Anatomía de un golpe de Estado/RAFA LATORRE
El Mundo, Madrid, 28 OCT. 2017
El relato más fiel de la voladura institucional no está en las crónicas de los reporteros, sino en un texto aprobado en secreto, en ausencia de la oposición y con mayoría exigua.
En las calles de Cataluña hay unos grupúsculos que bajo las siglas CDR campan para imponer un régimen ilegal. Con este enunciado basta para explicar hasta qué punto se ha degradado la vida en la comunidad. El relato más fiel de la voladura institucional no está en las crónicas de los reporteros, sino en un texto aprobado en secreto, en ausencia de la oposición y con una mayoría exigua en el Parlamento catalán. La resolución que consumó el autogolpe es el cuerpo del delito y servirá para que la Fiscalía actúe contra los miembros de la Mesa que votaron por su tramitación. Es también una marca indeleble para que los historiadores certifiquen la sima moral y política a la que el nacionalismo hizo descender a Cataluña. Los diputados que dieron el sí escondieron su voto para evitar las consecuencias penales. Lo otro, la necrosis de la democracia, la reivindicaron con orgullo cuando se levantaron de sus escaños para celebrar con el canto de Els Segadors.
La prosa de la resolución es la anatomía de un golpe de Estado. Su primera medida ha sido, como corresponde, abolir la realidad, tal y como demuestra en su preámbulo con una condensación de falacias de la densidad de una sopa de protones. Esta frase obra un prodigio: «Cataluña restaura hoy su plena soberanía, perdida y largamente anhelada, después de décadas de intentar, honesta y lealmente, la convivencia con los pueblos de la península ibérica». No sólo promete un futuro que no llegará, además se inventa un pasado que jamás ocurrió y, de paso, al hablar de «península ibérica», viola la geografía política, anexiona Portugal a España, desprecia a los insulares y atenta contra la ortografía con sus minúsculas ágrafas. Es una alegoría perfecta de la nueva república: una aberración y, sobre todo, una mentira.
El nacionalismo se funda siempre sobre la falsa leyenda de una Arcadia feliz: «La nación catalana, su lengua y su cultura tienen mil años de historia. Durante siglos, Cataluña se ha dotado y ha disfrutado de instituciones propias que han ejercido el autogobierno con plenitud, con la Generalitat como la máxima expresión de los derechos históricos de Cataluña».Estas afirmaciones no tienen nada de novedoso. Son parte de la retórica secular del nacionalismo, piezas con las que, con la complicidad condescendiente de parte de la intelectualidad y los partidos españoles, el supremacismo catalán ha armado la nación sentimental con la que se han educado desde hace décadas los ciudadanos que ayer celebraron en las calles la sustitución de sus garantías constitucionales por el abismo autocrático. Sus legisladores no los consideraron argumento suficiente para la ruptura y por eso la propuesta de resolución se recrea en una serie de ficticios agravios actuales. El texto demuestra que el secesionismo tiene los mismos reparos para manipular la historia reciente que la remota. La ignorancia no es un eximente de responsabilidad, pero puede ser un atenuante. Excepto si es voluntaria. Una parte del pueblo catalán es responsable de engañarse con entusiasmo sobre hechos que ha vivido y cuya veracidad es fácilmente contrastable.
Puigdemont fue coherente con lo que había sido su mandato accidental
Con la inestimable colaboración del socialista José Montilla -desde su agitación como president hasta su deserción como senador-, el independentismo ha decretado que la tramitación del Estatut sembró la semilla del odio. Esta es una afrenta asumida por miles de personas que no sabrían señalar uno solo de los artículos que fueron expurgados del texto. Y que atribuyen la sentencia del TC a la presión del PP cuando fue dictada durante el Gobierno de Zapatero y decantada por el voto de un magistrado progresista.La redacción de la resolución sugiere que la independencia no fue fruto de la voluntad sino de la necesidad. Poco menos que sus impulsores fueron obligados, a su pesar, a separarse de España por la cerrazón del Estado. «Hemos ofrecido negociación y diálogo y nos han contestado con el artículo 155 de la Constitución y la eliminación del autogobierno», aseguran. Cuando esta afirmación fue sometida a votación, el Senado todavía no había autorizado al Gobierno a aplicar la intervención de la autonomía de Cataluña. Y aunque no fuera así, el presidente de la Generalitat Carles Puigdemont tuvo sobre su mesa, hasta el último minuto, una oferta para evitar el 155. El Senado reaccionó ante los hechos consumados del Parlament y no al revés. Puigdemont fue coherente con lo que había sido su mandato accidental. Despreció a la Conferencia de Presidentes, renunció a negociar la financiación autonómica, se ausentó de todas y cada una de las ceremonias de negociación con el Estado central a las que acudieron el resto de presidentes autonómicos, rehusó el debate en el Congreso de los Diputados y, finalmente, rechazó exponer sus argumentos en el pleno de la Cámara Alta. Eso ha permitido que el presidente Mariano Rajoy goce hoy de la coartada de la moderación. Nadie le puede acusar de no haber llegado todo lo lejos que ha podido, hasta los mismos límites del Estado de derecho, en su obstinación por evitar soluciones drásticas. Es más, si de algo se le puede acusar es de haber demorado demasiado lo que a la postre se reveló como inevitable.La resolución termina con un catálogo de medidas, ilusorias hasta el sarcasmo, contempladas en la suspendida Ley de Transitoriedad. Desde la negociación con «el gobierno del Reino de España» para la elaboración de un tratado de doble nacionalidad para los catalanes hasta la confiscación de recursos de titularidad española. No un golpe de Estado, sino la construcción de una nueva legitimidad tras un golpe de Estado que ya ha sido consumado.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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