Revista Proceso # 2174, 2 de julio de 2018..
El triunfo de la esperanza/FABRIZIO MEJÍA MADRID
La gente que fue al Zócalo a celebrar el triunfo de Andrés Manuel López Obrador es la izquierda coleccionada por sí misma: el cardenismo de 1988 –el del reclamo para que se contaran los votos y jamás el de la evocación de la educación socialista–, el zapatismo de 1994 –el que reconoce que México es racista y encuentra en la autonomía comunitaria una solución al descomunal despojo global–, el de la lucha contra el desafuero del alcalde electo de la Ciudad de México –que piensa que las opciones en la boleta no deberían ser
palomeadas por el presidente en turno como una forma de dedazo enguantado en legalidad–, el estado de ánimo que en los dos fraudes –2006 y 2012– denunció lo que obstaculizaba el simple depósito de la boleta en una urna y su conteo: el fraude cibernético y la compra de votos, la decisión de los poderes monopolizados por encima de lo que es tan simple: un domingo de cada tres o seis años, todos valemos lo mismo: uno.
La épica a la mano es la de lo pequeño. En cada uno de los 30 millones que votaron por el tabasqueño el domingo 1 de julio hubo, por primera vez, la sensación de que tiene un efecto discutir las opciones, decidir por una, y levantarse para ir a votar. De eso se trata la presencia de los cuerpos en las calles: nadie los ha convocado, se han coleccionado a sí mismos, para dejarse ver, para abrazarse en un desenlace feliz por compartido. Además de la épica tan prohibida por los jueces cínicos que desdeñan todo triunfo de los más –aquí, los pobres; aquí, también, la clase media cuya existencia ya es sólo tarjeta de débito, indignada por la corrupción; aquí, el millón de familias sin poder salir de la frecuencia de la violencia y el miedo cotidianos–, además de esa heroicidad que significa ir a votar en un país en el que, entre el sufragio y su conteo, siempre se interpone el dinero, la trampa, también ejercemos en público la otra prohibición: lo sentimental. Desde Eugenia León cantando “La paloma” hasta el recuerdo de los puños apretados en el desafuero de 2005 y el desenlace por punto cinco de 2006, las lágrimas se abren paso. La felicidad es una forma de la modestia. Es breve pero densa.
Los que hemos llegado hasta aquí pasamos por todo: no es lo mismo ganar, que te dejen ganar; no es lo mismo ganar y que te dejen gobernar –todavía resuenan las televisoras pidiendo la renuncia del primer jefe de Gobierno del DF, Cuauhtémoc Cárdenas–; no es lo mismo ganar que enunciar un porvenir. El “quizás” es su única ocasión. Pero existe ahora en las calles ocupadas por miles de cuerpos que se presentan sin ser convocados por un poder. ¿Qué dicen con su aparición? Me acuerdo de unos versos de Carlos Pellicer, a cuya campaña externa al Senado en 1976 le debe Andrés Manuel López Obrador su entrada a la política:
El acto de pensar se vuelve canto
y nuestra vida al borde de la noche
comienza a despertar.
No hay que volver a nada.
Ya casi hemos llegado a nube firme.
Un vapor seguro. Eso es el movimiento. El velo macizo cuya entrada en la historia es nombrarse como histórico. Se entra de espaldas, mirando las derrotas del pasado y a sus muertos. No puede entrarse de frente porque el porvenir no se puede ver, salvo nombrarlo como quizás. Se usa a un hombre que tiene tres nombres: Andrés Manuel, para quien lo conoce; López, para quienes creyeron que haciéndolo un hombre común le restaban en vez de sumarle; Obrador, para quienes es la idea de alguien que hace, que concibe, que compone, que gobierna y no sólo administra. López Obrador es el hombre que quiere actuar pero que no lo dejan. Es el hombre de los obstáculos y por eso su triunfo es de la esperanza trágica. No del optimismo como fe ciega en que las cosas se van a despejar, sino de quien tuvo que tomar los restos que nos dejó el naufragio para hacerse de una barca. La felicidad de este Zócalo es la de sostener el cuello delante de una tempestad.
