30 jun 2011

Neruda, su no viaje a México

Cicatrices No. 1804
Gonzalo Martínez Corbalá
Revista Proceso, 28 de mayo de 2011
Todo estaba listo para que Pablo Neruda viajara a México. El sábado 22 de septiembre de 1973, Gonzalo Martínez Corbalá, embajador de México en Chile, lo visitó en la clínica Santa María, en Santiago. Lo encontró con buen semblante y buen ánimo, dueño de sí y hasta optimista. Pero Neruda pidió retrasar 48 horas el viaje. Al día siguiente murió… Después de que Manuel Araya, asistente personal de Neruda, relató a Proceso las extrañas circunstancias en las que murió el célebre poeta chileno, Martínez Corbalá ofrece su testimonio sobre las últimas horas de Neruda y sus funerales. Lo hace en un largo texto que entregó a este semanario y del cual se reproducen fragmentos sustanciales.
Aquel domingo 9 de septiembre de 1973 sostuve una conversación privilegiada con el presidente Salvador Allende. Estábamos en el aeropuerto de Pudahuel y esperábamos la llegada de su esposa Tencha, como le llamaba afectuosamente, quien llegaría procedente de México en compañía de sus hijas Isabel y Carmen Paz, así como de mi esposa.
Fue entonces que el presidente me relató que un día antes, el sábado 8 de septiembre, durante un allanamiento de las fuerzas armadas a las industrias Fensa, se habían disparado entre 3 mil y 4 mil cartuchos. Luego me comentó que ese mismo domingo 9 de septiembre, durante un acto del Partido Socialista que se llevó a cabo en el teatro Caupolicán, el dirigente Carlos Altamirano había llamado a la subversión a los jóvenes marinos. (Carlos me lo negó a mí, explicando que él no había llamado a la subversión, sino que denunció que ésta ya estaba en marcha).
Después de esta conversación con el presidente Allende –a solas con él en el salón oficial de recepción del aeropuerto de Pudahuel–, quedé completamente convencido de que el golpe de Estado estaba en puerta, lo que efectivamente sucedió, como es bien sabido, 48 horas después de esa entrevista.
Una semana después –el sábado 15 de septiembre–, había conseguido los salvoconductos para cientos de personas que hasta esa fecha se habían acogido a la protección de la embajada de México, en apego estricto a los términos del Tratado de Asilo de Caracas de 1954.
Para tratar este asunto sostuve una áspera entrevista con el canciller del régimen militar, vicealmirante Ismael Huerta, quien al principio no estaba convencido de respetar los términos de ese Tratado. 
Es que, en el caso de un régimen de excepción; es decir, de un golpe de Estado, como era lo que estábamos viviendo, al jefe de una misión diplomática de un gobierno acreditado en otro le es permitido cruzar notas diplomáticas o tener entrevistas con funcionarios del gobierno de facto siempre que la materia que se trate sea relacionada con el asilo. Y eso era precisamente lo que nosotros estábamos haciendo. 
No fue fácil, sin embargo, lograr la salida de los asilados al amparo de los salvoconductos obtenidos en esa entrevista, en la que apelamos además al derecho que asiste a un país asilante a calificar y a otorgar los salvoconductos correspondientes, bajo esas circunstancias y en los términos establecidos por el gobierno que asila, y no por el territorial, sometido, como se ha dicho, a un régimen de excepción.
 Acuerdo presidencial
 En ese contexto tuve un largo acuerdo con el presidente de México, Luis Echeverría, el cual se llevó a cabo a eso de las 11 de la noche del domingo 16 de septiembre de 1973 en la residencia oficial de Los Pinos. 
El presidente me preguntó qué pasos se deberían dar. Contesté convencido que el siguiente paso tendría que ser mi regreso a Chile, pues la embajada en Santiago se encontraba en una situación de mucho riesgo. Los militares podrían, por ejemplo, cortar el agua o la luz de la embajada o de la residencia. Los asilados que se encontraban en el edificio de nuestra misión diplomática en Santiago temían que hubiera un allanamiento.
El presidente estuvo completamente de acuerdo. Ordenó por la red al general Jesús Castañeda Gutiérrez, jefe del Estado Mayor Presidencial, que le informara a qué horas estaría preparado un avión para que yo regresara a Santiago. Instruyó que la aeronave fuera de un tamaño tal que permitiera traer a otros asilados cuando regresara a México. 
