26 nov 2017

He tenido que llegar a edad avanzada para aprender a amar el silencio.

Canción
Agita un pañuelo blanco
el que se despide.
Cada día acaba algo,
acaba algo muy hermoso.
La paloma mensajera bate el aire con las alas,
de vuelta a casa.
Con esperanza y sin esperanza
siempre volvemos a casa.
Sécate las lágrimas
y sonríe con los ojos llorosos,
cada día empieza algo,
empieza algo muy hermoso.
#

Jardín de canal
1
He tenido que llegar a edad avanzada
para aprender a amar el silencio.
Conmueve a veces más que la música.
En el silencio aparecen señales emocionadas
y en las encrucijadas de la memoria
detectas nombres

que el tiempo pretendía ahogar.
Por la noche, en las copas de los árboles, 
puedo oír hasta el corazón de los pájaros. 
Y al caer el día, una vez, en el cementerio, 
oí de lo hondo de una tumba 
el crujir de un ataúd.
Nunca, nunca acariciará
mi barba rala;
nunca ahogaré mis labios
en su cuerpo.
No haberla visto quisiera
para que no me decapitara cada vez
con el sable de su belleza.
Al día siguiente, en el teatro,
se situó paciente
junto a la columna,
sin apartar la mirada del palco vacío.
Cuando entró,
se sentó en el asiento de terciopelo
y entornó los hechiceros ojos,
y las largas pestañas,
como una planta carnívora
de cuya flor pegajosa
no hay escape.
Cúbrete los ojos
o enloqueceré de amor.
Era joven,
enloqueció y murió.
#
Canción de amor
Oigo lo que no oyen los demás,
pies descalzos pisando terciopelo.
Suspiros bajo el sello de una carta,
el estremecimiento de las cuerdas, cuando no vibran.
A veces, huyendo de la gente,
veo lo que no ven los demás.
El amor, vestido con la risa
que se oculta en las pestañas, cubriendo los ojos.
Cuando aún tiene copos de nieve en los bucles,
veo florecer la rosa en el rosal.
Oí al amor partir
cuando unos labios por primera vez rozaron los míos.
Quién, sin embargo, detendrá mi esperanza:
ni siquiera el miedo al desengaño,
para que a tus rodillas no se ponga.
La más hermosa suele estar loca.
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Apagad las luces
En silencio. Que no se caiga el rocío
que tiembla en la punta misma de las pestañas;
sin hacer ruido. silenciosamente. sin patetismo,
a aquella noche le digo: no fuiste de las peores.
Con las alas de la guarda
de las tinieblas, no nos envolvió tu ángel,
que con nosotros estaba, oh noche seria
después de frívolas noches, con violencia.
Y el grito que por tu alfombra se extiende
cuando de horror las manos nos estrechamos,
ese espantoso grito que puede oír cualquiera todavía,
una llamada dulce es para mí.
¡Apagad las luces! que no se caiga el rocío
que tiembla en la punta misma de las pestañas;
sin hacer ruido, silenciosamente, sin patetismos,
digo: cuál, cuál era la claridad
de aquella noche en que todo oscureció,
en que todos como sombras
en su tronco se encogieron.
Sé bien, sé muy bien que entonces hubiera sido mejor
oír el estruendo.
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Pan y rosas
Entre dos polos se tensa el mundo
como la piel del asno.
La vida, entre dos cosas: 
pan y rosas.
Se oye el mundo, redoblan los tambores.
Para cosas pequeñas, guerra grande.
Ganador y vencido vuelven a casa.
¿Qué distancia, qué distancia haya casa?
Dos dados, dos palabras maravillosas,
en la corneta de la historia: pan y rosas.
Volver a tocar sobre el tambor volcado
moviendo con violencia la corneta en las manos.
Sobre la piel de asno del tambor de guerra,
para nuestro amor, el hambre y la muerte espera.
Versión de Clara Janés   
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¡Addio, hermosa llama!
La canción se ha herido levemente la frente
y aquella a quien iba dirigida, ha callado
lo que no podía pronunciarse.
¡No enciendas! Durante el crepúsculo
las palabras no parecen tan audaces.
¡Addio, hermosa llama!
La canción se ha herido levemente la frente.
Y ambos estaban confundidos.
Titubeando abrió la ventana.
