1 ene 2018

Luis Cernuda, poeta de sensibilidad mestiza/ Alejandro Avilés Inzunza.

Luis Cernuda, poeta de sensibilidad mestiza/ Alejandro Avilés Inzunza...
Tomada del libro: "Un grito contra nadie. Aproximaciones a la obra de Alejandro Avilés"/ Fred Alvarez y Leopoldo González, coordinadores; publicado por el Instituto Sinaloense de Cultura,  primera edición 2016.
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Vamos a hacer un paréntesis en la presentación de poetas mexicanos, para traer aquí el recuerdo de un gran poeta español que visita nuestro país: Luis Cernuda.
El extraordinario poeta sevillano forma parte de la más espléndida generación de líricos que España ha producido en el siglo xx: la que empezó a manifestarse hacia 1920 y tiene como exponentes máximos a Federico García Lorca, a Rafael Alberti, a Jorge Guillén, a Pedro Salinas, a Gerardo Diego, a Vicente Aleixandre, a Luis Cernuda.
La Revista de Occidente acogió, en 1925, los primeros poemas que publicó Cernuda: su primer libro, Perfil del aire, no tuvo éxito inmediato, quizá por lo delgado y original de su mensaje. Sucesivamente fueron apareciendo: Tres poemas (1928), Un río, un amor (1929), Los placeres prohibidos (1931), Donde habite el olvido (1932), hasta culminar en la obra que es concentración de todas las demás: La realidad y el deseo (1936), publicada por Cruz y Raya y reeditada en México, ya aumentada, por la Editorial Séneca.

De la obra total separó Rafael Alberti el libro Las nubes y lo editó en Buenos Aires, en 1943. Cuatro años después, la Editorial Lozada publicó una nueva sección de la magna obra que, repetimos, lleva el nombre de La realidad y el deseo. Lo que Lozada editó lleva el nombre de «Como quien espera el alba». Pronto será publicada en México una nueva sección inédita: «Vivir sin estar viviendo», cuyas primicias ofrecemos en esta reseña por una gentileza del autor, que puso en nuestras manos los originales.

