11 dic 2011

Leyes sabias y justas

Leyes sabias y justas/ Benigno Pendás, catedrático de Ciencia Política
Publicado en ABC, 11/12/11;
En tiempos difíciles, conviene acudir al ejemplo de los mejores. El bicentenario de la España constitucional, fundamento de una nación de ciudadanos, merece un fuerte respaldo político para impulsar los buenos propósitos que surgen en el ámbito académico. Alegra el ánimo releer un viejo libro de Ramón Solís, El Cádiz de las Cortes: mucho mejor, si es posible, desde algún rincón propicio al sosiego de aquella hermosa ciudad, liberal y moderna, europea y americana, entonces en plena efervescencia ideológica. He aquí
algunos ejemplos recientes. El Instituto CEU de Estudios de la Democracia ( con la presencia, entre otros, de José Pedro Pérez-Llorca y Fernando García de Cortázar) inauguró el curso recordando a nuestros compatriotas «de ambos hemisferios», protagonistas de unas Cortes en estado de sitio. Tomás-Ramón Fernández abrió el periodo de sesiones en la Real Academia de Jurisprudencia con una conferencia sobre «la Pepa». El historiador García Cárcel, el constitucionalista Varela Suanzes y otros distinguidos profesores han publicado notables aportaciones al estudio científico de un periodo apasionante. Hay también novelas, películas y unas cuantas exposiciones que invitan a la reflexión sobre Los orígenes de la España contemporánea, por emplear el título ya clásico de Miguel Artola, maestro de historiadores. También los Letrados de las Cortes Generales hemos celebrado con un libro colectivo el bicentenario del Cuerpo. Por cierto que nuestro primer «oficial mayor», don Juan Martínez de Novales, falleció durante el asedio a causa de la asfixia provocada por el humo de una granada. Otro héroe de la Guerra de la Independencia…
Nuevos tiempos, el mismo espíritu. Don Juan Carlos dirige un mensaje a las Cortes surgidas de las primeras elecciones democráticas. Palacio del Congreso de los Diputados, 22 de julio de 1977: «Les saludo como representantes del pueblo español, con la misma esperanza que ese pueblo tiene depositada en ustedes (…). La Corona desea —y cree interpretar las aspiraciones de las Cortes— una Constitución». Aquí seguimos. Está viva, y muy viva, la ley de leyes aprobada en 1978. Junto con «la Pepa», la mejor Constitución de la historia de España, pieza decisiva para nuestra incorporación al mundo moderno. Esta vez, para siempre… La gran mayoría compartimos las virtudes cívicas que configuran un patriotismo de la España constitucional. Vacunados contra la retórica patriotera y las pasiones telúricas, hacemos un balance muy positivo del proceso político derivado de la Transición. Con defectos y servidumbres, faltaría más, pero impulsado siempre por un proyecto sugestivo en el sentido orteguiano. Para llegar hasta aquí fue necesario acabar con ciertos tópicos absurdos, casi siempre interesados. España no es diferente, ni aporta un toque de exotismo a la Europa racional, positivista y burguesa. Unos cuantos ridículos sostienen todavía que nuestros socios nos miran con severidad si se trata de asuntos serios y con simpatía cuando llegan los ratos de ocio. Digamos la verdad. Como todos los demás, España cuenta con una historia feliz y desgraciada, cuajada de éxitos y de fracasos. De nuevo estamos en condiciones de ser protagonistas en la Europa refundada. Para empezar, la Constitución ya garantiza la estabilidad presupuestaria. Sin duda, una buena reforma.
La crisis pone a prueba nuestra capacidad como Estado, como nación y también —no se olvide— como sociedad solvente y madura. Como ya sabía Aristóteles, el equilibrio social es un valor irrenunciable, clave sociológica del régimen constitucional. Generar confianza para crear empleo es algo más que una receta económica, a escala «macro» y «micro». Es también un deber ético irrenunciable, porque el paro conduce directamente a la exclusión, impide la integración en los hábitos comunes y destruye las expectativas de una vida digna. Por eso, reformas estructurales, leyes de estabilidad y administraciones austeras son instrumentos al servicio de ese objetivo prioritario. Volvamos a Cádiz: hacen falta leyes «sabias y justas». Por ejemplo, «para proteger la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de los individuos». La legitimidad deriva de la convicción social. Trust, decía Locke, es la palabra clave. Confianza entre gobernantes y gobernados, en el contexto del Estado de Derecho. Porque —habla de nuevo el texto doceañista— «todo español está obligado a ser fiel a la Constitución, obedecer las leyes y respetar a las autoridades establecidas». Cumplir y hacer cumplir las normas. Ser exigentes con nosotros mismos para poder exigir a los demás. Por ejemplo, en las aulas. La educación es un elemento determinante para luchar contra la crisis. Vivimos, como es notorio, en plena sociedad de la información y el conocimiento, ajena por definición al oportunismo sectario y al localismo estéril. De nuevo Cádiz, título IX, artículos 316 y siguientes: «En todos los pueblos de la Monarquía, se establecerán escuelas de primeras letras en las que se enseñará a los niños a leer, escribir y contar…». «Se creará el número competente de universidades…». Habrá un «plan general de enseñanza», común a todo el Reino, y una dirección de estudios compuesta por «gentes de reconocida ilustración…». Todo un programa de raíz ilustrada y liberal.
A estas alturas de la historia, la democracia es nada más y nada menos que la forma de gobierno propia de las sociedades civilizadas. Conviene tener muy claras las reglas del juego. La realidad contemporánea trae a la memoria las alegorías del buen y el mal gobierno que iluminan el austero palacio municipal de Siena gracias al hermoso fresco de Lorenzetti. En la parte negativa: angustia y desolación, mercados desiertos, casas en ruinas. Allí la soberbia ocupa lugar preferente y yace a sus pies la inerme Justicia, quebrada la balanza y dispersos por el suelo los platillos. Feliz contraste en la esfera positiva: ciudadanos optimistas, mercaderes diligentes, viñedos luminosos. La diferencia entre el buen y el mal gobierno reside precisamente en esas leyes sabias y justas que anuncia la Constitución de 1812. Sabias, porque es la hora de gobernar en serio, lejos de ciertas ocurrencias posmodernas que conducen al borde del abismo. Justas, porque exigen grandeza de espíritu para compartir las cargas y repartir los sacrificios. Aquí y ahora, hay tarea para todos, incluidos Gobierno y oposición; Estado, comunidades autónomas y ayuntamientos; empresarios y sindicatos… También para los buenos ciudadanos, en los términos clásicos del discurso de Pericles, recreado por Tucídides: el polités, inspirado por la virtud cívica, desprecia al idiotés, es decir, al egoísta que solo actúa en beneficio de su interés particular. Por supuesto, tampoco hay que olvidar la responsabilidad que incumbe a los medios de comunicación. Al fin y al cabo, decía Balzac, los periódicos son «el pueblo en formato folio».
Aquí y ahora, España tiene que estar a la altura de las circunstancias. Sin retórica estéril y sin aspavientos inútiles, cada uno debe cumplir con eficacia sus obligaciones al servicio del interés general. Como en Cádiz, 1812: seamos «justos y benéficos». El futuro será muy exigente para todos.

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