7 ago 2016

Mohamed Lahouaiej Bouhlel

 El perdedor radical/Jordi Amat
La Vanguardia, 7 de agosto de 2016.
Sólo tenía 31 años. Había nacido en Túnez, pero hacía diez años que vivía en Francia. Había trabajado de repartidor y estaba en paro. Se había casado, tenía tres hijos, pero se había separado. Parece que a Mohamed Lahouaiej Bouhlel, el asesino de Niza, los problemas se le acumulaban. Psíquicos, legales y sociales. En su barrio, si era conocido, lo era por su conducta violenta; lo habían detenido en alguna ocasión, de hecho, por maltratar a su mujer. Le gustaba jugar, bebía más de la cuenta. En la prensa más o menos sensacionalista se publicó que consumía drogas y comía cerdo, que es una forma de hacer ver al lector que no se comportaba como un buen musulmán. Ni se lo había visto por la mezquita ni se le conocía religiosidad especial. Nada hace pensar que hubiera encontrado en el islam un refugio para lidiar sus problemas. Pero cuando el ministro del Interior francés compareció, después de un consejo de seguridad restringido, expuso la hipótesis oficial para explicar aquel horrible crimen: parecía que el asesino se había radicalizado muy rápidamente.
La naturalización de esta pauta de comportamiento, tan difícil de detectar porque ni la pueden intuir los confidentes policiales, aún complicaría más el afrontamiento de una amenaza que se ha instalado en nuestro centro civil. Una amenaza inquietante porque la activan dos motores de violencia y rabia que funcionan de manera simultánea pero no claramente interconectada. La dialéctica es perversa. Porque la amenaza se va retroalimentando, por una parte, por unas guerras que no se resolverán a corto plazo y, por otra, por el conflicto de civilizaciones que, más que entre países, se cuece dentro de sociedades avanzadas pero en crisis (como la nuestra) que han integrado la tolerancia como valor irrenunciable. Es dentro de estas sociedades, por norma general, donde estos perdedores sonámbulos despiertan, se descubren expulsados del modelo de civilización que los rodea y entonces, humillados por su fracaso, encuentran el detonador ideológico que los radicaliza para hacer explotar la energía destructiva acumulada durante años.
Los fanáticos asesinos del Estado Islámico tendrán argumentos para reclamar que el criminal mató en su nombre –como hicieron en el caso de Niza–, pero el problema de la prevención se desdobla porque el terrorista también es uno de los nuestros. Hace pocos días el diario Le Monde publicó una estadística muy interesante sobre el perfil de los terroristas que han atentado en Francia desde el año 2012 provocando decenas de muertos. No es rotunda, pero es clarificadora. La conozco, la estadística, porque Juan Pedro Quiñonero la linkó en su blog. El periodista Samuel Laurent estudiaba el perfil de 22 teóricos yihadistas. Todos hombres. Catorce de los 22 habían nacido en Francia y tres eran belgas. Dieciséis tenían nacionalidad francesa. La gran mayoría estaban fichados por la policía. Trece habían pasado por la cárcel, pero sólo cuatro por delitos relacionados con el terrorismo.
A menudo Quiñonero pasea por las calles de las banlieues de París y retrata la geografía humana donde crece la semilla de la radicalidad. Descodifica la chulería machista y la abulia sin horizonte en la mirada como el prólogo del terror. Después cuelga series de fotografías en el blog, las enlaza entre ellas, añade algún comentario. No peca de buenismo. La ingenuidad sirve de muy poco cuando se intenta comprender cómo, a través de la banalización cotidiana del conflicto de civilizaciones, el tejido social se va corroyendo sobre todo en las zonas degradadas de nuestras ciudades. Son instantáneas sin épica, sólo rutina de barriada, que servirían, me parece, para ilustrar un ensayo lucidísimo, del 2006, que se acaba de reeditar: El perdedor radical de Hans Magnus Enzensberger, incluido en el volumen Ensayos sobre las discordias. Establecido el perfil de este sujeto amenazador de los tiempos de la globalización, que encaja del todo con las cuatro cosas que sabemos del asesino de Niza, Enzensberger define cuál es el factor multiplicador de su peligro: “La ideología del islamismo representa un medio perfecto para movilizar al perdedor radical, por cuanto consigue amalgamar motivaciones políticas, religiosas y sociales”. Es el islamismo, que circula como la pólvora por la red, aquello que enciende la mecha de una rabia latente.
Como Quiñonero, Enzensberger se prohíbe el buenismo. Cuando en nuestro presente irrumpe la amenaza, aquello que nos puede ayudar para defendernos es el uso del monopolio de la violencia por parte de las fuerzas de orden y la justicia. El intento tolerante de contemporizar, aquí, consigue resultados contrarios a los deseados: el aumento del populismo y el mantenimiento de la violencia. No hay diálogo que valga contra el islamismo, afirma, porque nuestros valores –empezando por el de la igualdad de género– los humillan y nuestros argumentos de convivencia les resbalan: los principios coránicos sobre los cuales se fundamenta el islamismo son incompatibles con las normas constitucionales de la modernidad.

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