  • Variaciones sobre tema mexicano

Antes de pasar a la consideración de su obra en verso —que es la que para nuestro objeto interesa sobre todo— diremos algo de una obra suya en prosa, no solo porque se refiere a México, sino porque contiene una estética profunda en su aparente ligereza de trazos al vuelo. Se trata de la obra Variaciones sobre tema mexicano. Contiene este libro una prosa delgada, transparente. Como la de Azorín. Pero más cálida, más nuestra, más mexicana diríamos. Y es que Cernuda no es solamente español, sino también americano, ya que su padre fue portorriqueño. Su tez bronceada, su perfil, su acento, lo caracterizan más como iberoamericano que como español.
Y así es su poesía, que tiene finuras de mestizo, recónditas visiones y suavidades de indio. Y su prosa no lo desmiente. Dialoga el poeta consigo mismo. Nunca dice «yo» sino «tú» refiriéndose a su propia persona. Es un Narciso indio mirándose en una fuente espejo. Su luz es como la del valle de México. Su poesía ha llegado «a la región más transparente del aire».
De tierras anglosajonas viene. Y al llegar encuentra que, frente a la civilización protestante, de fábricas y bancos, México ha conservado lo mejor, que es la vida que vive. «En tierras anglosajonas», dice, «las gentes no saben reposar... En cambio aquí las actitudes de reposo son naturales a los cuerpos». Y ejemplifica magistralmente:
«Aquel chamaco en el umbral de un convento pueblerino, traje blanco y sombrero de paja, sentado sobre el primer escalón, la espalda contra el muro, una rodilla en alto, dejando caer sobre ella su brazo, la mano colgada entreabierta y el índice extendido, como el Adán de la Sixtina en el fresco de la Creación.»
Sigue ejemplificando y concluye: «El cuerpo aún conserva en esta tierra su dignidad natural. Y en nada manifiesta tan bien el cuerpo la conciencia de su dignidad como en su abandono».
Cernuda recuerda un poco a Cristóbal Colón en su profunda captación de la belleza nativa. Leamos su descripción de los mercaderes de la flor:
«Bajo el ala del sombrero, en una de esas caras frescas que apenas han dejado de ser infantiles, qué intensidad tiene la mirada. Los labios guardan silencio, pero cuántas cosas dicen los ojos, y qué bien las dicen. ¿Comprenderían allí los industriales protestantes que la pobreza puede ser vocación orgullosa e intransigente? ¿Cómo existe gente de la que ni siquiera puede decirse que prefieren ser los últi-mos, porque para ellos no hay últimos ni primeros?
«Apenas compradas las flores, quisiéramos dejarlas, con las monedas, en aquellas manos. El dinero, como alivio mínimo de la necesidad; las flores, como tributo insuficiente a la dignidad de sus vidas, a la gracia de sus cuerpos, a la elocuencia de sus caras. Que la hermosura alimenta, y sin ella, como sin pan, también puede acabarse el hombre.»
Descubre así el sentido vital de lo nuestro:
«Aquella tierra estaba viva», dice refiriéndose a la tierra que pisaron sus pies en el retorno a México, y dialogando consigo agrega: «Y entonces comprendiste todo el valor de esa palabra y su entero significado, porque casi te habías olvidado de que estabas vivo. Acaso el precio de estar vivo sea esa pobreza y duelo que veías en torno; acaso la vida exija, para estar viva, ese abandono ruin de miseria y tristeza, entre las cuales ella, como una flor, crece acrisolada».
Vislumbra algo parecido a lo que Vasconcelos llamara la raza cósmica:
«Algo diferente de tu mundo mediterráneo y atlántico, que se asoma ya al otro lado de este continente, el otro mar por donde Asia se vislumbra, y tan admirablemente se empareja contigo y con lo tuyo, como si solo ahora se complementara al fin tu existencia.»
Y continuando en esa ahincada visión objetiva de lo nuestro (objetividad que contagia su propio mundo subjetivo y lo hace reconocerse en ella) desemboca en esta profunda consideración:
«Sus vidas —se refiere a los fieles guadalupanos— alientan con la certeza de estar unidas en un todo y a la vez libres de él; vivas por la vida de ese Dios del cual allá adentro, en la Basílica, está el símbolo visible, que puede ayudarles a interceder por ellos, y cuya sabiduría conoce mejor que el ser humano lo que a éste le conviene.»
¿Por qué después de este hallazgo se pierde en divagaciones que lo niegan? Es que Narciso, una vez que encontró la belleza en las aguas —la belleza de su propio rostro— no quiere sino mirarse a sí mismo; no se entrega humildemente al deslumbramiento de la ajena belleza. Y menos acata la Belleza increada en su esplendor total, tan por encima del humano, ante la cual Narciso palidece. Si Cernuda tuviera la humanidad del cristiano, pensaría que la imagen que le devuelve el espejo es también hechura de Aquel que levantó el espejo cóncavo de los cielos, donde su rostro de Narciso ya no está, sino el de toda la Creación.
No vamos, sin embargo, a sujetar a crítica aquellas palabras de Cernuda con las que no estamos de acuerdo. Vamos a recoger lo que, a nuestro juicio, constituye la más delicada entraña de su poética:
«Mirar. Mirar. ¿Es esto ocio? ¿Quién mira el mundo? ¿Quién lo mira con mirada desinteresada? Acaso el poeta, y nadie más. En otra ocasión has dicho que la poesía es la palabra. ¿Y la mirada? ¿No es la mirada poesía? Que la naturaleza gusta de ocultarse, y hay que sorprenderla, mirándola largamente, apasionadamente. La mirada es un ala, la palabra es otra ala del ave imposible. Al menos mirada y palabra hacen al poeta. Ahí tienes el trabajo que es tu ocio: quehacer de mirar y luego quehacer de esperar el advenimiento de la palabra.»
 Sería difícil hallar otra expresión que, con tan breves palabras, dijera tanto y tan bien sobre el origen y el ser de la poesía.
 La Realidad y el Deseo.
Realidad y deseo: he aquí los polos de la poesía. Y si hemos citado tanto la prosa de Cernuda, realidad y deseo, es porque la poesía de Cernuda se da más cálida y elemental en la prosa que en el verso. No nos atrevemos a asegurarlo. Pero a nosotros su prosa nos sacude más, nos mueve con mayor simpatía. Su verso es más frío, más intelectual. Su verso es licor de finos filtros, esbelto movimiento de surtidor, canto delgado y escogido acento. La voz del verso de Cernuda es una de las más transparentes y delgadas que se han dado en la lengua de Garcilaso. Se parece un tanto, aunque es diferente, a la de Jorge Guillén. (*)
Con Guillén tiene además una semejanza de estructura su obra. Guillén es poeta de un solo libro —Cántico— que ha venido creciendo con cada nueva edición. También Cernuda tiene un solo libro: La realidad y el deseo, que crece con los años. La diferencia está en que el crecimiento de Cántico se realiza por adiciones de vida en cada una de sus partes, tal como crece un niño, mientras que La realidad y el deseo va creciendo a la manera del árbol, con el nacimiento de ramas nuevas.
Otra diferencia nos parece percibir entre Guillén y Cernuda.
El mundo poético de Guillén es fundamentalmente intelectual y cristaliza en formas deslumbrantes que luego adquieren calor con una súbita vida que las asalta y se manifiesta en gritos que las humaniza. El mundo poético de Cernuda, en cambio, es algo así como un calor contenido, como un vapor de agua que el designio hubiera convertido en un cristal de hielo. Cernuda quiere, tal vez, que el lector solo perciba la belleza, no la vida que la engendró. Y su inteligencia se esfuerza por quitar calor inmediato al latido del corazón. Esto, que quizá no es otra cosa que pudor poético, a veces le resta eficacia expresiva y en ocasiones llega a ofrecernos disecada el ave del paraíso que su sensibilidad fue siguiendo hasta atraparla.
Una noche feliz miró el poeta cómo la Luna, «diosa virgen», ha presidido por los siglos y milenios la realidad y el deseo de los hombres. Realidad efímera a la que solo da ser el deseo, efímero también en su propio cumplimiento o en su derrota:

