7 dic 2014

La invitación (una gira con CSG) Un relato sin ficción/Vicente Leñero

Revista Proceso No. 1988, 6 de diciembre de 2014
La invitación Un relato sin ficción/VICENTE LEÑERO
En esta crónica, publicada el 9 de mayo de 1988 y de la cual presentamos extractos fundamentales, Vicente Leñero cuenta cómo a principios de ese año electoral los tentáculos del poder priista lo alcanzaron y lo subieron al carro (es decir, al avión y a los autobuses) del candidatazo en turno: Carlos Salinas de Gortari. Atento al habla y a los ademanes de los políticos, el dramaturgo en funciones de periodista retrata a un Salinas truculento y efectista, que marcha sin sobresaltos aparentes hacia la cima del sistema. Pero el aparato autoritario ya no funcionaba bien. Algo rechinaba, obligaba al futuro presidente a sondear a Proceso y provocaba uno que otro “malentendido”.
 Eran como las nueve de la noche del jueves 21 de enero de 1988 cuando me telefoneó a Proceso un tal Moreno Cruz –el licenciado Moreno Cruz–dijo–, del PRI.

A las primeras frases me enteré de que el cordial Moreno Cruz era uno de los encargados para establecer contacto con los invitados especiales a las distintas giras del Candidato –como le dicen en el PRI al candidato del PRI– y precisamente para eso me llamaba: para invitarme de manera especialísima, dijo, a nombre del licenciado Carlos Salinas de Gortari, a la etapa de “la semana próxima” en cuatro ciudades: León, Tuxtla Gutiérrez, San Luis Potosí y Monterrey. El candidato visitaría esos cuatro puntos clave en los gravísimos problemas de la escasez y la contaminación del agua en el país, y quería el candidato, de manera especialísima que yo formara parte de su comitiva de invitados a la campaña. Eso dijo Moreno Cruz.
La verdad es que nunca antes había aceptado invitaciones similares. Dije “no” cuando en 1969 me quisieron incorporar al grupo acompañante del candidato Luis Echeverría en su gira por Jalisco, y un “no” parecido exclamé en tiempos del candidato José López Portillo. Con el candidato Miguel de la Madrid ya nadie me invitó a ninguna parte, pero ahora, con el candidato Salinas de Gortari, escuchando al teléfono la voz comedida, cortés, se diría que hasta seductora del tal Moreno Cruz, sufrí unos instantes de indecisión. Como decimos en el teatro: hice una pausa.
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 Dos semanas antes, a principios de enero, un sábado a mediodía, Margarita González Gamio y Héctor Azar se reunieron en el CADAC de Coyoacán para conversar privadamente con Salinas, a lo que se denominó “un selecto grupo de intelectuales”. No sé si fue por sugerencia de Margarita o por cortesía de Héctor por lo que yo resulté incluido en el grupo, el caso es que después de una riquísima comida en el jardín (cuarteto de cuerdas como fondo musical) y una breve reunión en el salón CADAC durante la cual Salinas de Gortari intercambió puntos de vista sobre temas culturales con algunos de los asistentes, Margarita González Gamio me tomó del brazo y me jaló un poquitín aparte.
 Ya íbamos de salida.
 –Ven a saludar al candidato– me dijo.
 –Ya lo saludé– le dije–. Ya hasta me despedí.
 Era cierto, pero Margarita me sonrió como si yo me estuviera evadiendo de pura timidez y me condujo hasta el portón de la casona donde Salinas se despedía de don José Iturriaga. Cuando yo iba a hacer lo mismo, el candidato rechazó mi mano y extendió su derecha para señalarme la portezuela abierta de un auto inmenso estacionado allí mismo, al canto de la banqueta.
Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, en un abrir y cerrar de ojos –como se acostumbra escribir en los viejos cuentos– me vi instalado en el extremo izquierdo de aquel auto inmenso sobre un mullido asiento tapizado de azul, Salinas subió detrás, se oyó el característico cerrar de portezuelas de los secuestros, y el auto empezó a avanzar despacito hacia Miguel Ángel de Quevedo.
