31 mar 2019

Hay que unir, no dividir/GUZMÁN CARRIQUIRY LECOUR

Hay que unir, no dividir/GUZMÁN CARRIQUIRY LECOUR/Vicepresidente y secretario de la Pontificia Comisión para América Latina del Vaticano.
Revista Proceso # 2213, 31 de marzo de 2019..
ROMA.- Es extraña esta solicitud del presidente Andrés Manuel López Obrador reclamando perdón por la Conquista de México al Papa Francisco. Un día el mandatario declara ante los obispos que, para él, el Papa es el líder espiritual más importante del mundo; al otro día le reclama con cierta arrogancia que pida perdón por los pecados cometidos durante aquella etapa.

El pontífice ha demostrado que no tiene ningún problema en pedir perdón por ofensas de la Iglesia y crímenes contra los pueblos originarios durante la Conquista de América. Ya lo hizo el 9 de julio de 2015 en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, en un notable discurso en el II Encuentro de los Movimientos Populares. 
Y el 15 de febrero de 2016, en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, también exclamó: “Perdón hermanos”, al dirigirse a los indígenas. Y ello para no citar también expresiones similares de sus antecesores Juan Pablo II y Benedicto XVI. Además, la Iglesia entera hace su mea culpa al inicio de cada celebración eucarística.
Habría que preguntarse quién tendría que pedir perdón por el militarismo invasor y dominador de los aztecas, que conquistaron, sojuzgaron y explotaron a las tribus y comunidades del valle central de México. El presidente López Obrador conoce ciertamente ese dicho mexicano que dice: “La Conquista la hicieron los indígenas y la independencia los españoles”. Porque la Conquista de Hernán Cortés no hubiera sido posible sin la alianza con las tribus del “tercer mundo” del imperio azteca, conquistadas y construidas a pagar tributos y la sangre de sus doncellas para los masivos sacrificios humanos.
El presidente conoce sin duda la experiencia misionera de los 12 apóstoles franciscanos de México, que fue extraordinaria. Ellos convivieron con los indígenas con mucho amor, compenetrándose con su cultura y su lengua, defendiendo sus derechos contra los atropellos que sufrían. Es cierto que la cruz vino con la espada, con todos los compromisos mundanos que eso supone, pero fue también crítica de la espada y suscitó la primera batalla por la justicia en la defensa de los derechos de los indígenas. ¿Acaso la devoción de todo el pueblo mexicano por nuestra señora de Guadalupe es fruto de una imposición violenta de los conquistadores?
Finalmente, cabría preguntarse si no es algo de facilonería reclamar y pedir perdón por los pecados de hace 500 años. Pero, de entonces a la actualidad, ¡cuántos tendrían que pedir perdón –como lo hace la Iglesia de Dios– por la cultura de violencia en México, por los continuos fraudes electorales, políticas liberticidas y asesinatos políticos de décadas atrás, por los enormes bolsones de pobreza que todavía existen por doquier en el país, por el maltrato y la exclusión en que todavía están sometidos pueblos y comunidades indígenas!
En un texto que publiqué a comienzos de este año destacaba que Andrés Manuel López Obrador cuenta actualmente con un enorme consenso popular en México y controla gran parte de los poderes del Estado. Y afirmaba: Cierto que hay que juzgarlo por sus hechos y aún es demasiado pronto para hacerlo. AMLO hereda una situación imposible: un país violentado por una criminalidad que parece incontrolable (sobre todo por las redes de narcotráfico, la difusión de armamentos y una cultura de violencia), una economía que ve puntas de alta tecnología y productividad con un enorme atraso en zonas rurales, una desigualdad social escandalosa entre las más grandes fortunas del mundo y grandísimos bolsones de pobreza, incluso de miseria y exclusión (sobre todo, en algunas zonas indígenas). Además, tiene que vérselas con la vecindad, por una parte, con el gigante del norte y sus muros y, por la otra, con el volcán centroamericano. 
López Obrador tiene la posibilidad de liderar un gran movimiento nacional y popular de regeneración y reconstrucción del país o puede sufrir la amenaza de reducirse poco a poco en una nueva versión del “ogro filantrópico” de la “revolución institucionalizada”. Puede movilizar lo mejor del “orgullo” nacional del pueblo mexicano, confiado en la “morenita”, o dejarse llevar por colonizaciones ideológicas o culturales de conventículos elitistas. 
En todo caso, ante la obsesión de la administración norteamericana por el muro divisorio, las imágenes caricaturescas que se propagan en Estados Unidos sobre los hispanos acusados de ser focos de delincuencia y las discriminaciones, persecuciones y deportaciones que sufren los hispanos en ese país, todo honesto latinoamericano tendría que repetirse “Todos somos mexicanos”. México juega su destino en la capacidad seria y firme negociación con el gigante del norte y en su solidaridad e integración más estrechas con sus países hermanos de América Latina, en especial los centroamericanos. 
Para enfrentar todo ello se requiere, por cierto, conjugar las más amplias convergencias y las mejores energías del pueblo mexicano, y no dividirlas.   l

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