Unos minutos después el general informó que a la una de la mañana la aeronave estaría lista. Con el teléfono en la mano, el mandatario me preguntó si estaría yo dispuesto a salir a esa hora. Mi respuesta fue categórica: regresaría a Santiago inmediatamente. El presidente le dijo escuetamente al jefe del Estado Mayor: “A la una de la mañana saldrá el embajador del hangar presidencial”. Luego, dirigiéndose a mí, dijo: “Busque usted a Pablo Neruda, de quien sabemos que está muy enfermo. Ofrézcale que venga a México como invitado de honor del pueblo y del gobierno mexicanos, o si él lo prefiere como asilado, con toda la protección que le otorga el tratado correspondiente”.
Durante el vuelo a Santiago hubo un contratiempo. Nuestro avión se vio forzado a aterrizar de emergencia en el poblado argentino de Jujuy debido a que la torre de control de Santiago no autorizó a los pilotos bajar en el aeropuerto de Pudahuel. 
Pero una vez en Santiago se instruyó inmediatamente al agregado cultural a ubicar al poeta. Fue a buscarlo a Isla Negra. No estaba ahí. Se nos informó que se había trasladado a la clínica Santa María de Santiago, donde lo encontré al día siguiente.
Le trasmití la invitación que por mi conducto le enviaba el presidente de México. Un día después, luego de discutir el asunto a solas con Matilde, su compañera inseparable, Neruda aceptó y agradeció la invitación. Estaría en México en calidad de invitado de honor del presidente y del pueblo mexicanos.
De inmediato hice los trámites de rigor con la Cancillería chilena, la cual no puso objeción alguna. La visa de México se dio en nuestra embajada, como debía ser, y se fijó de común acuerdo la salida para el sábado 22 de septiembre. 
Matilde me entregó varios objetos personales del poeta: su maleta, su abrigo y la gorra que acostumbró tanto; así como un paquete con el manuscrito original de su libro todavía inédito Confieso que he vivido, escrito con la tinta verde que él usaba. También me dio un sobre en el que, de su puño y letra, el poeta anotó: “Para entregar a Pablo Neruda en México”.
Yo disponía de muy poco tiempo. Tenía que cargar en el avión muchas cosas. Entre ellas la colección Carrillo Gil. Se trataba de 172 cuadros originales, pintados en gran formato, de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Eran las obras más importantes que se puedan recordar de los tres grandes pintores. Esta colección se exhibió previamente en el Hermitage, pero a petición mía, la cancillería y el Instituto de Bellas Artes de México accedieron a enviarla a Santiago para armar una gran exposición, cuya inauguración estaba programada para el 13 de septiembre de ese año en el Museo de Bellas Artes de Chile. Se exhibiría durante una semana y se tenía la idea de celebrar allí nuestros días patrios.
La presentación de la colección de pintura me la hizo Pablo Neruda. Me la entregó escrita a mano con su tinta verde. Esto fue sin duda alguna lo último que él escribió en su vida. 
Estas obras de arte irremplazables corrieron peligro mientras estuvieron colgadas en las paredes del Museo de Bellas Artes de Santiago, pues francotiradores y tanquetas hacían disparos en los alrededores. Federico Gamboa, director de Instituto Nacional de Bellas Artes de México, y yo descolgamos las pinturas antes de que sucediera algo verdaderamente trágico. Contamos con la ayuda de amigos y colaboradores de nuestra embajada. No pasó a mayores. Sólo se nos obligó a abrir algunas de las cajas que contenían las pinturas con el propósito de revisar que no hubiera armas adentro. 
Pero las cajas con los cuadros no cabían por las portezuelas de carga del avión DC-9 que estaba estacionado en el aeropuerto. Nos vimos obligados a solicitar uno más grande. Además, había que darle todas las comodidades necesarias a Neruda, pues seguramente tenía que llevar suero, equipo médico y un doctor y una enfermera para que lo atendieran durante las nueve horas de vuelo entre Santiago y la Ciudad de México.

