13 feb 2010

Un Dios cruel

Un dios cruel
MARTÍN CAPARRÓS
El País Semanal, 7/02/2010;
Desastres como éste o el terremoto de Lisboa de 1755 llevan a plantearse cuestiones sobre la justicia divina, sobre la propia existencia de Dios. El escritor argentino retoma el debate histórico.
Es de mañana, y en Port-au-Prince, en las calles de Port-au-Prince, hay una cacofonía sostenida de gritos, músicas, bocinas y un calor imposible. En esas calles, que alguna vez fueron asfalto y ahora son barro negro maloliente, hay hombres que se lavan la cabeza con el agua servida que las cruza, mujeres que despulgan sobre sus faldas a chiquitos muy flacos, mujeres que dormitan bajo un sol como espadas, mujeres que se pasan el día entero de rodillas ante 10 guayabas o un montoncito de maní. Hay hombres que llevan sobre el hombro maderos grandes como cuatro hombres, hombres que miran lo que más hombres hacen, hombres que miran a esos hombres que miran, hombres que ni siquiera se interesan, mujeres que llevan sobre sus cabezas baldes de agua o fardos despiadados y muchos chicos que corren chapoteando del barro a la basura. En una esquina, una mujer con camiseta de Batman cuenta por cuarta vez su fortuna de 14 aguacates y, a su lado, otra casi desnuda toma agua muy sucia de una taza, a sorbitos, y grita con los ojos en blanco: la cabalga un espíritu farsesco. En esa esquina, un chancho gris y grande como un trueno come basura sobre una montaña de basura y un cabrito en la punta de una soga espera que alguien lo compre para llevarlo al sacrificio. Un negro blanqueado por la enfermedad lava un auto de antes del diluvio, y otro parte con una pica sobre el barro negro una barra de hielo. Lo miro, y él cree que tiene que excusarse: en creole me dice que su pica no es buena, que él sabe que en los países extranjeros las hay mucho mejores. Gente que pasa recoge del barro negro los pedacitos que le saltan, y los rechupa con alivio. No hay viento, y en el aire pesado se mezclan los olores del mango, la basura, la mierda y la canela con ese frito intenso de un aceite que hierve desde siempre. En esas calles, la miseria es ese olor inconfundible, una mirada de odio, la cara con que te piden todo el tiempo una moneda. Detrás, en las casitas de madera o de cartones, pintadas de colores, familias se amontonan en seis metros cuadrados, sin luz ni agua ni esperanza de nada. A veces llueve. Otras diluvia”, escribí, hace ya muchos años, cuando fui a Puerto Príncipe –que ahora, además, famosamente, es una ruina.
Una ruina peor que la que siempre fue, más wagneriana; de pronto, el mundo mira lo que no quiso ver por tanto tiempo. La muerte sirve cuando es súbita, bruta; la muerte lenta no da bien en las fotos. Cuando es súbita, bruta, la muerte trae, incluso, entre otras cosas, ideas nuevas: así, los terremotos. Hace dos siglos y medio, en la mañana del 1 de noviembre de 1755, día de Todos los Santos, otro temblor tremendo devastó Lisboa. La ciudad quedó destruida y unos 60.000 cristianos murieron en sus ruinas: miles, aplastados por las iglesias donde escuchaban misa. Pero el sismo también sacudió Europa: voces y más voces se alzaron contra la crueldad de un dios que daba tanta muerte a sus amantes seguidores. Voces y más se preguntaban quién era ese amo que se cargaba a sus súbditos tan fácil, y para qué servía. La existencia –la insistencia– del mal hacía que ese dios fuera un ineficiente o un vicioso: o lo hacía a voluntad y era el mayor canalla, o no podía evitarlo y era un perfecto inútil. La duda se hizo más honda, corrosiva.
El caballero Voltaire, faltaba más, lideraba el debate. En su muy filosófico Poema sobre la destrucción de Lisboa, el caballero anunció que jamás podría volver a creer en la benevolencia de un dios tan cruel, ni en la idea de que el mundo estaba hecho desde el bien e iba hacia el bien. Y que creía que este mundo era “un desorden eterno, un caos de desdicha” y descreía de cualquier optimismo: “El pasado no es más que aquel triste recuerdo. / El presente es horrible si no hay un porvenir…”.
