Debate
sobre una contrarreforma/GRACIELA RODRÍGUEZ MANZO
Revista Proceso # 1922, 31 de
agosto de 2013;
Durante la semana pasada pudimos
atestiguar un debate que continúa en el Pleno de la Suprema Corte de Justicia
de la Nación (SCJN) y que resulta bastante comprometedor. No es exageración
afirmar que una parte importante de sus integrantes han dado soporte a una
“contrarreforma judicial” a la reforma en materia de derechos humanos publicada
el 10 de junio de 2011.
El tema en discusión consiste en
definir si las normas sobre derechos humanos contenidas en tratados
internacionales, de los que México es parte, se encuentran a la par o por
debajo de las disposiciones de nuestra Constitución. La consecuencia práctica
de esta decisión es que si tales normas se sitúan por debajo, las restricciones
a los derechos que se establecen en el texto constitucional prevalecen incluso
sobre los compromisos internacionales del país, aunque con éstos se amplíen
nuestros derechos humanos.
En términos jurídicos, se debate sobre
la subsistencia del principio de jerarquía como clave de entendimiento de la
supremacía constitucional, o bien, si con la reforma del 10 de junio de 2011 se
ha transitado al principio pro persona como eje rector de nuestro sistema. La
diferencia es fundamental. Si la lectura jerárquica continúa, nada puede
oponerse a la Constitución, incluso si sus disposiciones resultaran ser más
restrictivas de derechos. Por el contrario, si lo que importa en mayor medida
es el principio pro persona, los preceptos constitucionales podrán armonizarse
con las normas internacionales sobre derechos humanos, con el fin primordial de
ofrecer en todo tiempo la mayor protección para las personas y sus derechos
humanos.
Es esta segunda postura la que, desde
mi punto de vista, es preciso defender. Ello porque el principio pro persona no
se opone a la supremacía constitucional, sino que por mandato expreso de
nuestra Constitución, establecido en el párrafo segundo de su artículo primero,
tal supremacía se fortalece con los derechos humanos de fuente internacional en
beneficio de las personas. Precisamente una finalidad que ha perseguido la
reforma del 10 de junio de 2011.
Para que los derechos humanos puedan
considerarse universales deben tener continuidad sin importar si se les
reconoce en artículos constitucionales o en disposiciones de carácter
internacional. Es inaceptable que se postule que las personas que habitamos en
esta nación podemos aspirar a un nivel mayor de respeto a nuestros derechos
sólo en sedes externas. Es ridículo sostener que quienes reformaron nuestra
Constitución buscaron que sirviera de pretexto para desconocer los compromisos
internacionales del país, y que la razón de imponer la supremacía
constitucional sea que así lo decidió el pueblo de México representado por las
autoridades que participan en el procedimiento de reformas a su texto.
Por supuesto, los derechos humanos no
son absolutos, pero si han de restringirse es con el fin de buscar la mayor
protección para las personas, no por razones de Estado. Con esta lógica, cuando
en la frase final del párrafo primero del artículo 1° constitucional se afirma
que el ejercicio de los derechos y las garantías para su protección no podrán
restringirse ni suspenderse salvo en los casos y bajo las condiciones que
nuestra Constitución establece, lo único que se asegura es que ninguna otra
fuente normativa resulte más restrictiva de los derechos que el propio texto
constitucional, pero de ello no se sigue que en la Constitución se pueda
disminuir sin más su nivel de protección, haciendo caso omiso a los compromisos
internacionales de México, justamente porque la propia Constitución ordena que
se atienda el principio pro persona.
Así mismo, aunque no se haya reformado
el artículo 133 constitucional, no es válido que a partir de ese precepto se
interpreten los alcances de la reforma constitucional del 10 de junio de 2011,
cuando lo correcto es exactamente lo contrario, que a partir de dicha reforma
se renueve la lectura del aludido artículo 133 y, de ese modo, se concluya que
si bien todo tratado internacional debe estar de acuerdo con la Constitución,
ello solamente conlleva corroborar que se haya incorporado a nuestro
ordenamiento jurídico bajo el procedimiento establecido en el texto
constitucional, pues una vez que forma parte del sistema, si las normas que
contiene son relativas a los derechos humanos, ellas completan la medida de
control de validez de todos los actos de las autoridades.
Contrarios a esta óptica, preocupantes
pronunciamientos escuchados en el pleno insinúan que lo que nos define como
nación es el arraigo, el régimen de excepción para combatir a la delincuencia
organizada, la prisión preventiva, la imposibilidad de reinstalación para el
personal de fuerzas de seguridad, aunque se hubiere demostrado su injustificado
despido o la suspensión de los derechos políticos, y aunque los derechos puedan reconocerse en
alguna sede internacional, sus restricciones serán una decisión que corresponde
exclusivamente a los Estados.
Pero lo peor es que entre quienes
abogan por la disminución de nuestros derechos en aras de la supremacía
jerárquica de la Constitución, haya quien se asuma como garantista. A las cosas
hay que llamarlas por su nombre. Si se sostiene que nuestros derechos deben
dejarse de lado o disminuirse para no cuestionar las restricciones o limitantes
más gravosas que les impone el texto constitucional, ignorando con ello el
propio mandato de la Constitución para atender siempre la mayor protección de
los derechos de las personas, tal postura es todo, menos garantista. Será
regresiva, conservadora, nacionalista, autoritaria, estatista, pro-régimen de gobierno
o lo que sea, pero no garantista.
Lo que procede es rescatar las otras
voces en el pleno, las genuinamente garantistas. Ellas nos recuerdan que
nuestra Constitución es un medio para proteger nuestros derechos humanos, un
listado de mínimos, nunca el techo de nuestros derechos ni una institución
incuestionable ante la cual tengamos que sacrificarnos. Las autoridades están
para servirnos, para respetar y garantizar aquellos derechos, remediando sus
violaciones y trabajando para que se modifiquen las estructuras que han
propiciado tantas desigualdades sociales. Eso incluye a nuestra Suprema Corte,
que no es infalible y que a veces nos orilla a buscar verdad y justicia más
allá de nuestras fronteras.
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