Sentí que hacía gulp y que mi hernia hiatal se contraía, mientras los pequeñísimos ojos de Salinas de Gortari me miraban de punta.
–Me da gusto verlo, Leñero.
–Gracias, licenciado.
En un principio traté de ser únicamente el dramaturgo Leñero, el novelista Leñero, pero el intercambio de frases tropezó necesariamente con Proceso.
–¿Qué tal Proceso?
–Ahí va licenciado… disfrutando de la libertad de expresión que se vive en México– dije.
En realidad no fue lo único inteligente que dije en todo el trayecto por Miguel Ángel de Quevedo, rumbo a San Ángel. De cuando en cuando el candidato saludaba con discretos ademanes de su derecha a quienes lo reconocían desde la calle o desde otros autos, y yo me sentía como viajando en carroza de rey.
Verboso de puros nervios traté de encomiar el periodismo cada vez más objetivo que tratamos de hacer en Proceso, a pesar de tantas fallas y convencido como estoy y como estamos muchos de que no hay razón para que los periodistas vivan de la greña con el poder. La distancia con el Príncipe que siempre encomia Octavio Paz, no tiene por qué ser barrancón insuperable, despeñadero. Eso hubiera querido decir a Salinas en ese momento, pero desde luego no logré articular pensamientos coherentes.
–¿Le gustaría caminar un rato?– me preguntó Salinas cuando el auto inmenso llegó a Revolución.
Frente al Mercado de Flores de San Ángel caminamos a paso lento rumbo a la calle Cracovia donde el candidato en campaña tiene su centro de operaciones. Salinas sonreía y saludaba a los puesteros, a uno que otro transeúnte, al tiempo que yo trataba de localizar con el rabillo del ojo a los guaruras con walkie-talkie que seguramente vigilaban invisibles el paseo de su jefe.
En el largo patio interior de Cracovia concluyó el pacífico secuestro, al estrechar la mano de Salinas me atreví:
–Usted debería hablar con Julio Scherer, licenciado… Conmigo puede hablar de literatura, pero para hablar de periodismo, de Proceso, sólo con Julio Scherer. De veras, licenciado, estaría muy bien.
Salinas rechazó enfáticamente mi sugerencia (sus ojos se convirtieron de pronto en alfileres), y nuevamente cordial me dio a entender que volvería a buscarme, para seguir hablando así, conmigo, otro día, en otra ocasión.
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Cruz Moreno aguardaba al otro lado del teléfono el final de mi pausa.
Se adelantó:
La etapa del trabajo sobre los problemas del agua empezaría el martes 26 en León y terminaría en Monterrey el viernes 29. Cuatro días, un día para cada ciudad: León, Tuxtla Gutiérrez, San Luis Potosí y Monterrey.
–¿Está de acuerdo?
–Estoy de acuerdo –dije–. Sólo que tengo un problema.
Era cierto. Tenía un problema. Martes 26 y miércoles 27 me había citado con Luis de Tavira para concluir los ajustes dramatúrgicos a una obra mía que Tavira empezaba a dirigir con la compañía CET. El trabajo era urgente y resultaba desproporcionado aplazarlo para atender una invitación a una gira política.
–Martes y miércoles no puedo –dije a Moreno Cruz–. Podría hasta el jueves y viernes, ¿hay algún problema?
–No creo, pero déjeme preguntar, mañana le aviso.
Puntual y más cordial todavía, Moreno Cruz me telefoneó la tarde siguiente. Lo había consultado y no, qué va, no había ningún problema. Era una lástima que yo no pudiera estar en la comitiva desde el martes 26 en León, pero el jueves 28 me incorporaría al grupo en San Luis Potosí para seguir luego hasta Monterrey, Moreno Cruz me haría llegar mi pasaje de avión México-San Luis a mi casa ese mismo sábado, junto con la información necesaria y los gafetes que debería usar durante las distintas reuniones de la gira. Me recomendaba Moreno Cruz, por último, que al bajar del avión me prendiera en la ropa uno de esos gafetes para que el encargado de ir a recogerme me identificara sin dificultad.
Es todo y muchas gracias –concluyó el funcionario del PRI–. Buen viaje –remató como si ya estuviera yo en el aeropuerto.