Cuánta sombra ella ha visto surgir y ponerse.
Cuánto estío y otoño madurar y caer. 
Cuántas aguas pasar de las nubes
a la tierra, de los ríos al mar; 
cuántos hombres ha visto desear y morir
y reconocer su anhelo eterno 
en otros, otros y otros labios.

Y un día vendrá el final de la vida, y la luna, pupila de la muerte que acecha en los espacios, asistirá a la derrota del Deseo, desde su fría Realidad celeste:

Mas una noche, al contemplar la antigua 
morada de los hombres, solo has de ver allá 
el reflejo de su dulce fulgor, 
mudo y vacío entonces, 
estéril tal su hermosura virginal; 
sin que ningunos ojos humanos 
hasta ella se alcen a través de las lágrimas 
definitivamente frente a frente 
el silencio de un mundo que ha sido
 y la pura belleza tranquila de la nada.

El nihilismo de Cernuda nace de su asendereado corazón de caminante sin Estrella, de su espejo de sombras donde un día florece el propio rostro. La nada brota, tiene que brotar de la nada del hom-bre. El hombre solo tiene que ir hacia la Nada. Porque lo único que puede derrotar a la Nada es el Ser que no nació de ella, el Ser que de ella nos hizo, el Ser con cuya asistencia paternal podemos nosotros mismos levantarnos sobre la nada que fuimos, sobre la nada que podemos ser si Dios no nos sostiene.
Pero Cernuda no ha tornado a la casa paterna. Hijo pródigo sin descanso, sigue buscando el bien en otros sitios. Y todos sus cami-nos, aunque llenos de vida y esplendor, conducen a la muerte. Es más: él lo ha querido así, él mismo lo proclama:

Ahora la muerte acuna sus deseos, 
saciándolos al fin. No compadezcas 
su sino, más feliz que el de los dioses 
sempiternos, arriba.