Andrés Manuel era un militante del partido que surgió del fraude de 1988 cuando, silenciosamente, se mudó con su familia a un departamento de Copilco 300, frente a la Universidad Nacional. Yo vivía en la planta baja del edificio 16, desde el 85, y me lo topaba en las madrugadas; yo llegando de los despojos de una sobremesa dilatada hasta el arrepentimiento; él saliendo, recién bañado, a trabajar. Nos dábamos los buenos días y él se metía al Metro y, a veces, hablaba por el teléfono de la esquina. Sólo una vez hizo una fiesta, el día de su cumpleaños: el pasillo olía a pescado y se escuchaba una marimba. Tiempo después se mudó con su esposa Rocío, enferma de lupus, y sus hijos, a unos departamentos del parque de enfrente, el Hugo B. Margain, a un edificio viejo desde el que algunos representantes del Consejo Nacional de Huelga de 1968 vieron la toma de Ciudad Universitaria por el Ejército. Cuando lo desaforaron por órdenes del presidente Fox para que no compitiera en la boleta, desde ese parque daba sus conferencias de prensa. Las paredes del entorno se llenaron de notas de apoyo: “Peje, El Toro”. Desde entonces es el hombre común, el vecino discreto, el hombre cuya medianía enfurece a los oligarcas del dispendio.
Cuando era jefe de Gobierno de la Ciudad de México fui a verlo para escribirlo. Me adentré en eso que fueron las conferencias de prensa a las seis de la mañana, el Zócalo, este Zócalo hoy festivo, entonces, en 2004, desierto y frío; una cafetera destartalada en la apretada sala llamada “Francisco Zarco”, y el manejo de las preguntas con él “lo que diga mi dedito”. Por razones que no recuerdo, me fijé en el escritorio de su oficina: un libro de Antonio Ortiz Mena, dos de historia nacional del siglo XIX, artesanías que le regalaban en las comunidades, un café turco para aguantar la jornada de 10 horas. Ese es Andrés, el estudiante de Ciencia Política que puso a prueba su primer matrimonio al irse durante años con los campesinos de La Chontalpa de Tabasco. Lo volví a ver cuando subió los terrenos del Encino, cuando lo desaforaron por construir un camino para un hospital. A ese mismo, al hombre común (López) al que no dejaban hacer (Obrador) lo miré sentado junto a Elena Poniatowska en una carpa en este mismo Zócalo, entonces el Zócalo del fraude electoral, diezmado, entre aguaceros. Esa madrugada, un día antes de la resolución de la Corte que le dio la Presidencia a Felipe Calderón, una camioneta amarilla arrolló a los manifestantes contra el fraude electoral sobre Reforma frente al Museo de Arte Moderno. Se dio la vuelta, subió el camellón, y trató, de nuevo, de pasar por encima de los que hacían guardia. Ese conductor simboliza todo lo que se opone al lopezobradorismo. En su intento homicida dejó ahí tirada la defensa de su coche.
Lo que apoya este triunfo esta vez no son sólo los pobres o los viejitos, como despectivamente aseguraron los opinólogos en 2006, sino además los jóvenes, las mujeres, y las clases medias universitarias. En la suma para una coalición electoral y no ideológica, se diluyó la izquierda del cambio de sistema económico por el cambio de régimen político. El combate a la corrupción como prioridad sobre la desigualdad. Lo que había cambiado no era López Obrador, sino el país: roto por las consecuencias de los dos fraudes electorales, la guerra de Calderón como legitimación del que se sabe impuesto y las privatizaciones de Peña en petróleo y educación, la patria necesitaba una reparación. El neoliberalismo dejó de funcionar como porvenir modernizador y sólo planteó un ataque al “populismo”, es decir, a abrir el capitalismo de los compadres. Del lado modernizador no hubo más que un futuro como presente mejorado. Se le pidió a los electores esperar a que lo que no había funcionado en 30 años, empezara, ahí sí por arte de magia, a funcionar. El candidato del Frente PAN-PRD empezó hablando de autos que volaban y terminó repartiendo tarjetas cuyos fondos “de por vida” se activarían si ganaba. El candidato del PRI tuvo que cargar con el desprestigio del presidente en funciones y trastabilló entre el “no soy del PRI” al “háganme suyo” a abrazar al líder de los petroleros, símbolo contundente de la corrupción.