De acuerdo con lo prometido, el pasaje de avión, los gafetes y la papelería me llegaron el sábado por la mañana. El lunes en la tarde una llamada desconcertó momentáneamente a Estela, mi esposa. Una secretaria del PRI telefoneó a casa para informar que se cancelaba mi vuelo del martes a León. Estela pidió aclaraciones. Explicó que yo no me había comprometido a volar el martes a León sino el jueves a San Luis: incluso ya estaba en mi poder el pasaje.
Después de decir ha, la misma secretaria telefoneó minutos más tarde para decir nuevamente: ha… ha, sí, disculpe. Era un error. Todo está confirmado. Todo okey. El señor Leñero viajará a San Luis el jueves 28 en el vuelo de Mexicana a las seis AM.
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No tenía hambre. Aunque mal, había desayunado un sandwich de jamón y queso y un café aguado en el avión de Mexicana. Pero de todos modos me caería bien un café, pensé.
Dónde sentarme, el restorán del Hostal Quijote estaba lleno de caras desconocidas: varones con caras de políticos, la mayoría: invitados especiales en la etapa de San Luis, sin duda. A la distancia reconocí al célebre Gómez Gordoa –surcando los setentas–, y ahí cerca, a mi derecha, a una tercia encabezada por este hombre, ¿cómo se llama?, delegado de Coyoacán, un tipo simpático que conocí en una comida de SOGEM y vi recientemente en la reunión de intelectuales en CADAC.
El delegado de Coyoacán me descubrió allí, parado, pajareando, y generoso me invitó a su mesa. Al sentarme y, mientras escuchaba el nombre de sus compañeros, alcancé a leer el suyo en el gafete: Fructuoso López. Claro. Licenciado Fructuoso López. Gran amigo de Fernández Unsaín, de Ángel Boliver, excelente delegado de Coyoacán, según hacía correr su buena fama.
–Pero ya renuncié –aclaró Fructuoso al preguntarle lo obligado: ¿cómo va la delegación? Renuncié para poder jugarla como candidato a diputado o senador. ¿No sabías? –me tuteaba como si fuéramos viejos amigos, me presentó como un vecino coyoacanense, nos soltamos a conversar tome y tome café.
Él era de San Luis. Por eso estaba allí, en esa etapa, en su tierra. Acababa de regresar de un viaje a Lima, a Río de Janeiro, a Buenos Aires: ciudades de países mucho más jodidos que México– dijo Fructuoso.
–Ahí sí que está difícil la situación política.
–¿En dónde?
–En Perú, con Alan García. La gente no lo quiere. Anda con triple de los guaruras de los que utiliza Salinas, de veras. El pueblo no quiere a Alan García, le dicen Alonso: por Alan y por zonzo.
Fructuoso López soltó la risotada en el momento que apareció Chávez y me entregó la llave de la habitación 454.
–Ya está su maleta ahí, no se preocupe.
A todos los que llenamos el comedor nos hicieron pasar a un salón del hotel para que dos connotados priistas potosinos, Jesús Palacios y Santiago Salas, nos demostraran cómo y por qué arrasaría el PRI en el estado. Empezó hablando Jesús Palacios, pero no puse atención a su demagogia. Luego Santiago Salas leyó cifras y cifras y aludió a los peligros que plantean al PRI el Frente de Unión Cívica aliado con el PAN y el PDM. Peligros relativos
–precisó el orador–, porque todos sabemos que nuestro partido es la única opción del Pueblo en San Luis.
Al comenzar su discurso Salas había prometido rematar con un tiempo para preguntas, pero ni siquiera llegó a la última cuartilla: un encargado de invitados entró a decir –nerviosísimo, como si ocurriera un terremoto– que el señor Candidato ya había arribado a la ciudad y que era tiempo de irnos, ya, de irnos a la fábrica para reunirnos con él. Rapidito, por favor, señores, rapidito.
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–Ya llegó– se oyó un murmuro. Y enseguida el alud de gente. Primero los periodistas y algunos importantes de los invitados especiales: Gonzalo Martínez Corbalá, circunspecto, forrado por una chamarra de cuero gris, igualita a una que meses antes me enamoré inútilmente en Perisur: era italiana, estaba carísima.