No puede, sin embargo, negar el poeta su ser de hombre que le pide eternidad. Frente a la Realidad de las cosas que perecen, brota  el Deseo de la vida eterna. Y como aún no quiere reconocer a Dios, canta a los dioses:

Tal vez su fe os devuelva el cielo.
Mas no juzguéis por el rayo, la guerra o la peste, 
una triste humanidad decaída; 
impasibles reinad en el divino espacio. 
Distraiga con su gracia el bello copero 
la cólera de vuestro poder que despierta. 
En tanto el poeta, en la noche otoñal, 
bajo el blanco embeleso lunático, 
mira las ramas que el verdor abandona 
nevarse de luz beatamente, 
y sueña con vuestro trono de oro 
y vuestra faz cegadora, 
lejos de los hombres, 
allá en la altura impenetrable.

No, poeta: la altura no es impenetrable. Se hizo también para los hombres. Para llegar a ella está la escala de Jacob, que el hombre no puede levantar, que Narciso no puede ver siquiera. Si Narciso fuera capaz de ver la escala, ya no sería Narciso, sino hijo de Dios. Entonces la fuente reflejaría, en vez de su propio rostro perecedero, «los sem-blantes plateados» que nunca pasarán. Y la escala sería suya. La escala que conduce a un Cielo en donde el padre no es Zeus, el azote de los Efímeros que Píndaro cantara, sino Dios Padre que quiere llevarnos, en torno a su Hijo que se hizo hombre, a participar de lo Eterno.
Y aquí sí, poeta, La Realidad y el Deseo son una sola rosa de pétalos inmarcesibles.

Vivir sin estar viviendo..
Tenemos aquí los originales del libro inédito Vivir sin estar viviendo. Y nos sentimos como ante un tesoro que quisiéramos compartir sin sernos ello posible, pues el espacio se va escapando y ya es poco lo que podemos citar aquí. Permítasenos entonces que omitamos comentarios para dar textos, versos magníficos que por primera vez se publican.
Hay un brevísimo poema —«Verso para ti mismo»— que es como un compendio magistral de su concepción de la poesía. En él se habla a sí mismo, y se habla, como siempre, de «tú». Es como si el poeta se situara fuera de sí mismo para mirarse, para decirse lo que le importa. O como si —otra vez Narciso— se viera en el espejo de los días, y todo le pareciera creación suya, obra de su conciencia y de su sueño:

La noche y el camino. Mientras, 
la cabeza recostada en tu hombro, 
el cabello suave a flor de tu mejilla, 
su cuerpo duerme, o sueña acaso. 
No. Eres tú quien sueña solo 
aquel afecto noble compartido, 
cuyos ecos despiertan en tu mente desierta 
como en la concha los del mar que ya no existe.

Pero hay un desdoblamiento del propio sujeto. Y es la separación, en la noche, del cuerpo y del alma. Llegados a la esquina se despiden. Y puede decirse al alma:

Entró la noche en ti, materia tuya 
en vastedad desierta, 
desnudo ya del cuerpo tan amigo 
que contigo uno era.

Por fin parece que la realidad y el deseo se han encontrado en una sola verdad, en el poema «El viajero».

...Si ahora
 tu sueño al fin coincide 
con tu verdad, no pienses 
que esta verdad es frágil 
más aún que aquel sueño.

No podemos, sin embargo, afirmar nada definitivo. Mejor que aventurarnos en hipótesis, vamos a copiar, para concluir, su poema «El retraído», que es uno de los que mejor revelan su ser de hombre
y de poeta. En él se encuentra que quizá la muerte sea, al fin de todo, la que tiene el secreto de la vida, el misterio de vivir sin estar viviendo, la liberación de lo contingente: la elevación a mundos in-tangibles, de esta vida que se nos deshace entre las manos con el solo fluir del tiempo. El poema es este:

