Revista Proceso #2182, 26 de agosto de 2018
AMLO y los militares: no se avizora cambio alguno/
ERUBIEL TIRADO
“El rescate del Estado implica la reconstrucción de la organización del territorio y del poder político, con la participación de los ciudadanos… proveyendo las condiciones necesarias para garantizar derechos humanos, individuales y sociales.”
Con el resguardo del Estado Mayor Presidencial, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) recibió su constancia como presidente electo el 8 de agosto y, de no hacer un replanteamiento de fondo respecto del principio de supremacía civil (como lo muestra su visita a Lomas de Sotelo y a Coyoacán el 22 y el 23 de agosto, respectivamente), continuará su tránsito hacia el ejercicio de un poder que terminará tutelado por los militares del país.
Atrás, al menos para el presidente electo, quedaron las descalificaciones de los secretarios de Defensa y Marina, quienes lo ridiculizaban como candidato y no dudaron en expresar su desdén ante su protagonismo como “actor social” (así calificado en boletines y discursos). También quedó atrás el adjetivo de “matraquero” endilgado por AMLO al general de cuatro estrellas (en la peculiar formalidad militar mexicana sólo hay uno, el titular de la Sedena) cuando el uniformado, en su indebida campaña política, se aprestó a recibir un doctorado honoris causa por una universidad pública (bajo la “recomendación” de un sector castrense), como parte de la cobertura de propaganda a favor de la Ley de Seguridad Interior (LSI).
A diferencia del grueso de ofertas de campaña que lo llevaron al triunfo, AMLO se pronunció, por un lado, con ambigüedad (no usar la ley para reprimir movimientos sociales) respecto de las amplias atribuciones militares con la aprobación y vigencia de la LSI. Una ley severamente cuestionada e impugnada, dentro y fuera del país, por sus vicios de inconstitucionalidad y el grave riesgo que representa para las garantías ciudadanas y los derechos humanos de la población. Por otro lado, a partir del 2 de julio, AMLO ha omitido siquiera revisar su pertinencia y menos derogarla, como debería hacerlo a la luz de las demandas de organizaciones civiles de defensa de derechos humanos y otras, como la CNDH y la misma ONU.
Llama la atención el silencio de los críticos de la LSI, organizados y en lo individual, luego del triunfo electoral de AMLO, que no persisten en su reclamo por echarla abajo, sabedores de que el gobierno entrante continuará con esquemas fracasados, creados e impulsados por sus predecesores, como el mando único policial.
Todo indica que los mecanismos intrusivos y antidemocráticos de la LSI serán la base para aspirar al modelo estadunidense de Secretaría de Seguridad Interior (Homeland Security)… pero “a la mexicana” porque, además de constituir la moneda de cambio castrense de control político y social al servicio del gobierno entrante, serán los militares el factótum de la nueva hegemonía de poder sin contrapesos reales ni formales. De ahí la retórica de “esperar” a que la Suprema Corte “decida” sobre una ley que ya se aplica desde diciembre pasado (véase la entrevista: Durazo ofrece verdad y justicia. El país un panteón, Proceso 2181), olvidando que se trata de la misma Corte que aprobó la jurisprudencia que les dio el disfraz de policías a los militares bajo la coartada del confuso concepto de “seguridad interior” que figuraba sólo en leyes orgánicas castrenses.
El documento sustantivo de la campaña del presidente electo fue el Proyecto de Nación 2018-2024, cuyas 461 páginas son escasas, generales u omisas, dependiendo, en lo que atañe a la agenda de seguridad y defensa, la función militar y sobre el análisis de su desempeño.
Entre otras cosas, la LSI ni siquiera es mencionada, en tanto que la “Guardia Nacional” –ya cancelada, según señaló Alfonso Durazo, el próximo titular de Seguridad Pública, el miércoles 15– fue desvirtuada en su concepto civilista original para dejarla en manos castrenses, tal como lo habían anunciado voceros oficiosos del Ejército y la Marina (Íñigo Guevara, El Heraldo de México, 10 de julio de 2018).
El complejo Mx “sui generis”:
militares intocables
En 1946, con la culminación del proceso civilista del poder en México, los militares fueron acotados del ejercicio político con prerrogativas y privilegios otorgados por el presidente mismo (con reglas escritas y no escritas). Todo a cambio de la lealtad e incondicionalidad castrense de servir al Ejecutivo federal (civil) y a su camarilla gobernante, incluso recurriendo a la fuerza represiva en nombre de la razón de Estado (ahora se dice que de la seguridad nacional e interior), y así garantizar la hegemonía y el control del país.
Ese sería el modelo sintético de la gobernanza autoritaria o semidemocrática que privó durante más de seis décadas en el país y que llevó a justificar, en el discurso y la práctica política, la ausencia de reforma del sector de la defensa (Ejército y Marina), tal y como ocurrió en el hemisferio y en otras latitudes donde se vivieron regímenes autoritarios y/o dictaduras represivas (militares o civiles con el apoyo castrense), al despuntar la ola democratizadora en los ochenta y noventa.
