13 may 2019

El soberbio/Jesús Silva-Herzog Márquez

La soberbia es falta de humildad y por tanto, de lucidez (...)  es la pasión desenfrenada sobre sí mismo...”Rojas
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El soberbio/Jesús Silva-Herzog Márquez
Reforma, 13 May. 2019

Se hará su voluntad. La refinería se construirá y no habrá argumento, estudio, advertencia que cuente. Se hará en el lugar que el Presidente escogió personalmente. Son incontables las voces que han advertido la insensatez del proyecto. Nada valen frente al capricho presidencial. Las empresas que el propio Presidente describió como las mejores del mundo aseguran que el proyecto no puede concluirse satisfactoriamente en los plazos y con las condiciones definidas por el gobierno. Aún así, el Presidente sigue con su proyecto y, para que no haya duda, lo hará él mismo.
No hay argumento que valga frente a la obcecación. Los límites legales le son indiferentes. Ya nos ha dicho que la justicia es más importante que la ley y es él, sólo él, quien puede definir el sentido de la justicia. El experto que discrepa de él deja de ser, en ese instante, experto. Será un sujeto sin autoridad moral, un desvergonzado que no merece atención alguna. Lo mismo habría que decir de las instituciones de aquí o de fuera que se atrevan a cuestionar el deseo del líder supremo. Lo único que dice respetar son los mandamientos. Ser honesto para poder ir a la iglesia el domingo, para entrar al templo. Más que los delitos, muchos de los cuales sugiere olvidar, le preocupan los pecados. Quien se dice admirador de Juárez ha usado la tribuna presidencial para amenazar a los pecadores con no ser admitidos en el templo. Quien viola los mandamientos, dijo el Presidente de una república laica, comete pecado y por ello no podrá entrar a la iglesia el domingo.
Pues bien, siguiendo la pista del devoto, habría que hablar de pecados y, en específico de uno de ellos, la soberbia para evaluar la política presidencial. Es soberbia y no otra cosa lo que despliega el Presidente al desconocer cualquier límite a sus pulsiones. Es soberbia su menosprecio de aquello que merece atención. El soberbio está convencido de su superioridad. Un humano que no se pertenece ya a sí mismo y que, por deberse al pueblo, se lo puede permitir todo. No es extraño que Fernando Savater describa este pecado como el "valor antidemocrático por excelencia". Ese engreimiento anula, en efecto, la posibilidad del diálogo, cancela las precauciones y da permiso para romper cualquier regla. Andrés Manuel López Obrador no admite palabra a la altura de la propia. Por eso carece de consejeros y se ha rodeado de aduladores que guardan silencio frente al torrente de sus caprichos.
Francisco de Quevedo escribió líneas memorables sobre este pecado en un discurso sobre las cuatro pestes del mundo. En esos párrafos advertía que el soberbio jamás se reconoce. Teniéndose como superior, se imagina como el más humilde de todos. Se encuentra por eso más fuera de sí mismo que un loco. Airado e injurioso, el soberbio queda embriagado con el amor que siente por sí mismo. Ruin arquitecto es la soberbia, escribía Quevedo: "los cimientos pone en lo alto y las tejas en los cimientos". ¿Qué ingeniero que discrepara de él merecería sus respetos? Si él decide construir su palacio en el agua, es porque ahí debe levantarse, aunque rezonguen los enterados. El augurio es claro: "nada consigue la soberbia menos que lo que pretende".
El hombre que se imagina como el cuarto padre de la nación, no duda de sí mismo. Dueño de la verdad, del bien y del futuro. No duda de sus proyectos, de sus ideas, de su instinto. Con esa fe se imagina no solamente como el escultor del alma mexicana, sino también como el amo del subsuelo que a fuerza de determinación y honestidad mostrará que todos en el mundo están equivocados. Sólo él tiene razón. Él sabe más que cualquier experto. Él logrará lo que ninguna empresa en el mundo. ¡Y ay de aquél que se atreva a dudar de la hermosura de sus intenciones!
No es grandeza, es una hinchazón lo que vemos en el soberbio, decía San Agustín. "Y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano". Será por eso que en todo soberbio se esconde el ridículo. Repitiendo siempre las mismas frases como si fueran sublimes hallazgos de sabiduría, vanagloriándose constantemente de su teatral humildad, sermoneando diario a la República sobre el camino de la santa virtud y la verdadera felicidad, insistiendo en que en su voluntad radica un poder mágico que cambiará la historia de la patria, fustigando a los demonios y a los pecadores, el Presidente empieza a convertirse en una figura tan cautivadora como un tele-evangelista.

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