La noticia 

Todo estaba listo el sábado 22 de septiembre para iniciar el viaje a México. Acudí a la clínica para apersonarme con Matilde y con Neruda. El semblante del poeta había mejorado. Y también su ánimo (…) Se veía muy dueño de sí mismo y me atrevería a decir que hasta un tanto optimista.
Lo saludé. Le informé de todos los arreglos para su viaje y le dije que todo estaba preparado para irnos. Con acento grave y firme me dijo que no quería salir ese día de Santiago.
–¿Cuándo quiere que nos vayamos, don Pablo?–, le pregunté.
–Nos vamos el lunes, embajador–, contestó.
Sentí que se me abría el piso, pero no dejé que se notara mi preocupación. Se me había recomendado no prolongar la estancia en Chile de la aeronave que nos enviaron, pues la habían sacado de una ruta internacional. Además ya tenía en su interior las pinturas de la colección Carrillo Gil. 
Me despedí de Matilde y le dije a Neruda que el lunes temprano estaría allí, en la clínica, para hacer el viaje a México. En eso quedamos (…)
Por la noche del día siguiente –domingo 23 de septiembre– me llamó por teléfono Pepe Gallástegui, subsecretario de Relaciones Exteriores. Con muchas dificultades había logrado la comunicación a través de Mendoza, Argentina. No nos escuchábamos bien. Gritábamos. Me dijo: “Gonzalo, aquí en México hay el rumor de que Pablo Neruda ya murió”. Le contesté que no estaba enterado de semejante noticia. Me vestí para ir a la clínica Santa María. 
Circular en las calles de Santiago a esas horas de la noche era peligroso, pero tenía que ir personalmente a cerciorarme de lo que fuera. Me encontré a Matilde sumamente acongojada. Era rigurosamente cierto el rumor que había a esas horas en México, a 9 mil kilómetros de distancia. A unos cuantos minutos de la clínica, estando yo en Santiago, no tenía idea de la noticia. Apenas un día antes había estado con el poeta…Pero él ya había muerto (…) 

El cortejo

Por la mañana del lunes 24 de septiembre fui a La Chascona (la casa de Neruda en Santiago) para acompañar a Matilde. Al llegar coincidí con los tres representantes de las fuerzas armadas de Chile. Como era de esperarse, Matilde no los recibió. Cuando entré a la casa encontré un ambiente desgarrador: los vidrios de las ventanas habían sido rotos a culatazos, los cuadros colgados en las paredes estaban rasgados por bayonetas, por el medio de la sala corría una acequia desbordada a propósito. El único cuadro que se había salvado de la bárbara destrucción era un retrato de Matilde pintado por Siqueiros. Estaba en el mismo espacio que ocupaba el féretro de Neruda, cubierto de flores.
Uno tenía que caminar sobre los pedazos de vidrio que cubrían el piso y sobre los engranes y las piezas de los relojes de péndulo que Neruda coleccionaba en este lugar (…) 
Llegó la hora de salir hacia el panteón. Formamos el reducido cortejo familiares y amigos de Pablo y de Matilde. Íbamos los embajadores de Francia, de la India, de Perú, de Suecia y yo (…) La gente salía de sus casas para acompañar al poeta y refrendar su afecto a Matilde.
El cortejo creció rápidamente. Se lanzaba un grito: “Pablo Neruda, ¡Presente!; Salvador Allende ¡Presente!”. La gente empezó a cantar “La internacional”. Al principio se escuchaba como un rumor. Después fue un estruendo de voces emocionadas.
Matilde bajó del automóvil. Nosotros hicimos lo mismo para seguir a pie rumbo al cementerio. A los lados de la avenida había una valla de soldados fuertemente armados. Sostenían grandes escudos para defenderse de alguna agresión imaginaria. Así llegamos al cementerio, donde fue depositado el cuerpo del escritor de dimensión universal a quien, después de más de tres décadas, todavía se le recuerda.
Horacio, el chofer de la embajada, llegó a pie para encontrarme a la salida del cementerio. Me preguntó, todavía muy impresionado: “¿No se dio cuenta embajador que les iban a disparar? ¿No vio que la muralla (la barda del cementerio) estaba cubierta por milicos armados y apuntando hacia el cortejo?”
Así fue como, al final, de todos modos acompañé a Neruda en su viaje, el último del poeta…y llevé del brazo a Matilde hasta la tumba de Neruda.
Tiempo después recibimos la grata visita de Matilde en México. Le entregamos los textos originales de Neruda, escritos con su tinta verde (…) Ella me trajo un ejemplar de Canto general, hermosamente editado en México e ilustrado por David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera.
La dedicatoria escrita por ella, fechada en México el 25 de agosto de 1978, dice: “Para mi amigo Gonzalo Martínez Corbalá, embajador de México en Chile en septiembre de 1973. Con el agradecimiento infinito por su protección cariñosa en los momentos más desamparados de mi vida”. Matilde Neruda.

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