Rousseau, su amigo y enemigo, le contestó defendiendo a su señor con argumentos leguleyos: “Entre tantos hombres aplastados bajo las ruinas de Lisboa, sin duda, muchos evitaron desdichas mayores; y pese a lo que la descripción de su fin tiene de conmovedora, y lo que puede aportar a la poesía, no es seguro que uno solo de esos infelices haya sufrido más que si, según el curso original de las cosas, hubiera esperado su muerte en medio de largas angustias. ¿Hay un final más triste que el de un moribundo al que se abruma de cuidados inútiles, que un notario y sus herederos no dejan respirar, que los médicos asesinan en su cama?”.
Dicho lo cual, Rousseau explicaba por qué seguía creyendo en ese dios: “Se trata de la causa de la providencia, de la cual lo espero todo. (…) He sufrido demasiado en esta vida como para no esperar otra…”. La confesión rousseauniana era conmovedora; el golpe volteriano, muy feroz. El caballero negaba la posibilidad de esperar algo de Dios: ni otra vida ni nada bueno en ésta. El tema estaba lanzado: el terremoto de Lisboa fue decisivo en la historia de nuestra cultura. Tiempo después, tras tanta prédica y tantas peleas, el famoso materialismo ateo se hizo fuerte en las conciencias de Occidente. Pero la religión no ha muerto, ni mucho menos, porque tantos siguen esperando con Rousseau –y porque la razón llenó el mundo de monstruos–. Por eso, entre otras cosas, es probable que el terremoto haitiano no produzca los mismos resultados que aquel, antiguo, de Lisboa.
Los haitianos del mundo todavía prefieren pensar que hay un dios, aunque ese dios los condene a la pobreza sostenida y les mande, de vez en cuando, desastres espantosos; les sigue dando a cambio la ilusión de que hay un orden, un viso de justicia y, sobre todo, una opción de otra vida. Para salvar esa última esperanza aceptan un amo que los maltrata más allá de lo pensable: que los mata a miles, mezclados, sin sentido, pura cólera ciega. La ecuación es curiosa. El miedo no sólo no es zonzo; es, sobre todo, tan despiadadamente poderoso. Y esa forma de la religión, una metáfora precisa.
Así que, a pesar del mal despendolado –a pesar de terremotos y de hambrunas, matanzas y tsunamis–, millones siguen arrodillándose ante un dios que lo hace o lo permite. Y, para más inri, lo proclaman; no deja de extrañarme. Si yo creyera que ese dios existe –si creyera que en algún lugar del infinito pulula un ente todopoderoso que no usa su todopoder para impedir estos desastres–, si yo creyera que hay un dios tan hijo de puta como para matar de un golpe a cien mil muertos de hambre, y si ese dios fuera mi dios, mi amo, intentaría protegerlo: me pasaría la vida negándolo, diciendo a todo el mundo que no hay tal cosa, que cómo se le ocurre, ¿dios?, ¿un dios?, ¿eso qué significa? Frente a desgracias como ésta, el verdadero creyente no tiene más remedio que fingirse ateo –y, quizá, viceversa. Así que hay que dudar de casi todo, como siempre.
1755
Lisboa. El temblor fue espantoso. Alcanzó 8,7 grados y duró 10 terroríficos minutos. Murieron en torno a 100.000 personas. Aparte de la enorme tragedia humana, se abrió un boquete en la historia de Occidente. Los intelectuales debatieron a fondo sobre cómo era posible que un dios bienintencionado permitiera tanto dolor. Hasta los filósofos Voltaire y Rousseau entraron en discusión. Voltaire dijo que jamás podría volver a creer en la benevolencia de un dios tan cruel; “este mundo es un desorden eterno, un caos de desdicha”.
2010
Haití. Cuando la naturaleza se revuelve con tal ira y se ensaña con las poblaciones que ya arrastran una historia de miseria e injusticias, el planeta vuelve a preguntarse dónde está Dios… Aun así, es difícil entregarse al ateísmo. Los haitianos del mundo todavía prefieren pensar en un dios que les da la ilusión de que hay un orden y, sobre todo, una opción de otra vida. Para salvar esa última esperanza aceptan un amo que los maltrata más allá de lo pensable.

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