“López” es, a decir de Carlos Monsiváis, el político más atacado desde Madero. Contra él se han usado desde el “payaso” que le profirió Diego Fernández de Cevallos en la exhibición impúdica de los expedientes falsificados del Paraje San Juan en 2003 –el magistrado Mariano Azuela lo llamó “demócrata populista”– hasta su infarto en 2013. En esta campaña la retahíla de insultos en su contra siguió la abigarrada línea de la rabia oligarca y de la clase media que fantasea con que votar por el neoliberalismo lo candidatea para portada de Forbes: sirve a intereses extranjeros –rusos o venezolanos–, espanta la inversión, está senil, tiene dos departamentos de 85 metros cuadrados, es una vuelta al echeverrismo –un corporativismo donde ya no dejaron casi nada de Estado–, es “provinciano” –dijo el ganador de los Juegos Florales de Tehuacán en 1954, Gabriel Zaid–, está enfermo –del corazón o de ambición, usted escoja–, va a regalar dinero en efectivo –dicen los de las tarjetas de compra del voto–, y –last but not least– “pactó con el PRI”. Del otro lado, de los que se fueron uniendo a la idea de un país naufragado que requería de los restos que había dejado la tempestad para hacer una barca, también se recibieron insultos: se les dijo que iban a votar por puritito coraje y sin pensar –dijeron los que han usado como argumento el miedo a perder la casa que ni es tuya– o que estaban aburridos y melancólicos como ajolotes enjaulados en la genética de un cromosoma vernáculo. Hacia el final de las campañas, imperó una defensa extraña del reparto del voto como blackjack: “Si quieren voten por el honesto, pero también por los rateros, para preservar la pluralidad”. Esta última propuesta fue del ingeniero Krauze y de la cantante Gloria Trevi.
Pero “Obrador” fue refractario a los insultos. Desde 2003 en que se le demanda por mil millones de pesos en indemnizaciones por el Paraje San Juan, el funcionario público se sitúa en la categoría de “ejemplar”: reconoce la ley y sus resoluciones, pero, también, avisa sobre sus consecuencias. En la hipocresía de un país en el que la ley se sacraliza en la letra pero que es laxa en sus resultados, Obrador es quien, desde el desafuero y en los dos fraudes en su contra, establece una utopía mexicana: que ley y justicia corran por los mismos caminos. La forma en que aguantó los ataques está sostenida en su “ejemplaridad”: si él es intachable, podrá exigirle lo mismo a sus funcionarios y a nuestros representantes. El problema con todos los insultos fue de quién provenían. Para decir una mentira que tenga éxito es necesario que el que la profiere sea confiable. Nunca fue el caso.
Veo en la gente que ha salido a la plaza central que estuvo secuestrada por el gobierno capitalino durante seis años, otras utopías. Una de ellas me parece la más profunda: un deseo de reconocimiento y, por lo tanto, acabar con el menosprecio. El reconocimiento es, desde luego, esa formación de una identidad por reciprocidad. Desde esa mirada, se puede hablar de “derechos” como pretensiones individuales que sabes que los otros cumplirán. Los deberes son su contraparte. La preservación de los derechos por los demás es a lo que llamamos “dignidad”. En la experiencia del reconocimiento, el sujeto está seguro de su valor en la comunidad. Ese autorrespeto surge de una tensión entre “el yo” –los impulsos y apetitos legítimos– y el “mí”, que es la conformación delante de los otros.
Eso es lo que veo en esta gente que celebra su triunfo: el deseo de existir para los otros, de no ser más menospreciados, de contar, al menos por esta noche, con el “honor” social, con eso que el lema de campaña llamó “hacer historia”. Mirado desde esa perspectiva se entiende el cambio que estamos haciendo: incluir simbólicamente en la idea de patria a una mayoría menospreciada. Las luchas por el reconocimento son, en el fondo, afectivas. El amor, en el sentido político y no en el sexual, es sentirse recíprocamente reconocidos y poderse distanciar unos de otros sin aflicción y sin agobio. Somos una sociedad de castas que vive el disenso como división y la lucha contra el menosprecio como “siembra de odio”. Nadie como los ciudadanos de esta noche han sido tan menospreciados y tildados de lastre para “lo moderno”. Hoy han respondido al votar.
¿Qué nos espera?
Nunca se sabe con la historia. De pronto se llena de gente y de pronto la abandonan. Aquí se abarrota de salida de emergencia, de reconstruir el barco con los restos que dejó el naufragio, de que se vayan los ruines y no sigan medrando, rondando el saqueo. Somos como el agua del pozo que se derrama: cubriremos la tierra por querernos beber el cielo. Pero, al menos, sabremos lo que es la luz.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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