24 mar 2013

Por una Iglesia de puertas abiertas/JORGE BERGOGLIO


  • Por una Iglesia de puertas abiertas/JORGE BERGOGLIO

Revista Proceso No. 1899, 24 de marzo de 2013
 “La apertura evangélica se juega en los lugares de entrada: en la puerta de las iglesias que, en un mundo donde los shoppings no cierran nunca, no pueden permanecer muchas horas cerradas”, escribió Jorge Bergoglio en una carta que envió en octubre de 1999 a los sacerdotes de la arquidiócesis a su cargo: la de Buenos Aires. Con palabras sencillas el actual Papa Francisco exhortó a los religiosos a “abrir las puertas de su corazón y de sus iglesias” para atender a los pobres y necesitados. “¡No tengan miedo!”, les pidió. Esta carta –de la que se ofrecen fragmentos– está contenida en el libro El verdadero poder es el servicio, que la editorial argentina Claretiana publicó en 2007.

 Esta carta que les escribo a ustedes nace del deseo de exhor­tarlos, como pastor y hermano, a que le abran las puertas al Señor: la puerta del corazón, las puertas de la mente, las puertas de nuestras Iglesias… todas las puertas.


Abrir las puertas es tarea cristiana, tarea sacerdotal. Así lo hizo Jesús, lo leemos en el Evangelio (…) La invitación clara y definitiva que concentra de manera enteramente personal todos los gestos de apertura del Señor es aquella de la carta a Laodicea: “Si alguno me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Apoc. 3, 20).

Actualmente la apertura es considerada un valor, aunque no siempre se la comprenda bien. “Es un cura abierto”, dice la gente, oponiéndolo a “un cura cerrado”. Como toda valoración, depende de quién la hace. A veces, en una valoración superficial, apertura puede querer decir “uno que deja pasar cualquier cosa” o “que es canchero”, que no es “almidonado”, “rígido”.

Pero detrás de algunas posiciones que son más que nada cuestión de piel, se esconde siempre algo de fondo que la gente percibe. Ser un sacerdote abierto quiere decir “que es capaz de escuchar aunque se mantenga firme en sus convicciones”.

Una vez un hombre de pueblo me definió a un cura diciendo una frase sencilla: “Es un cura que habla con todos”. No hace acepción de personas, quería decir. Le llamaba la atención que pudiera hablar “bien” con cada persona y lo distinguía claramente tanto de los que sólo hablan bien con algunos, como de los que hablan con todos diciéndoles que sí a todo.

Esto es así porque la apertura va junto con la fidelidad. Y es propio de la fidelidad ese único movimiento por el cual, por una parte, se abre enteramente la puerta del corazón a la persona amada y, por otra, se le cierra esa misma puerta a todo el que amenace ese amor. De ahí que abrirle la puerta al Señor implica abrírsela a los que Él ama: a los pobres, a los pequeños, los descarriados, los pecadores… A toda persona, en definitiva. Y cerrársela a los “ídolos”: al halago fácil, a la gloria mundana, a las concupiscencias, al poder, a la riqueza, a la maledicencia y –en la medida en que encarnen estos disvalores– a las personas que quieren entrar en nuestro corazón o en nuestras comunidades para imponerlos.

Además de ser fiel, la actitud de abrir o cerrar la puerta tiene que ser testimonial. Dar testimonio de que, en el último día, habrá una puerta que se abre para algunos: los benditos del Padre, los que dieron de comer y de beber a los más pequeñitos, los que mantuvieron el aceite de su lámpara, los que practicaron la Palabra… Y se cierra para otros: los que no le abrieron la puerta de su corazón a los necesitados, a los que se quedaron sin aceite, los que sólo dijeron “Señor, Señor” de palabra y no amaron con obras.

Así, la apertura no es cuestión de palabras sino de gestos. La gente lo traduce hablando del cura que “siempre está” y del que “no está nunca” (anteponiendo caritativamente el “ya sé que usted está ocupado, Padre, porque tiene tantas cosas…”). La apertura evangélica se juega en los lugares de entrada: en la puerta de las iglesias que, en un mundo donde los shoppings no cierran nunca, no pueden permanecer muchas horas cerradas, aunque haya que pagar vigilancia y bajar al confesionario más seguido; en esa puerta que es el teléfono, cansador e inoportuno en nuestro mundo supercomunicado, pero que no puede quedar largas horas a merced de un contestador automático.

Pero estas puertas son más bien externas y “mediáticas”: Son expresión de esa otra puerta que es nuestra cara, que son nuestros ojos, nuestra sonrisa, el acelerar un poco el paso y animarse a mirar al que sabemos que está esperando…

En el confesionario uno sabe que la mitad de la batalla se gana o se pierde en el saludo, en la manera de recibir al penitente, especialmente al que da una miradita y tiene un gesto como diciendo “¿puedo?”. Una acogida franca, cordial, cálida termina de abrir un alma a la que el Señor ya le hizo asomarse a la mirilla. En cambio, un recibimiento frío, apurado o burocrático hace que se cierre lo entreabierto. Sabemos que nos confesamos de diversa manera, según el cura que nos toque… y la gente también.

Una imagen linda para examinar nuestra apertura es la de nuestra casa. Hay casas que son abiertas porque “están en paz”: que son hospitalarias porque tienen calor de hogar. Ni tan ordenadas que uno siente temor hasta de sentarse (no digamos de fumar o comer algo) ni tan desordenadas que dan vergüenza ajena. Lo mismo pasa con el corazón: el corazón que tiene espacio para el Señor tiene también espacio para los demás. Si no hay lugar y tiempo para el Señor entonces el lugar para los demás se reduce a la medida de los propios nervios, del propio entusiasmo o del propio cansancio. Y el Señor es como los pobres: se acerca sin que lo llamemos e insiste un poco, pero no se queda si no lo retenemos. Es fácil sacárselo de encima. Basta apurar un poco el paso, como ante los mendigos, o mirar para otro lado, como cuando los chicos nos dejan la estampita en el subte.

Sí, la apertura a los demás va pareja con nuestra apertura al Señor. Es Él, el de corazón abierto, el único que puede abrir un espacio de paz en nuestro corazón, esa paz que nos vuelve hospitalarios para con los demás. Ese es el oficio de Jesús resucitado: entrar en el cenáculo cerrado que, en cuanto casa, es imagen del corazón, y abrirlo quitando todo temor y llenando a los discípulos de paz. En Pentecostés, el Espíritu sella con esta paz la casa y los corazones de los Apóstoles y los convierte en casa abierta para todos, en la Iglesia. La Iglesia es como la casa abierta del Padre misericordioso. Por ello nuestra actitud debe ser la del Padre y no la de los hijos de la parábola: ni la del menor que aprovecha la apertura para hacer su escapadita, ni la del mayor que se cree que con su cerrazón cuida la herencia mejor que su propio padre.

¡Abran las puertas al Señor! Es el pedido que hoy quiero hacer a todos los sacerdotes de la Arquidiócesis. ¡Abran sus puertas! Las de su corazón y las de sus Iglesias. ¡No tengan miedo! Ábranlas por la mañana, en su oración, para recibir el Espíritu que los llenará de paz y alegría, y salir luego a pastorear al Pueblo fiel de Dios. Ábranlas durante el día para que los hijos pródigos se sientan esperados. Ábranlas al anochecer, para que el Señor no pase de largo y los deje con su soledad sino que entre y coma con ustedes y les haga compañía­ (…)



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