26 ene 2014

Autodefensas: gasolina al fuego


Autodefensas: gasolina al fuego/RAFAEL CRODA
Revista Proceso # 1943, 25 de enero de 2014;

BOGOTÁ.- Los grupos de autodefensa colombianos, que cobraron auge en los ochenta como parte de una estrategia antiguerrillera auspiciada por empresarios del agro, políticos y militares, acabaron como ejércitos paramilitares al servicio del narcotráfico; cooptaron a segmentos significativos del Estado y se convirtieron en el principal factor de violencia contra la población civil al perpetrar en dos décadas 8 mil 903 asesinatos selectivos, mil 166 masacres y la mayoría de las 25 mil desapariciones forzadas que registró el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH).
La investigadora del fenómeno Claudia López sostiene que la creación de autodefensas civiles para enfrentar a grupos armados ilegales “es algo que, usualmente, sale mal, muy mal, como lo demuestra el caso de Colombia, porque cuando se empiezan a formar esos oligopolios de violencia y el Estado pierde la capacidad de ser el único proveedor de seguridad y justicia, la violencia termina disparándose”.
 “La gente”, dice a Proceso la maestra en administración pública por la Universidad de Columbia en Nueva York, “arranca con la idea de que sólo se va a autodefender, pero la lógica siempre es que para autodefenderse tiene que atacar a los demás. Así que eso, inevitablemente –y tal es nuestra historia en Colombia–, acaba por escalar la guerra”.