Se decía, y se dice, que no haber pasado por una dictadura militar (salvo el lejano golpe de Victoriano Huerta en 1913) era razón suficiente para no revisar siquiera las condiciones de los militares y su relación con el poder civil en México, el papel y el perfil que debían tener en un proceso de transición democrática y, posteriormente, en su consolidación. Esto resultó en más autonomía militar en detrimento del desarrollo democrático del país.
En la práctica, la ignorancia y/o miopía de gobernantes e intelectuales permitió, entre otras cosas, que en los últimos 25 años los militares mexicanos no sólo evitaran cambios según las exigencias de su papel en la transición política, sino que trastocaran un pacto no escrito (cuyo origen se remonta a 1928) con características clientelares y corporativas: ensancharon sus prerrogativas económicas, políticas y legales con garantías de impunidad gracias a su involucramiento, tanto en la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado (antes lo fue contra la guerrilla rural y urbana), como en el “apoyo” a enfrentar la crisis de seguridad que ha hundido al país en la violencia.
Las estrategias de seguridad de los últimos tres gobiernos (incluido el actual) tienen a los militares como los principales responsables, no sólo operativos, sino como fuerte influencia en la definición de tales políticas. Pese a ello, no habrá consecuencias legales ni políticas por su responsabilidad en violaciones graves a los derechos humanos (desapariciones forzosas, tortura y ejecuciones extrajudiciales), por la corrupción en sus filas (el control legal de armas a cargo de la Sedena, induciendo compras públicas para favorecer a ciertas empresas o marcas y la operación comercial de los puertos a cargo de la Marina son la punta de un iceberg que ni siquiera se menciona en el diagnóstico del Proyecto de Nación, menos en las entrevistas de los próximos gobernantes) ni por la ineficiencia que las ha deformado estructuralmente (un Ejército que se ha preparado para fungir de policía político en el presente sexenio y una fuerza naval que sigue teniendo más kilómetros recorridos en tierra –por su actuación de policías y espías– que millas navegadas). Nada indica cambio de rumbo ni corrección alguna.
“Usos y costumbres”… ¿gobierno
y militarismo descafeinado?
Sin innovaciones, se respetarán “usos y costumbres” (AMLO dixit) de un sector empoderado y enriquecido que fracasó en su “nueva” misión de seguridad y que, junto con otros sectores, generó violencia institucional que ahora se pide perdonar (martes 7 de agosto de 2018). Se buscan “escenarios” alternos que maticen los pocos planteamientos que lo afectan, como convertir al EMP en brigadas de Policía Militar para investigar y perseguir al crimen organizado.
No sólo eso, la sucesión en la Sedena y en la Semar, cuyos actuales titulares actuaron sin cortapisa legal o política alguna en contra del candidato AMLO, reproduce en forma insultante los esquemas del presidencialismo corporativo y autoritario del régimen priista y no se advierte, siquiera, la necesaria purga castrense tal como la que se vivió, incluso, con el primer presidente civil de la posrevolución. La visita del presidente electo para recibir de los titulares de la Sedena y la Semar, en sus oficinas castrenses, su propuesta de sucesión, no se le ve por la milicia como una cortesía republicana, sino como la subyugación de un antiguo rebelde: generales y almirantes sólo van a Los Pinos.
La aspiración militar de tener una ley a modo que “defina su marco de actuación en la seguridad” tenía, ahora lo sabemos, un doble propósito: salvaguardar impunidad (con los privilegios e influencias con que cuentan soldados y marinos) con la ayuda del Congreso y tener un instrumento de control político y social al servicio del presidente en turno. Protegidos por la LSI, Ejército y Marina están realizando investigaciones y persiguen delitos de modo inconstitucional (según se observa por aprehensiones y decomisos hechos por militares a partir de marzo) y amplían, sin recato, su actuación con la directriz norteamericana, como su integración al Grupo Chicago anunciada por la DEA y la PGR en esa ciudad (15 y 16 de agosto). El perdón que ahora reclama AMLO en los cuestionados foros “de escucha” (iniciados el martes 7) será para beneficiar a militares y policías más que a delincuentes y capos. El “rescate del Estado” no pasa por desmontar el componente militar autoritario de nuestro sistema político.
La segunda transformación (Reforma Liberal del siglo XIX) en el dogma del presidente electo, parece olvidarse, tocó de fondo los privilegios de dos instituciones que inhibían la república federalista: la Iglesia católica y el Ejército. Por lo visto y oído, la institución militar no tendrá cambios sustantivos en el gobierno entrante. Por el contrario, según el Proyecto de Nación, las declaraciones e intenciones expuestas por el presidente electo y sus colaboradores, los militares continuarán ganando privilegios a cambio del control político y social para el nuevo grupo gobernante, que no termina de comprender los riesgos de sus omisiones.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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