Tal es el niño jugando 
con desechos de hombre, 
un harapo brillante,
pedazo coloreado o pedazo de vidrio, 
a los que su imaginación da vida mágica, 
y goza y canta y sueña
a lo largo del día que las horas no miden, 
así con tus recuerdos. 
No son como las cosas 
de que cerciora el tacto, 
que contemplan los ojos; 
de cuerpo más aéreo 
que un aroma, un sonido,
solo tienen la forma prestada por tu mente, 
existiendo invisibles para el mundo 
aun cuando el mundo para ti lo integran. 
Vivir contigo quieres 
vida menos ajena que esta otra, 
donde placer y pena 
no sean accidentes encontrados,
sino fases del alma 
que refleja el destino 
con la fidelidad transmutadora 
de la imagen brotando en aguas quietas. 
Esperan tus recuerdos 
el sosiego exterior de los sentidos 
para llamarte o para ser llamados,
 como esperan las cuerdas en vihuela 
la mano de su dueño, la caricia 
diestra, que evoca los sentidos 
diáfanos, haciendo dulcemente 
de su poder latente, temblor, canto.
Vuelto hacia ti prosigues 
el divagar enamorado 
de lo que fue tal vez como debiera.
y así la vida pasas,
 morador de entresueños,
 por esas galerías
donde la luz más bella hace la sombra 
y donde a la memoria más pura hace el olvido. 
Si morir fuera esto, 
un recordar tranquilo de la vida, 
un contemplar dichoso de las cosas, 
cuán dichosa la muerte, 
rescatando el pasado 
para soñarlo a solas libremente, 
para pensarlo tal presente eterno, 
como si un pensamiento valiese más que el mundo.
(8 de marzo de 1953)
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La imagen es del archivo Tomas Montero; don Tomas fotografió al poeta Cernuda para este trabajo publicado  en la la serie «Poetas mayores: Luis Cernuda, poeta de sensibilidad mestiza», El Universal , domingo 8 marzo de 1953.
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*Al margen...Hay una carta del poeta Pedro Salinas a su amigo Jorge Guillén. Esta fechada en abril de 1927, donde habla de Luis Cernuda, y dice: “Si Cernuda hace versos es casi por mi influencia, si te leyó a ti y se entusiasmo por tu lenguaje fue por mí, y si ha publicado en alguna parte por mi ha sido también. Y yo hacedor inconsciente, estaba formando una criatura poética a tu semejanza literaria (…) Pero si tu contrariedad persiste, yo culpable de todo, estoy dispuesto a matar a Cernuda, y a comparar la edición integra de su obra póstuma para regalarla a una biblioteca pública, y evitar que así se lea”.
Luis Cernuda Bridón. Nació en Sevilla el 21 de septiembre de 1902 y murió  de un infarto la mañana del 5 de noviembre de 1963 en la casa de su amiga Concha Méndez,  en la calle Tres Cruces 11 en  Coyoacán, Distrito Federal.  Al lado de donde quedó inmóvil estaba una máquina de escribir y un libro –Novelas y cuentos- de Emilia Pardo Bazán. Dentro del ejemplar había dos marcadores de página -uno con el David de Miguel Ángel y otro con el retrato de Francisco I por Tiziano- que desvelaban en qué página había quedado interrumpida la lectura.
Eva Díaz Pérez escribió en El Mundo (03/11/2013) que “el cuerpo del poeta estaba en el suelo, vestido aún con su batín, el pijama, las zapatillas y al lado, la pipa y unas cerillas. La muerte lo había sorprendido intentando fumar. En la máquina de escribir había frases por terminar, anotaciones sobre el teatro de los hermanos Álvarez Quintero….”
Su tumba se encuentra en la fosa 48, fila 4, sector C, en el Panteón Jardín de la Ciudad de México; debería estar en Sevilla. En la lápida dice: “Luis Cernuda Bidon. Poeta. Sevilla 1902-México 1963″.
 Cernuda llegó a México exiliado y para quedarse. Nació en Sevilla en 1902 y vivió allí hasta 1928; después todo fue exilio eterno, pero siempre pensando en volver a Sevilla. Inició sus estudios de Derecho en la Universidad de Sevilla, donde conoció a Pedro Salinas, que fue su profesor. Ya en los años veinte se trasladó a la ciudad de Madrid, donde entró en contacto con los ambientes literarios de lo que luego se llamará Generación del 27.