También con chamarra de cuero, pero de color marrón, nada aparatosa, llegó Miguel López Azuara. Desde que dejó Proceso en 1979 para incorporarse a las tareas en el gobierno lo veía muy de cuando en cuando y sin poder acostumbrarme a su imagen de funcionario público, al servicio del candidato del PRI, ahora, en el área de las relaciones con los periodistas que cubrían la campaña. De pie, en el frío, Miguel y yo conversábamos unos minutos. Estaba trabajando dieciséis horas diarias y el ochenta por ciento de ese tiempo los dedicaba a las giras con Salinas de Gortari. Muy atrás había quedado todo lo que quedó atrás. Eran nuevos tiempos para él. Era definitivamente un nuevo Miguel López Azuara convertido en la religión del sistema. Quizá más feliz.
Cuando Salinas de Gortari entró a la fábrica seguido por un grupo del que reconocí a Carlos Payán y a Regino Díaz Redondo, un locutor-animador que inauguró en ese instante el micrófono, pidió aplausos como si estuviéramos en un programa de Raúl Velasco. La concurrencia aplaudió, los obreros cenizos ovacionaron al candidato y agitaron banderitas, pero todas las manifestaciones fueron apagadas de golpe por el silbatazo largo de la fábrica hecho sonar como saludo, como grito de júbilo.
Aparte de Regino Díaz Redondo que se veía cachetón, con cara de niño bueno, y de Carlos Payán, que en contraste parecía un director de orquesta de melena alborotada –un Celibidache de los años cincuenta–, no reconocí de momento a los demás invitados que ocuparon las sillas del templete, en grupo con Salinas. Por ahí advertí luego la papada de Jonguitud Barrios, el pelo cano otra vez de Gómez Gordoa, y en una silla postrera a Miguel S. Biónche –como Garibay le decía por escrito a Miguel S. Wionezek, en los buenos tiempos de Excélsior.
Salinas caminó hacia el templete saludando aquí y allá con la cabeza. Yo vi que sus ojos me veían y sentí que me sonreía de manera especial, pero lo mismo sintieron sin lugar a dudas los demás presentes, incluido Fructuoso López.
Empezó la reunión.
Hilvanados por el locutor-animador, técnicos en obras hidráulicas, industriales y algún político emitieron puntos de vista muy generales sobre los problemas del agua contaminada primero en las fábricas e inservible después para el uso doméstico. Eran comentarios que se antojaban propios de una reunión en privado y en vistas de enfrentar deveras a cada problema, no a dejarlos planteados en el aire, como contexto de una simple postura de campaña, inevitablemente demagógica.
Pese a la inutilidad de los discursos pseudotécnicos, Salinas de Gortari escuchaba con atención de estudiante y tomaba notas con tarjetas que parecían arrancadas de un fichero escolar.
De pronto irrumpió la voz de una mujer humilde:
–¡Señor licenciado!
Los periodistas acreditados la describieron más tarde como una espontánea valerosa, pero era evidente para quienes estábamos ahí que además de mujer jodida se trataba de una mujer-comparsa que los organizadores habían situado en ese extremo derecho de la primera fila. Se llamaba María Luisa Maya y exclamó, ante el candidato, en un tono que los reporteros calificaron de insólito:
–¡En el rancho no hay agua, señor licenciado!… Y yo lo invito a usted a que cargue los botes, no un kilómetro… ¡medio kilómetro! para que vea lo que es sufrir por la falta de agua, señor licenciado.
Le aplaudieron muchísimo. Y muchísimo le aplaudieron también a otros humildes que hablaron luego, con idéntica espontaneidad.
Al finalizar el acto, Salinas de Gortari dejó de tomar notas en sus tarjetones y comentó con sensatez tanto los discursos pseudotécnicos como las voces espontáneas que se manifestaron en Aceros San Luis ese jueves 28 de enero, lleno de frío.
Ahora había que salir corriendo.
