Columna
EN TERCERA PERSONA /Héctor De Mauleón
El Universal
La ciudad que perdió a Amado Nervo
De la casa donde el poeta Amado Nervo pasó sus últimos años (Amado Nervo 48, colonia Santa María la Ribera), solo se mantiene en pie una parte de la fachada.
Los balcones de la planta baja y el amplio portón de entrada fueron tapiados con ladrillos. A lo demás se le demolió y convirtió en un gran estacionamiento público.
Sobre los muros de la casona en donde se escribieron algunos de los versos centrales de la poesía mexicana, se han pintarrajeado con letras amarillas los letreros del caso: “Pensión. Tiempo Libre. Tarifa por hora 16 pesos. Tiempo libre 50”.
Amado Nervo salió por última vez de aquella casa en noviembre de 1918. Acababan de designarlo enviado extrordinario y ministro plenipotenciario de México en Uruguay. Tomó la ruta Veracruz-Nueva York- Buenos Aires. Estuvo algunos meses en esta última ciudad, y llegó a Montevideo en mayo de 1919, aquejado por una nefritis crónica.
Dos días más tarde cayó en cama. El ministro de Relaciones de Uruguay envió este telegrama a México: “Nervo enfermo –Estado no grave pero sí delicado. Pídeme informe v.s. encargando reserva respecto sobrino- Está solícitamente atendido no faltándole nada. Mi familia y yo acompañámoslo en todo momento. Más tarde trasmitiré pronósticos médicos…”.
El 24 de mayo de 1919, a solo seis días de su llegada a la ciudad, corrió la noticia de que el poeta había muerto. “La muerte me entra por los pies”, fue lo último que dijo en su habitación del Parque Hotel.
Tras la muerte de Darío, Nervo era considerado el poeta mayor del orbe hispanoamericano. En México, donde el culto a la poesía solía provocar suicidios, la memorización de sus poemas era un acto social de rigor.
El regreso del cuerpo a bordo del crucero Uruguay fue algo que nunca se había visto. El barco recibió un homenaje continental: se detuvo en los diversos puertos que encontró a su paso y en todos ellos Nervo recibió los máximos honores.
Lo sucedido a su llegada a la ciudad de México tampoco tuvo precedentes. No había ocurrido en los tumultuosos funerales de Manuel Acuña, no había ocurrido en los de Manuel Gutiérrez Nájera, no ocurrió tampoco en los de Juan de Dios Peza. En medio de una consternación y un dolor inmensos, Nervo fue velado en Relaciones Exteriores y trasladado luego a la Rotonda.
Los vecinos de la calle en la que había vivido, que se llamaba entonces calle Colonia, exigieron que se impusiera a ésta el nombre de Nervo.
En el número 48 siguieron viviendo tres hermanas solteronas del poeta (Concha y Elvira Nervo) y una joven que Nervo les había encomendado (Margarita Dailliez). Pensé en esa joven al mirar los autos que poblaban el estacionamiento, los restos de pintura que aún están prendidos en algunas partes del único muro.
En 1901, en París, Nervo se enamoró de una mujer llamada Ana Cecilia Dailliez. Fueron amantes durante más de diez años. Por alguna razón nunca explicada —él decía que no tenía derecho a amarla a la luz del día, puesto que su relación no estaba sancionada “por ninguna ley”—, el poeta la mantuvo escondida.
En 1912 Ana Cecilia murió de tifoidea. Nervo, que para entonces ya había renunciado a la poesía, escribió, a consecuencia del golpe, y de unos días que fueron como “relámpagos”, algunos de sus poemas más recordados (La Amada Inmóvil).
Hizo algo más: decidió hacerse cargo de la niña de once años —su nombre era Margarita— que Ana Cecilia había dejado. Entonces, como decía Alfonso Reyes —y como se cuenta en El estanque de los lotos—, ocurrió lo indecible. Al crecer, Margarita se convirtió en el vivo retrato de su madre, y Nervo se enamoró. La joven, desde luego, lo rechazó (“¿cómo decir te quiero sin añadir papá?”).
A pesar de todo, Margarita siguió viajando con Nervo, y cuando no, cambiaba cartas con él (en las que el poeta la llamaba “hijita”). Tras la muerte en Montevideo ella se quedó a vivir con las hermanas solteronas, casó con un sobrino del poeta e incluso se hizo cargo de su legado.
No sé qué ocurrió después. La generación siguiente abjuró de los versos de Nervo: lo convirtió en cadáver del modernismo. Los poetas lo aborrecieron hasta que en 1965 José Emilio Pacheco le restituyó sus poderes como un poeta que moduló el idioma como nadie —y fue además un prosista excelente.
Un día demolieron su casa. A un lado abrieron un bar, enfrente pusieron una lavandería, más allá un taller de frenos. Grafitearon también la calle entera.
Maldita ciudad. Necesito tomar algo.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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