Cayó la luz nocturna sobre el día.
Ya lo lejos Praga se sonrosaba.
¡Addio, hermosa llama!
Versión de Clara Janés
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El barco en llamas
Emprendí el camino al anochecer.
El que busca
                     suele ser esperado.
Al que espera, le encuentran.
Fui dejando detrás pequeñas ciudades dormidas,
rincones tejidos de hiedra,
donde quedaba aún algo de la música
de primavera,
hasta que me atrapó la noche.
En su oscuridad estalló una llama.
Alguien gritó:
                     ¡Arde el barco!
La lengua apasionada de la llama
rozaba la desnudez del agua
y los hombros de la joven
temblaban de placer.
Bajo las nerviosas ramas del sauce
que daba sombra a la fuente,
en cuyo fondo se oculta la tiniebla
cuando hay luz,
                     vi a una joven.
Empezaba a amanecer.
Ella intentaba bajar del brocal
un cubo mojado.
Tímidamente le pregunté
si había visto la llama.
Me miró con sorpresa,
volvió hacia atrás la cabeza
y un momento después, dudando, asintió.
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El tímido susurro de la boca besada
                      que sonríe: Por un sí,
que hace tiempo no escucho.
                      Ni tampoco me toca.
Sin embargo quisiera encontrar aún palabras
que estén amasadas
                      de miga de pan,
                      o de olor de tilos.
Pero el pan se ha puesto mohoso
                      y el perfume amargo.
Y en torno a mí se arrastran palabras de puntillas
y me ahogan,
                      cuando quiero asirlas.
Matarlas no puedo,
                      y a mí me matan.
¡Y retumban las puertas a golpes de maldiciones!
Si pudiera obligarlas a bailar para mí
se quedarían mudas.
                     Y aún cojearían.
Sin embargo sé muy bien
que el poeta está obligado siempre a decir más
que lo que esconde el rumor de las palabras.
Y eso es la poesía.
De lo contrario con la palanca del verso no podría
hacer saltar el capullo de los melosos goznes
y obligar al escalofrío
                      a que nos recorra la espalda
mientras desnuda la verdad.
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Tórtola, cállate...
Tórtola, cállate, deja de arrullar, 
en estos parajes a nada procurarás dulzura 
y golpea la piedra con el ala indefensa 
para que se levante el rabino,
                       lleva ya mucho rato durmiendo. 
Con ondulación de tumba, que vaya a la sinagoga,
pues aquellos que marcharon hace tiempo
                      algunas veces regresan, 
que los vivos se van siempre
y el mundo se quedaría vacío. 
Que entre en el umbral y peine el crepúsculo 
                      de barba gris.
Aquí está la primavera, el tiempo de Pascua empieza
y ha llegado ya el momento
de cantar el Cantar de los cantares
delante del cortinaje de la tora.
                      Que empiece el cantar,
escucharemos aquel grandioso cántico de muerte,
el cantar más triste de todos los cantares
escritos no hace mucho sobre la pared húmeda.
Que los nombres de los asesinados
                       pegados con sangre
caigan en la cúpula del cementerio y que le entierren.
Ya es bastante viejo.
Las piedras que en pie seguían
se inclinan e inclinadas caen al suelo.
                       ¡Qué se oiga su voz
en el valle del silencio
y esparza ya aquellas manchas
que bailan entre las tumbas!
                       Su capa
está tejida de hedor de putrefacción
y los huecos de sus ojos con escamas de peces
                       están pegados.
Cuando ya incluso la mezuza tan sagrada
                       ha perdido su poder,
cuando ya ni siquiera las oraciones llegan
y caen atrás como flechas a mitad del camino,
quizá se abra paso su cantar
                       hacia el cielo cerrado.
Un arco iris de siete cintas
se tiende en el paisaje de primavera.
¿Qué es lo que huele? , huele el aire
y algo más huele en mayo:
la rosa silvestre.
Esas hojas suyas inocentes
son el saludo de antaño para mí tan querido.
No, no te cambiaría por otras,
ya fueran las más bellas rosas,
rosa silvestre.
Veo a mi madre cuando era joven.
Va por la hierba y lleva una rosa.
Mas cuando cae la flor del arbusto
la imagen de nuevo se desvanece,
rosa silvestre.