No entendí el término con la textualidad que debía y me retrasé a causa de dos reporteros potosinos. Uno trabajaba en El Sol de San Luis después de haber estudiado periodismo en el ITESO de Guadalajara con maestros como Raúl H. Mora, y el otro trabajaba en Momento, un periódico propiedad de Jonguitud Barrios, según asevera el propio reportero. Los dos colegas querían entrevistarme sobre la campaña de Salinas, y como yo dije que sólo venía a ver, solamente a ver, no hablar, se pusieron a lanzarme puyas:
Que qué decía el Manual de periodismo sobre la participación de los escritores independientes en las giras del PRI, que qué pensaba yo sobre Salinas de Gortari, que qué opinaba sobre Cuauhtémoc Cárdenas, que qué actitud tomaría si también Cuauhtémoc o Heberto me invitaban a sus campañas…
No respondí ni una sola pregunta; por estar toreándolos salí de la fábrica cuando los pullmans de redilas –como los llamaría Gabriel Zaid– arrancaban rumbo a la carretera. Vi salir disparado al Tamaulipas, y en el estribo del Hidalgo –también arrancado ya– un joven de liváis me hacía señas y me gritaba:
–Suba don Vicente, suba…
Tuve la intención de saltar, como lo hacía cuarenta años antes para abordar el tranvía Zócalo-Mixcoac en Revolución, pero muy a tiempo me frené. Entonces el que saltó a la calle fue el joven de liváis:
Ya lo andan dejando Don Vicente… ¿Por qué se atrasó?
Todo el mundo parecía enloquecido por la prisa. Además del Tamaulipas y el Hidalgo, muchos otros autobuses, autos, camionetas, rechinaban llantas, giraban en reversa como jacas de rejoneador y luego salían disparados, bufando, en seguimiento de la comitiva que se iba formando en línea recta, carretera arriba.
Mientras miraba aturdido aquel jaleo, el joven de liváis me tomó del brazo, y luego de llamar a gritos la atención de los ocupantes de un auto cuatro puertas que también despegaba ya, me lanzó de un empujón al interior y él trepó detrás, de clavado. Salimos de esa estampida antes de que la portezuela posterior se cerrara.
Era un auto de guaruras. El que acompañaba al chofer y el que viajaba detrás empuñaban walkie-talkies. Si no fuera porque se trataba a todas luces de individuos de verdad, bien trajeados, solemnes, bañaditos, yo los habría calificado como comparsas sobreactuados de una farsa dirigida por Gurrola. Lanzaban frases en clave por los walkie-talkies y a cada rato decían: Afirmativo, cambio…
Afirmativo, cambio… Afirmativo, cambio, después de largas hileras de números: veintitrés, cuarentaicinco, ocho, cambio… Doscientos treinta y dos, cuarenta, cambio… Veintiuno, quince, treintaiuno, cambio.
El joven de liváis se presentó. No era tan joven ni tan franco como se podría suponer a primera vista. Se llamaba Francisco Javier Torres y pertenecía a la coordinación de invitados especiales. Él más que el señor Chávez del Hostal Quijote, estaba a mis órdenes –dijo– durante el tiempo de gira. Y me repitió el programa: íbamos en ese momento rumbo a Villa de Reyes, luego a una reunión de trabajo en la fábrica, después a una comida importantísima de Salinas con sus invitados y en la tarde a un mitin en San Luis y a una reunión con intelectuales. Mañana…
No puse atención al programa que me dictaba Francisco Javier Torres, porque además de sabido, el auto cuatropuertas corría como un cohete rebasando vehículos y tratando de emparejarse con el Tamaulipas y el Hidalgo.
–Veinte, treintaicinco, ocho, cambio…
Entre los volantazos de un chofer irresponsable y las frases de la logística por los walkie-talkies, yo me sentía aterrado. Y no era en balde. Esa misma mañana –según me enteré después– un autobús priista que viajaba con un contingente de acarreados de Tamazunchale a San Luis se estrelló contra un camión carguero al que desde luego se le echó la culpa. En el accidente –según me enteré después– murieron seis acarreados y veinte más resultaron heridos.
