16 jul 2014

Religión y democracia


Religión y democracia/Ramón Rodríguez Arribas, expresidente del Tribunal Constitucional
Publicado en el periódico ABC |16 de julio de 2014

Cumpliendo el precepto del artículo 61.1 del a Constitución , «el Rey al ser proclamado» prestó «juramento»; el texto constitucional no admite la disyuntiva entre juramento y promesa, que se estableció después por ley para otros casos, y si nos atenemos al significado popular, coincidente con el de la Real Academia de la Lengua, el Monarca puso a Dios por testigo de la verdad de su compromiso. No obstante , posó su mano sobre la Constitución, en ausencia de signo religioso, salvo la Cruz que remata la Corona que, simbólicamente, estaba colocada junto a él y que recuerda que el Rey de España ostenta el título de «Majestad Católica». Sin duda, por ello se celebró después una Misa en el Palacio de la Zarzuela y se anunció, como primer viaje fuera de España, la visita de los Reyes a Su Santidad el Papa Francisco.
Al hilo de estos acontecimientos, de sus matices y de los comentarios surgidos, pienso que procede hacer algunas reflexiones sobre las relaciones entre el Estado y la Iglesia en el marco de la Constitución de 1978.

Vaya por delante que la fórmula que constitucionalmente se elija para establecer la relación entre poder político y religiones no es determinante del carácter democrático del sistema, porque lo importante es si se garantiza la libertad religiosa de los ciudadanos y de las comunidades de creyentes «sin más limitación en sus manifestaciones que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley», como regula el artículo 16.1 de nuestra Constitución; es decir, siempre que quede asegurada de manera efectiva esa libertad de cultos (que, por cierto, fue la primera de las libertades conquistadas por el hombre y precisamente por los cristianos en el Imperio Romano) poco importa que el Estado se proclame laico, aconfesional o incluso confesional; veámoslo con ejemplos. 
El Estado laico paradigmático es la República Francesa, que prescinde de la cuestión religiosa, de la que se aleja formalmente, aunque en la práctica, por ejemplo, la bandera tricolor adorna el interior de Notre Dame de París, porque, como dicen con orgullo los franceses, «es la catedral de Francia».
El Reino Unido es un Estado confesional, hasta el punto de que la Reina Isabel II es la cabeza de la Iglesia anglicana, lo que se hace visible en las ceremonias religiosas y políticas que se celebran en la catedral de Canterbur y, y no creo que nadie discuta que el británico es un Estado plenamente democrático.
Los Estados Unidos de América son un ejemplo claro de Estado aconfesional, esto es, que no reconoce como oficial ninguna religión, pero tiene en cuenta las creencias de sus ciudadanos y con toda naturalidad lo recuerda constantemente. Así, vemos en los telefilmes cómo ante los tribunales se presta siempre juramento y suele añadirse «con la ayuda de Dios», y es frecuente escuchar a las autoridades e incluso a los presidentes concluir sus discursos con el grito de «¡Dios bendiga a América!», sin que por ello se sienta ofendido ningún agnóstico.
De la misma manera, nuestra Constitución, en su artículo 16.3, declara: «Ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal, los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones». Nuestros constituyentes abordaron este delicado asunto con ejemplar prudencia y realismo. No podía ignorarse a la Iglesia católica y con ella los cientos de catedrales e iglesias monumentales que presiden la fisonomía de ciudades y pueblos de España, ni los miles de romerías, incluida el Rocío, para honrar las advocaciones de la Virgen María, las procesiones de Semana Santa, los demás actos litúrgicos públicos, en los que participan millones de ciudadanos, las ceremonias religiosas privadas y las tradiciones y costumbres de la mayoría. Hicieron bien los redactores de la Constitución en citar expresa mente ala Iglesia católica, pero no olvidaron a otras confesiones religiosas, y ese equilibrio ha funcionado sin problemas, bajo diferentes gobiernos, durante todos estos años de convivencia democrática.
Ahora vuelven a oírse voces que pretenden arrancar del espacio público cualquier manifestación religiosa, especialmente la cristiana, y hasta se pide crear funerales de Estado laicos, sin connotación religiosa, lo que supondría ignorar las creencias del fallecido y su familia, que son las determinantes para garantizar la libertad religiosa.
A los que tales cosas postulan, y están en su derecho, conviene recordarles que para cambios tan radicales también habría que reformar la Constitución. Pero es que lo que algunas veces parece pretenderse no es establecer una absoluta separación con la religión, sino crear un Estado ateo, de los que también hay ejemplos en la historia, y el más emblemático se llamó Unión Soviética..


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