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La columna de la peste
Nuestras vidas se deslizan
como los dedos sobre el papel de lija;
días, semanas, años, siglos,
y había épocas en que pasábamos llorando
largos años.
Hoy todavía camino alrededor de la columna
donde con tanta frecuencia esperé
y escuché, cómo murmura el agua
de las fauces apocalípticas,
sorprendido cada vez
por la amorosa coquetería del agua,
que estallaba en la superficie de la fuente
mientras caía la sombra de la columna en tu rostro.
Esta era la hora de la Rosa.
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Todos lo versos son la versión de Clara Janés
Jaroslav Seifert:
 Poeta y periodista checo nacido en Zizkov, barrio obrero de Praga en 1901, difunto el 10 de  enero de 1986.  Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1984 por una producción poética que, dotada de gran frescura, sensualidad y variada imaginación, suministra una imagen liberada del espíritu indomable y la versatilidad del hombre.
En 1921 publica su primera colección de poemas, La ciudad en llamas.
Fue miembro fundador del grupo de vanguardia Devětsil y del Partido Comunista de Checoslovaquia, con el que rompe relaciones en 1929.
Entre 1968 y 1970 asumió la dirección de la Unión de Escritores Checos.
En 1985 publicó sus memorias (Toda la belleza del mundo).
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El Nobel de Literatura Jaroslav Seifert murió en Praga
Texto Clara Janes, poeta y escritora, es traductora de Jaroslav Seifert y VIadimir Holan al castellano.
 Este artículo apareció en la edición impresa de El País, el Sábado, 11 de enero de 1986
El premio Nobel de Literatura 1984, Jaroslav Seifert, murió en la noche del jueves en Praga, a la edad de 84, años, tras un paro cardiaco. Seifert, que sufría parálisis de ambas piernas desde hace 25 años, fue hospitalizado el jueves por la mañana a causa de una hipertensión. Su salud le impidió recoger el Premio Nobel personalmente, y en su lugar tuvieron que acudir sus hijos. El escritor checoslovaco era autor de El paraguas de, Piccadilly y Combate de ángel, entre otras obras. Seifert estaba considerado como el lírico más relevante de las letras checoslovacas. Sus poemas dejaban traslucir una marcada preocupación por los problemas sociales. Fue además un constante luchador por la libertad de expresión y uno de los firmantes del documento de las 2.000 palabras, en contra de la represión de la disidencia.
Adentrarse en la personalidad de Jaroslav Seifert, premio Nobel de Literatura de 1984 que falleció ayer en Praga, es empresa que requiere el conocimiento no sólo de la literatura sino también de la historia de su país, Checoslovaquia, desde principios de siglo hasta nuestros días. Si por un lado es de todos sabido que fue el último gran representante de una generación poética de extraordinaria altura y potente capacidad. innovadora, y que su lucha política personal fue incesante, por otra la distancia que separa a nuestros países Y culturas hace que nos sea prácticamente imposible valorar en profundidad su importancia.
Jaroslav Seifert, que nació en el seno de una familia obrera de Praga, fue aquel joven que en sus primeros tanteos literarios se unió al grupo Devétsil, que consideraba que el arte debía ponerse al servicio del proletariado, dando ya entonces una obra de tanta fuerza expresiva como Ciudad en lágrimas (1921). Dentro del mismo Devétsil, movido por una exigencia de calidad y libertad en el arte, fue uno de los que, adoptando la estética de las van guardias, y concretamente de Dadá, creó el movimiento llamado poetismo, que preconizaba la poesía para los cinco sentidos, ya que la consideraba como el arte de vivir y gozar, y cuya influencia en las letras checas posteriores fue decisiva. Nos ofreció entonces un mundo de juego y en sueño cuya ciudad ideal era París, invocando la musa moderna, aquella que a las ocho de la tarde descorre "la cortina roja que oculta la blanca pantalla del cine", en obras como En las ondas (1926) o Viaje de novios (1926).