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Por fortuna llegamos a salvo, y pronto, a Villa de Reyes. El cuatropuertas me escupió en compañía de Francisco Javier Torres en una de las calles ya repletas del pequeño pueblo. Era día de fiesta en Villa de Reyes. Por primera vez y seguramente por única vez en su historia los visitaba un candidato a la Presidencia de la República. Nada tan importante había ocurrido en Villa de Reyes, y en tales circunstancias de expectación los organizadores del mitin no necesitaban acarrear gente de ninguna parte. Todos los campesinos del pueblo se encontraban allí; escuchando música huapachosa primero y atentos después a un par de oradores que presentaron a Salinas como el verdadero Dios venido de la tierra para redimir a este pueblo de campesinos sedientos, marginados y olvidados por el centro –según lloriqueó Juana María Díaz.
Un coro de mujeres al amparo de una manta salinista acordonó el discurso de Juana María.
–¡Salinas ha de ser!, ¡Salinas ha de ser!, ¡Salinas ha de ser!– gritaron las mujeres.
Y luego más música huapachosa. Y luego el verbo encendido del candidato del PRI que se puso a gritar sin que en verdad hiciera falta.
Los invitados especiales llenábamos el kiosko de la plaza donde gritaba Salinas al pueblo enfiestado. Ahí en el kiosko, ya de salida, me rocé con Biónchec. La nostalgia me impulso a ser amable: –Tanto tiempo sin verlo, maestro Biónchec– le dije.
Es que no puedo estar en dos sitios al mismo tiempo –me respondió mirándome a los ojos. Pero no le entendí.
Guiado de la mano por Torres fui de los primeros en abordar el Hidalgo, que nos llevaría a la Productora Nacional de Papel para otra reunión de trabajo sobre lo mismo: el agua y el desarrollo industrial.
En el autobús tomé asiento al lado de un ingeniero que dijo conocerme: Víctor Manuel Mahbub, director general de Obras Públicas, de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes. No era de mi generación, sino de la generación 57 de la UNAM, pero conocía a todo el mundo ingenieril que me resultaba familiar: a Sergio López Mendoza, a Enrique del Valle, a Eugenio Laris, a Fernando Rubio, a Javier Laborde… De ellos hablamos y de lo molesto que estaba él, Mahbub, por la ingratitud del rector Carpizo con un colega tan íntegro y eficaz como José Manuel Covarrubias. También recordamos al profe Castelazo, muerto hacía poco en una vejez alcohólica. Hablamos poquito pero bien de Heberto Castillo, y cuando tocaba el turno del inge Cuauhtémoc, compañero de clase de la generación 51, el autobús Hidalgo llegó a la Procuraduría Nacional de Papel Desechable, Pronapade.
La reunión preparada en la gigantesca bodega de Pronapade tenía características espectaculares. Sillería para no menos de quinientos concurrentes enfrentados a un presidium de quince a veinte plazas. El presidium estaba formado por un largo cajón-escritorio y paneles posteriores en los que se conjugaba el nombre de Salinas y los escudos del PRI con el repetido título de la reunión: agua y desarrollo industrial.
Ahí encontré, frente al presidium, los arreglos florales que había visto conducir hasta una combi, en el hotel Real de Minas, a los sardos disfrazados de civil.
Pronto ocupó el presidium y pronto se llenó la sillería para dar curso a la carretada de ponencias técnicas que me dio pereza atender. En los diarios del día siguiente leí que habían presentado trabajos once ponentes de algún modo expertos en problemas hidráulicos, y que Salinas de Gortari había tomado la palabra final, como siempre, para aseverar –escribió Bernardo González Solano, enviado de Unomásuno– que “la industria debe ir a la cabeza de los usuarios para cubrir el costo del agua en su justa dimensión económica y que a ese costo debe sumársele el de la contaminación que se hace en las descargas del líquido”.
Cansado del ajetreo, no presté suficiente oído al discurso de Salinas, pero me llamó la atención que tanto en ese acto como en el ocurrido en Aceros San Luis, el candidato empleaba el término “vital líquido” para referirse al agua. Eso me llamó la atención.
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Eran las cuatro y treinta de la tarde cuando la carreteada de aplausos que vibró en la bodega de Pronapade hizo saber que la reunión había concluido.
Abrí los ojos. Perdón.
