11 abr 2015

Trópico de béisbol/Ibsen Martínez

Trópico de béisbol/Ibsen Martínez es escritor. 
El País | 10 de abril de 2015
Muchos en la cuenca del Caribe y en Europa y el sur de nuestro continente dan por sentado que el béisbol llegó a nuestros países como resultado de las innumerables intervenciones militares estadounidenses en la región, a comienzos del siglo XX. Es un hecho, sin embargo, que no fue el cuerpo de marines yanqui el que nos trajo el juego.
El hombre que llevó a Cuba el primer bate y la primera pelota se llamó Nemesio Guilló. Hablamos ¡de 1864!: la Guerra de Secesión americana no terminaba aún y los cubanos todavía eran súbditos de la Corona española.
Nemesio fue uno de los tres “niños bitongos” enviados por sus acaudalados padres a estudiar en una universidad (el Springville College) de Mobile, Alabama, en 1858. Para 1868, Nemesio Guilló había fundado ya un equipo de pelota —el Habana Base Ball Club— que derrotó, en juego amistoso, a la tripulación de una goleta mercante estadounidense.

Sin embargo, el equipo no tuvo tiempo de festejar la hazaña: se vio obligado a pasar a la clandestinidad, pues aquel mismo año estalló la primera y frustrada guerra de independencia cubana —llamada “de los Diez Años”, o “guerra chiquita”— y las autoridades españolas prohibieron la práctica del juego.
La juventud independentista cubana prefería militantemente el béisbol a las corridas de toros: en estas había que rendir formal pleitesía colectiva a las autoridades de la Corona española. Poniendo a salvo cuán entretenido y excitante pueda resultar “la pelota”, es fácil comprender que los independentistas cubanos atribuyeran al béisbol, frente a la tauromaquia y la decadencia de la monarquía, un valor simbólico asociado a la modernidad, a ideas de libertad e igualitarismo.
Como venezolano, crecí en la errónea creencia de que el béisbol vino a nuestro país junto con los primeros petroleros gringos. Hoy sabemos, gracias a acuciosos investigadores como el historiador caraqueño Javier González, que fueron también vástagos de familias acomodadas quienes importaron el juego en la última década del siglo XIX, siguiendo los pasos de Nemesio Guilló. Nuestro primer partido de béisbol se jugó en el patio de maniobras de una estación de ferrocarril al este de Caracas, en 1895, mucho antes de que los venezolanos viéramos la primera corrida de toros.
En Venezuela, como en el resto del Caribe hispanohablante, los precursores pertenecieron a las llamadas élites. Pero el pueblo soberano pronto se apropió del juego mirando (de lejos) a los jóvenes ricos jugarlo, único modo de aprender la leyes de composición de un deporte cuyas reglas “vistas de lejos, siempre parecen excepciones”.
En su libro La gloria de Cuba, Roberto González Echevarría, distinguido catedrático de Literatura Comparada de la Universidad de Yale e historiador del béisbol en la isla, ofrece, entre otras, esta tesis: “La cultura estadounidense es uno de los componentes fundamentales de la cultura cubana, aun cuando históricamente haya habido intentos, concertados y dolorosos, de combatir y negar este hecho. El béisbol es la más clara indicación de ello, pero no la única. Se trata de un proceso en el cual el antagonista es absorbido en lugar de rechazado”. Lo que vale para Cuba, vale en esto también para Venezuela.
Se nota en los modismos que el béisbol ha aportado al habla familiar de toda la región, con su imaginería a menudo referida a dilemas morales. Y en la estrategia de juego, también. En esas jugadas sorpresa de la malicia característica del béisbol, tal como se jugaba en las segregadas ligas negras estadounidenses, y que fue rápidamente absorbida por jugadores cubanos y dominicanos que fueron a los EE UU a jugar en aquellas ligas.
Los nombres y apellidos de cualquier alineación regular del béisbol profesional estadounidense ofrecen una idea del lugar que este “relato de la frontera”, como lo llamaría González Echevarría, y que ya dura más de siglo y medio, ocupa en la historia cultural de los EE UU y de nosotros, sus vecinos.