Arte y vida
La postura poetista, sin embargo, hizo que se volviera a plantear el conflicto que supone la antítesis entre arte y vida; y el contraste entre la fantasía poetista y la sórdida .realidad explica el movimiento pendular entre optimismo y pesimismo de sus creaciones. Es Seifert, de nuevo, quien encarna antes que nadie este sentir en su obra El ruiseñor canta mal (1926), que nos ofrece un carnaval donde las máscaras son máscaras de gas y el vestido de arlequín está hecho de, pedazos de sudarios. Pero pronto una veta nostalgica envolvió ese panorama restaurando el equilibrio (Paloma mensajera, 1929). Esta nostalgia era el preludio de un nuevo paso en la evolución de la poesía de Seifert, que dando pruebas de grandes capacidades poéticas adoptó entonces el estilo clásico y escribió poemas con metro y rima. El primer libro de esta nueva fase es Manzana de regazo (1933), al que siguieron La manos de Venus (1936) y Primavera, adiós (1937). Al mismo tiempo que su voz se interiorizaba, la melodía acogía cálidamente sus palabras y aparecía en el horizonte el mundo de la infancia, la juventud, el amor, la esperanza, y a través de ello, una vinculación profunda con el mundo checo y su tradición literaria. Esto último, unido a su sencillez expresiva, le otorgó ya en aquellos años, gran popularidad. Lo poético, en Seifert, se iba definiendo a través de elementos sutiles que surgían por transparencia, de una atmósfera, a veces envuelto en nebulosa y en el que destacaba una mancha de color. Pero los acontecimientos históricos se impondrían en toda la literatura checa y asomarían en sus obras: Ocho días (1937), Apagad las luces (1938) y posteriormente Casco de tierra (1945). Los temas que aparecieron entonces fueron constantes de su producción.
arís quedaba atrás y la ciudad de Praga y su historia, tan unida a la historia personal del poeta, se convertían en una presencia perpetua en su obra -Vestida de luz (1940), Puente de piedra (1945)- Todo ello reaparecería en la última etapa de su producción, donde, tras volver al verso libre, nos dio su mejor poesía: Concierto en la isla (1965), El cometa Halley (1967), La fundición de las campanas (1967), La columna de la peste (1977) y Ser poeta (1983).
Si hubiera que destacar un solo rasgo común a la poesía y a la persona de Seifert, sin embargo, éste sería el amor. El amor es el elemento que impregna todos sus escritos, ya de modo subyacente, ya emergiendo a la superficie; el amor en todos sus aspectos, pasional, filial, patriótico; el amor a la verdad y la justicia que fue, en último término, lo que rigió su vida. Esa búsqueda poética que le hizo avanzar siempre en pos de una mayor autenticidad, entrega y perfección -adecuación- en su obra, donde continuamente, con desbordante generosidad, hace presentes a los demás poetas de su generación, fue el reflejo de la que orientó los pasos de su vida.
Fundador del Partido Comunista checo en sus años mozos, se apartó de él tras un decepcionante viaje a la Unión Soviética en 1929, para adoptar una actitud de lucha independiente que le llevaría a declarar su opinión siempre que pudiera expresarla, en cualquier circunstancia, por adversa que fuera. Así condenó la política estalinista en 1956 y la invasión de los tanques rusos en 1968, firmando ese mismo año el manifiesto de las 2.000 palabras y, nueve años después, Carta 77. Como consecuencia, sufrió diversos períodos de silencio e imposibilidad de publicación. Su honradez, su clarividencia y valentía le llevaron a ocupar el puesto de presidente de la ,Unión de Escritores Checos en el momento en que ésta se vio con mayores dificultades, en 1968. Este mismo sentir fue el que, al recibir el Premio Nobel, le hizo declarar que lo aceptaba como representante de su generación, ya que otros de sus poetas (Halas, Nezval y Holan) lo hubieran merecido.
Lucha incesante
La vida de Seifert, pues, fue una vida de lucha incesante regida por la inteligencia. Los avatares que sufrió no dejaron en él huella alguna de amargura. Quizá aquellos primeros pasos dados en la cuerda floja tendida entre el realismo y el sueño o utopía, le dotaron de una visión serena y una seguridad en la esperanza, expresables incluso en el silencio por medio de una mirada transparente y una determinada sonrisa. En su obra, sin embargo, esa sonrisa la hallamos en palabras concretas que son conclusión del poema y de la actitud vital del hombre que no desfallece. Ahora, el invierno se ha llevado a Jaroslav Seifert, pero su ejemplo de hombre íntegro que supo responder a la historia y- su creación literaria, como esa sonrisa, quedan para siempre en un eterno renacer de primavera.

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