Me sentía incómodo, soñoliento, con mucha hambre y urgentes ganas de orinar. Me preocupaba, sobre todo, que el acto siguiente consistía en una comida con Salinas con los invitados especiales.
Qué nervios, caray.
Renuncié a buscar un letrero de sanitarios-hombres porque me di cuenta que la bodega se hallaba en un área muy lejana del cuerpo de oficinas y sobre todo porque la prisa, otra vez la prisa, correteaban a los asistentes en su camino hacia los vehículos.
Nuevamente Francisco Javier Torres me apresuró, indicándome el Hidalgo:
–Ese es su autobús don Vicente.
Subí. Tomé asiento.
Ahora eran muy pocos los pasajeros del Hidalgo. No estaba el ingeniero Mahbub, ni Biónchec, ni Fructuoso López; sólo una decena de invitados que había visto, en su mayoría, en el Hostal Quijote o como ponentes en el acto recién concluido. Me extrañó oírlos hablar de “cuánto tiempo se hace de aquí al aeropuerto”, “ojalá no se tarde mucho el avión”, “a las siete tengo una cita en Paseo de la Reforma 428”.
Qué raro.
Fui hasta el chofer. En el estribo, una chica con aire de edecán sonreía como si para sonreír solamente se le hubiera contratado.
–Perdone, señorita, este autobús…
–Este autobús va hacia el aeropuerto –completó sin pensarlo la muchacha–. Es para los que regresan a México.
–Ah no, yo no voy a México –dije–.Yo voy a comer con el candidato.
La chica abrió más su sonrisa y se replegó para que yo bajara cómodamente antes de que el Hidalgo saliera disparado.
Al tocar piso tropecé con Torres. Estaba enfrentito.
–Me equivoqué –dije, apenado.
–Este es su autobús –dijo Torres.
–No, éste va para el aeropuerto. Me acaba de decir la señorita.
–Es su autobús, don Vicente –repitió Torres.
Me cerraba el paso. Me miraba con firmeza. Había subido la voz, seca, cortante, como si él también fuera un militar: igual que los sardos de civil, igual que los guaruras del cuatropuertas, igual que Chávez.
Suavizó el semblante un poquito.
–Suba por favor. Le voy a explicar.
–¿Qué me va a explicar?
–Suba.
Guiado por la mano abierta de Torres regresé al interior del Hidalgo. Seguí por el pasillo hasta el único asiento doble que tenía una mesita enfrente. La decena de ocupantes seguía hablando de vuelo a México y de un contrato con la Conasupo.
Antes de que me sentara, el autobús ya estaba en marcha.
–¿Quiere un whiski?– preguntó Torres.
Por la ventanilla se veía a un grupo que caminaba haciendo como bolita al candidato. El grupo se empequeñecía poco a poco, con la distancia. Allá iban Regino, Biónchec, Payán, Martínez Corbalá, Fructuoso, Miguel López Azuara.
–¿Un whiski?– volvió a preguntar.
–Bueno.
El mismo Torres fue a la zona posterior del autobús y regresó con dos whiskis con hielo y soda. Luego la edecán sonriente trajo un pequeño plato con botanas: aceitunas, quesitos, jamoncitos.
–¿Qué pasó?
–No pasó nada don Vicente.
–Me están regresando, ¿no?… ¿Por qué me regresan?
–Es que hubo un mal entendido.
–Pero me están regresando.
–Porque hubo un mal entendido, don Vicente.
–No entiendo.
–Es lo que le voy a explicar.
–Para qué me invitan y luego me regresan. No entiendo.
–Es que hubo un malentendido, don Vicente… Al licenciado Salinas le gusta que sus invitados especiales lo acompañen en toda una etapa para que se den cuenta de toda la etapa. Si la etapa dura cuatro días, al candidato le gusta que sus invitados estén con él los cuatro días, no solamente dos…
–Yo les advertí.
–Sí, la culpa no es de usted…
–Pero me están regresando.
–Más bien, el candidato quiere cambiarle de etapa. Como ya no se pudo ahora, quiere que usted lo acompañe a mediados de febrero, en la otra gira técnica. O después, cuando el candidato vaya a Jalisco… Usted es de Jalisco, ¿verdad don Vicente?… Ahí estaría muy bien, entonces. Sería una oportunidad mejor que ésta. ¿No cree?