“Cualquiera que sean las razones”, escribía en 2008 el experto estadounidense Milton Jamail, “la oferta de talento nativo para jugar al béisbol en los EE UU claramente se está reduciendo, y esto ha hecho necesario buscar jugadores en otras partes”. Y añadía: “Las estadísticas que ofrece la misma industria del béisbol profesional estadounidense indican que casi el 35% de los jugadores profesionales a todos los niveles, desde novatos hasta grandes ligas, nacieron fuera de los EE UU. (Las cifras incluyen a Cuba, Colombia México, Repúbica Dominicana y Puerto Rico) El béisbol, claramente, ha dejado de ser un deporte estadounidense”.
Mi amigo Milton tiene razón: el béisbol es, hoy por hoy, un deporte internacional que se juega profesionalmente en comarcas tan dispares cono Australia, Japón, Canadá, Corea del Sur, Suráfrica, República Checa, Colombia, ¡Argentina!, Holanda, Italia ¡y Cataluña! Su más exigente nivel de juego profesional se encuentra en los EE UU, donde descuellan los latinoamericanos.
Todo gracias a Nemesio Guilló, el cubano que trajo de Alabama la primera pelota de cuero de caballo y alma de corcho y dio con ello origen a la especial cepa del béisbol que jugamos los latinoamericanos de la cuenca del Caribe.
El primer jugador venezolano en llegar a las grandes ligas fue el lanzador Alfonso Patón Carrasquel, quien debutó con los desaparecidos Senadores de Washington en 1939. Desde entonces, lenta y sostenidamente, han seguido sus pasos más de 320 venezolanos. En procura del talento local, varios equipos estadounidenses de grandes ligas establecieron, en 1997, una exclusiva y exigente liga de novatos que giraba en torno a un exitoso sistema de academias de béisbol.
Ya para 2002, 21 academias funcionaban en el país con impresionantes resultados. Si en 1994 tan solo 19 venezolanos jugaban en la Gran Carpa, 90 jugadores criollos ya aparecían regularmente en partidos de liga grande en 2010. Hoy, los venezolanos se enorgullecen al ver a 102 de sus compatriotas invitados al entrenamiento primaveral, antesala de la temporada regular que comienza esta semana.
En 2008, diez años después del ascenso de Chávez al poder, los Astros de Houston, precursores de la liga de novatos, acosados por la inseguridad y por el intraficable control de divisas, cerraron sus instalaciones, mudándose a República Dominicana. Las restantes organizaciones comenzaron entonces un retiro gradual. Hoy apenas quedan cuatro academias, que anuncian su cierre para el año próximo. Estas deserciones privarán a centenares de talentosos jóvenes sin recursos de una genuina puerta a las oportunidades. Aunque el riesgo de fracasar es muy alto, la recompensa puede serlo también: el salario anual promedio en liga grande es de 3,2 millones de dólares: unos 2,1 millones de euros.
En medio de las tensiones entre Caracas y Washington, y en vista de que la violencia alcanzó el año pasado los 25.000 homicidios, muchos de los jugadores criollos mejor pagados en ligas mayores han optado por vivir en Estados Unidos.
Mucho antes de convertirse en comandante, Hugo Chávez intentó, como tantos jóvenes sin recursos, escapar de la pobreza convirtiéndose en lanzador (zurdo, como cabía esperar) de grandes ligas. Y aunque solía salpimentar sus interminables arengas con jerga beisbolística, un día le dio por abolir por completo el béisbol profesional, dando las mismas razones anticapitalistas que dio Fidel Castro para hacerlo en Cuba en 1960. La afición venezolana, notablemente la chavista, puso el grito en el cielo y eso mató el proyecto.
Me pregunto cómo sería el mapa político latinoamericano actual si, en lugar de convertirse en un autócrata delirante que despilfarró toda la riqueza de su país, Hugo Chávez hubiese colmado su sueño de adolescente de llegar a ser el lanzador zurdo de liga grande más ganador en toda la historia del béisbol en Venezuela.

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