícilmente hubieran podido nacer y pervivir sin
ellas. Sin las mujeres es posible que no hubiera surgido el cristianismo y
quizá no se hubiera expandido como lo hizo. Ellas acompañaron a su fundador
Jesús de Nazaret desde el comienzo en Galilea hasta el final en el Gólgota.
Recorrieron con él ciudades y aldeas anunciando el Evangelio (=Buena Noticia),
le ayudaron con sus bienes y formaron parte de su movimiento.
La
teóloga feminista Elisabeth Schüssler Fiorenza ha demostrado en su libro En
memoria de ella que las primeras seguidoras de Jesús eran mujeres galileas liberadas
de toda dependencia patriarcal, con autonomía económica, que se identificaban
como mujeres en solidaridad con otras mujeres y se reunían para celebrar
comidas en común, vivir experiencias de curaciones y reflexionar en grupo.
El
movimiento de Jesús era un colectivo igualitario de seguidores y seguidoras,
sin discriminaciones por razones de género. No identificaba a las mujeres con
la maternidad. Se oponía a las leyes judías que las discriminaban, como el
libelo de repudio y la lapidación, y cuestionaba el modelo de familia
patriarcal. En él se compaginaban armónicamente la opción por los pobres y la
emancipación de las estructuras patriarcales. Las mujeres eran amigas de Jesús,
personas de confianza y discípulas que estuvieron con él hasta el trance más
dramático de la crucifixión, cuando los seguidores varones lo abandonaron.
En
el movimiento de Jesús las mujeres recuperaron la dignidad, la ciudadanía, la
autoridad moral y la libertad que les negaban tanto el Imperio Romano como la
religión judía. Eran reconocidas como sujetos religiosos y morales sin
necesidad de la mediación o dependencia patriarcal. Un ejemplo es María
Magdalena, figura para el mito, la leyenda y la historia, e icono en la lucha
por la emancipación de las mujeres.
A
ella apelan tanto los movimientos feministas laicos como las teologías desde la
perspectiva de género, que la consideran un eslabón fundamental en la
construcción de una sociedad igualitaria y respetuosa de la diferencia. María
Magdalena responde, creo, al perfil que Virginia Woolf traza de Ethel Smyth:
“Pertenece a la raza de las pioneras, de las que van abriendo camino. Ha ido
por delante, y talado árboles, y barrenado rocas, y construido puentes, y así
ha ido abriendo camino para las que van llegando tras ella”.
Las
mujeres fueron las primeras personas que vivieron la experiencia de la
resurrección, mientras que los discípulos varones se mostraron incrédulos al
principio. Es esta experiencia la que dio origen a la Iglesia cristiana. Razón
de más para afirmar que sin ellas no existiría el cristianismo. No pocas de las
dirigentes de las comunidades fundadas por Pablo de Tarso eran mujeres,
conforme al principio que él mismo estableció en la Carta a los Gálatas: “Ya no
hay más judío ni griego, esclavo ni libre, varón o hembra”.
Sin
embargo, pronto cambiaron las cosas. Pedro, los apóstoles y sus sucesores, el
papa y los obispos, se apropiaron de las llaves del reino, se hicieron con el
poder y la gloria, mientras que a las mujeres les impusieron el velo, el
silencio y la clausura monacal o doméstica. ¿Cuándo se reparará tamaña
injusticia para con las mujeres en el cristianismo? Habría que volver a los
orígenes, más en sintonía con los movimientos de emancipación que con las
Iglesias cristianas de hoy, cuestionar la primacía de Pedro, recuperar el
cristianismo inclusivo del comienzo y crear nuevas alianzas. Jesús Nazaret,
María Magdalena, Cristina de Pisan, Virginia Woolf, los movimientos feministas
y la teología feminista caminan en dirección similar.
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