Durante un año trabajó como lector de español en la Universidad de Toulouse. Cuando se proclamó la República se mostró dispuesto a colaborar con todo lo que fuera buscar una España más tolerante, liberal y culta. Durante la Guerra Civil participó en el II Congreso de Intelectuales Antifascistas de Valencia, y en 1938 fue a dar unas conferencias a Inglaterra, de donde ya no regresó a España, iniciando un triste exilio después de la guerra civil.
Fue profesor de Literatura en Glasgow, Cambridge, Londres, EU  y  llegó a establecerse en México en noviembre de 1952, con 500 dólares en la bolsa; antes había estado de vacaciones; la primera vez fue verano de 1949.
Cernuda vivió en México en varios lugares; durante el primer año vivió en un departamento en la calle Madrid pero luego, hacia finales de 1953 (que es cuando lo entrevista don Alejandro), animado por su amigo Manuel Altolaguirre (quien entonces vivía con su segunda esposa, María Luisa Gómez Mena), Cernuda fue a vivir a casa de Concha Méndez y su hija, Paloma Altolaguirre, en Coyoacán. Esa había de ser su casa durante los once años que le quedaban de vida.
En nuestro país se reencontró con amigos españoles como Altolaguirre, Méndez, José Moreno Villa, Ramón Gaya y Emilio Prados, a quienes no había visto desde su salida de España, en plena Guerra Civil, en febrero de 1938. También encontró el amor..., o el placer.
Fortaleció su amistad con Octavio Paz e hizo relación con el pintor Manuel Rodríguez Lozano, los músicos Salvador Moreno e Ignacio Guerrero, y el poeta Enrique Asúnsolo y Guadalupe Dueñas.
En 1954 y gracias a la intervención de Octavio Paz, entró a trabajar como profesor en la UNAM, a la vez que como becario en El Colegio de México. Paz fue el padrino y ayudó a Cernuda sin condición. Le solicitó a su amigo Alfonso Reyes, entonces presidente de El Colegio de México, que acogiera  a su amigo Luis y éste le concedió  una beca, misma que le fue con cedida de inmediato por 450 pesos mensuales –de entonces- y para justificarla lo consideró “investigador independiente”...
(Después el nuevo director del Colmex lo despidió...(esa es otra historia)
http://archivotomasmontero.org/site/2013/11/05/luis-cernuda-el-amigo-de-octavio-paz-2/
Pero quién más sabe del poeta sevillano es el escritor español Antonio Rivero Taravillo escribió Luis Cernuda. Años de exilio (1938-1963, Ed. Tusquets.), y el mexicano es el maestro Vicente Quirarte autor de la "La poética del hombre dividido en la obra de Luis Cernuda", 1985, IUNAM
En agradecimiento eterno a Octavio Paz, Cernuda le dedicó el siguiente poema:
Limbo
                                                        A Octavio Paz 
La plaza sola (gris el aire, 
negros los árboles, la tierra 
manchada por la nieve), 
parecía, no realidad, mas copia 
triste sin realidad. Entonces, 
ante el umbral, dijiste: 
viviendo aquí serías 
fantasma de ti mismo. 
Inhóspita en su adorno 
parsimonioso, porcelanas, bronces, 
muebles chinos, la casa 
oscura toda era, 
pálidas sus ventanas sobre el río, 
y el color se escondía 
en un retablo español, en un lienzo 
francés, su brío amedrentado. 
Entre aquellos despojos, 
proyecto, el dueño estaba 
sentado junto a su retrato 
por artista a la moda en años idos, 
imagen fatua y fácil 
del diletante, divertido entonces 
comprando lo que una fe creara 
en otro tiempo y otra tierra. 
Allí con sus iguales, 
damas imperativas bajo sus afeites, 
caballeros seguros de sí mismos, 
rito social cumplía, 
y entre el diálogo moroso, 
tú oyendo alguien me dijo: "Me ofrecieron 
la primera edición de un poeta raro, 
y la he comprado", tu emoción callaste. 
Así, pensabas, el poeta 
vive para esto, para esto 
noches y días amargos, sin ayuda 
de nadie, en la contienda 
adonde, como el fénix, muere y nace, 
para que años después, siglos 
después, obtenga al fin el displicente 
favor de un grande en este mundo. 
Su vida ya puede excusarse, 
porque ha muerto del todo; 
su trabajo ahora cuenta, 
domesticado para el mundo de ellos, 
como otro objeto vano, 
otro ornamento inútil; 
y tú cobarde, mudo 
te despediste ahí, como el que asiente, 
más allá de la muerte, a la injusticia. 

Mejor la destrucción, el fuego.


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