Torres no era un tipo muy inteligente, pero se esforzaba en parecerlo. Se esforzaba en hacer pasar por buena una mercancía de razonamientos evidentemente chafa. Era inútil protestar, además de inútil, resultaba horrible –pensé–. Era tanto como ponerme a gritar que yo quería seguir allí, por favor, allí: cerquita del señor Candidato, en su gira, con su gente, con su calor, con su sonrisa, con la luz de su inteligencia.
Me sentía furioso, pero decidí, por simple orgullo, disimular frente a Torres.
Pedí otro whiski a la edecán.
–Viera qué gran hombre es el licenciado Salinas– dijo Torres, de pronto.
Y como si tratara de convencerse a sí mismo se puso a hablar de la inteligencia, del calor humano, de la sensibilidad extrema del futuro del presidente. Habló también de lo muy económica que estaba resultando esa campaña en la que no había dispendio de ninguna clase, como otras veces, de veras, checadísimo.
A la carretera le faltaba un gran trecho todavía para hacernos llegar a San Luis.
Del candidato admirado, Torres saltó al tema de su vida personal: su esposa estaba esperando al segundo de sus hijos, ya para muy pronto. El primero era una maravilla, eso sí, mire usted. Y Torres se introdujo una mano al bolsillo trasero de su liváis para extraer la cartera y mostrar la foto kodacolor de su esposa y el primero de sus hijos.
Cómo no.
Después de cruzar la zona industrial, el Hidalgo se detuvo frente al Hostal Quijote.
–¿Vamos a recoger mi maleta? –pregunté a Torres.
–Su maleta ya está en el avión– contestó Torres.
–¿Cómo que ya está en el avión?… ¿A qué horas la llevaron?
–Ya está en el avión– repitió Torres.
–¡Quiero verla!
–Ya está en el avión– dijo Torres por tercera vez, al tiempo que me detenía de un brazo porque me vio intenciones de bajar definitivamente–. No hace falta don Vicente. Todo está en orden.
–¡Quiero orinar! –exclamé.
Aproveché el breve viaje a los sanitarios del comedor del hotel para entregar a la empleada malencarada, aún malencarada, la llave del 454 que seis horas antes me había entregado Chávez. Ni siquiera supe de qué color era la colcha de mi cuarto.
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Llegamos al aeropuerto de San Luis poco después de las cinco y media de la tarde. El jet 727 en que viajaríamos una decena de pasajeros no tenía siglas ni emblemas que lo delataran como un avión del gobierno mexicano.
En la escalerilla, antes de despedirme de Torres le pregunté:
–De hombre a hombre, ¿cómo debo de interpretar esto? La verdad… Quiero saber.
–Le doy mi palabra de honor que es así don Vicente: sólo un cambio de plan.
Una azafata sonrientísima sirvió a bordo un maravilloso menú para un hambre que se había convertido en tremenda: arroz con lomo adobado, gelatinas, galletas y café. Yo lo completé con un whiski.
Desembarcamos en el hangar de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, en el aeropuerto Benito Juárez, y de inmediato un empleado me entregó mi maleta. Traía terminada en el asa una tarjeta con la inscripción INVITADO y una identificación escrita a pluma: SR: BISENTE.
Lo primero que hice al regresar a la ciudad fue telefonear al cordial Moreno Cruz. Se sorprendió:
–Yo lo hacía en San Luis –dijo.
–Yo también.
Le conté brevemente lo ocurrido, con todo y las explicaciones de Francisco Javier Torres.
–No puede ser, no puede ser, no puede ser –exclamaba Moreno Cruz desde el otro lado de la línea. Se decía desconcertado, alarmado, extrañado, enojado, apenadísimo conmigo, y me ofrecía –senor Leñero– averiguar hoy mismo la causa de una desatención tan espantosa y llamarme a la mayor brevedad posible para darme las amplísimas explicaciones y disculpas que yo merecía.
Por supuesto Moreno Cruz nunca me volvió a telefonear

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