 Según el historiador Carlos Medina Gallego, los orígenes del paramilitarismo en Colombia “están unidos a las estrategias de lucha contra la insurgencia en el marco del impulso de los principios y fundamentos de la Doctrina de la Seguridad Nacional y los Conflictos de Baja Intensidad de Estados Unidos. El Estado y sus fuerzas militares, con sectores sociales, económicos y políticos regionales, fueron promotores y agentes dinamizadores de su formación.
 “El fenómeno paramilitar”, agrega el autor de Paramilitarismo en Colombia: lógicas y procesos, “se dio como un proceso de privatización de ejercicio de la fuerza, la ley y la justicia por sectores afines a los propósitos y razones de Estado ante la incapacidad del mismo para operar en contextos regionales dentro del marco de los parámetros institucionales. En principio se produjo como una práctica del terrorismo de Estado”.
 Sin embargo, después “fue cooptado por los empresarios y las lógicas de la industria del narcotráfico y se colocó a su servicio, cumpliendo las tareas de protección de zonas de cultivo, laboratorios y dinámicas económicas unidas al transporte de insumos y a la comercialización de la droga. El paramilitarismo se hizo instrumento de la confrontación entre el narcotráfico y el Estado cuando estuvo de por medio la extradición y asumió la forma de terrorismo”.
Peor que la enfermedad
Para Claudia López, cuyas investigaciones sobre paramilitarismo descubrieron en 2005 una alianza entre esos grupos y dirigentes políticos que penetró los más altos niveles de la administración pública y los organismos estatales de seguridad, no hay duda de que las organizaciones de autodefensa son, en contextos de violencia como los que viven México y Colombia, un remedio que puede resultar peor que la enfermedad.
“En la vida real”, advierte, “cuando un grupito de ciudadanos con cuatro escopetas va a enfrentar a una banda del narcotráfico, lo que va a pasar es que ese grupito terminará aliado con algunos de los cárteles del narcotráfico que son enemigos de su enemigo, porque necesita escalar la capacidad de fuego y violencia de su adversario para poder defenderse”.
Puntualiza, “en una guerra donde hay agrupaciones armadas, sean del Estado, privadas o mafiosas, que tienen semejante capacidad económica y de fuego, como Los Zetas, como el Cártel de Sinaloa, como los Templarios, quienes quieren defenderse tienen que escalar la capacidad de fuego y de violencia de sus enemigos, y eso es algo que no puedes hacer con un grupito y cuatro escopetas. Para poder defenderte de verdad, te toca aliarte con alguien que tenga la capacidad del otro, de tu enemigo, y esa capacidad sólo te la da el Estado o el grupo mafioso enemigo del que te está atacando”.
De acuerdo con Claudia López, coordinadora del libro Y refundaron la patria… una minuciosa investigación sobre la llamada “parapolítica” colombiana, “en la desafortunada lógica de la guerra (…) los grupos de autodefensa terminan siendo como gasolina para un incendio; lo que hacen, inevitablemente, es acrecentar el incendio”.
El germen
El 12 de noviembre de 1981, un comando de la guerrilla del M-19 secuestró a Martha Nieves Ochoa Vásquez, hermana de Jorge Luis, Juan David y Fabio Ochoa Vásquez, integrantes de la cúpula del Cártel de Medellín. Como respuesta, este grupo criminal creó un ejército privado denominado Muerte a Secuestradores (MAS), que rescató a la plagiada sin necesidad de que su familia pagara los 12 millones de dólares que exigía la organización rebelde por su liberación.
El MAS fue el germen del moderno paramilitarismo colombiano, pues su modelo cundió por varias regiones del país, en las cuales ganaderos, políticos, policías, militares y narcotraficantes decidieron crear sus propios ejércitos para combatir a la insurgencia. Desde el Magdalena Medio, una extensa y rica zona al nororiente del territorio, hasta los Llanos Orientales y la estratégica área bananera de Córdoba y Urabá, proliferaron las denominadas autodefensas con el decidido financiamiento de los cárteles del narcotráfico, a los que terminaron sometidos y sirvieron como sus estructuras militares particulares y en calidad de sicarios.
Medina Gallegos refiere que uno de los precursores del “narcoparamilitarismo, aquello en lo que se transformaron las autodefensas, porque fueron cooptadas por el narcotráfico, fue (el capo de la droga Gonzalo) Rodríguez Gacha (El Mexicano), quien era el jefe militar del Cártel de Medellín y quien fue creando un ejército particular que entró en convivencia con la fuerza pública en una guerra contra la insurgencia, contra el movimiento social, contra los campesinos, contra los obreros, contra el movimiento estudiantil y contra todo lo que para ellos representara una amenaza por el solo hecho de hacer oposición”.
En pocos años, el narcotráfico hizo crecer a las autodefensas, que se diseminaron por la mayor parte de la nación; las dotó de armamento de alto poder y les brindó entrenamiento con integrantes de las Fuerzas Armadas y con mercenarios extranjeros, como el coronel retirado del ejército israelí Yair Klein, quien en 1988 instruyó en guerra anti-insurgente, atentados urbanos y manejo de explosivos a decenas de paramilitares congregados en una finca de Puerto Boyacá (150 kilómetros al noroccidente de Bogotá), con la complacencia de las autoridades civiles y militares de esa región.
De dicha escuela de la guerra surgió el núcleo duro de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), una confederación paramilitar que irrumpió en la escena nacional en la década de los noventa.
“Convivir”
El Estado colombiano incluso abrió las puertas de la legalización de las estructuras mafiosas paramilitares cuando, en 1994, un decreto emitido en el gobierno del entonces presidente César Gaviria creó las cooperativas de vigilancia rural (Convivir), que tenían personalidad jurídica, y cuyos empleados podían utilizar armamento de uso exclusivo de las Fuerzas Armadas para “proteger” a sus comunidades de la insurgencia.
Bajo la fachada de estas empresas de seguridad privada, “los grupos paramilitares consolidaron y expandieron sus redes criminales y sus nexos con sectores económicos, políticos y estatales”, señaló en octubre pasado una sentencia del Tribunal de Justicia y Paz de Bogotá.
Un decidido promotor de las Convivir fue el expresidente colombiano Álvaro Uribe Vélez al desempeñarse como gobernador de Antioquia, entre 1995 y 1997, periodo en el que se registró un auge del paramilitarismo en ese departamento, en particular en la zona bananera de Urabá.
A nivel nacional, se crearon al menos 529 asociaciones bajo ese esquema –más de 60 de ellas en Antioquia–, y llegaron a tener 15 mil 300 “empleados” o combatientes que en su mayoría acabaron al servicio de las AUC.
Las Convivir desaparecieron luego de que en noviembre de 1997 la Corte Constitucional les ordenó entregar al Defensor del Pueblo (ómbudsman) las armas de uso privativo de la fuerza pública que se encontraban en su poder, lo que no tuvo ninguna incidencia en la expansión del paramilitarismo, que siguió actuando con toda impunidad.
En opinión del presidente del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), Camilo González Posso, una vez que se abre la puerta a los grupos de autodefensa, “eso es imparable porque cualquier fórmula distinta al monopolio de la fuerza por parte del Estado es un camino que conduce al infierno”.
“México debe tomar esto en cuenta. Aquí se ensayaron fórmulas intermedias a ese monopolio, como las Convivir, y esto terminó en otro azote, con estructuras legales al servicio del narcoparamilitarismo, y esto condujo a la degradación del conflicto. Tal es la experiencia colombiana. Cualquier grupo de autodefensa rápidamente se pervierte y se convierte en grupo delincuencial”, afirma el maestro en economía, exministro de Salud y exdirigente del M-19.
 Según el autor del libro La vía ciudadana para construir la paz, aquellos que argumentan que es legítimo que los ciudadanos se armen para combatir fenómenos criminales frente a los cuales el Estado los deja indefensos, “incurren en un discurso muy peligroso porque el ciudadano común y corriente no tiene la capacidad para estructurar una fuerza especializada, profesionalizada, y cuando saca la escopeta que tiene debajo de la cama lo único que le queda es enredarse con otros poderes que le financien el entrenamiento, un mejor armamento y mejor capacidad de fuego. Lo más seguro es que quede sometido a una mafia, a un poder”.
 “Creo que si México sigue el camino de permitir que los ciudadanos se armen para protegerse del narcotráfico, y si opta por legalizar a estos grupos, va a tener dos décadas de violencia parecidas o peores a las que vivió Colombia”, dice. En los ochenta y noventa ese país alcanzó las mayores tasas de homicidios en el mundo, con hasta 79 por cada 100 mil habitantes en un año, casi cinco veces más que en México.
Prevención social
El paramilitarismo colombiano creció de tal manera que en 2002, cuando Uribe Vélez llegó a la presidencia, los jefes de las AUC se habían convertido en los principales capos del narcotráfico. A pesar de esa realidad, el mandatario les ofreció un acuerdo de paz que culminó en 2006 con la desmovilización de más de 30 mil combatientes –un pie de fuerza superior a los de las FARC y el ELN– y un generoso pacto con los líderes, a quienes el gobierno ofreció un máximo de ocho años de cárcel a cambio de someterse a la justicia, confesar sus crímenes, ofrecer reparación a sus víctimas y dejar de delinquir.
Los jefes de las AUC se entregaron y fueron recluidos en la cárcel de máxima seguridad de Itagüí, en la zona metropolitana de Medellín, y desde allí siguieron manejando sus negocios criminales, con lo que violaron la ley de sometimiento a la justicia. Las apabullantes evidencias en su contra y la presión de Washington obligaron a Uribe Vélez a extraditarlos a Estados Unidos en mayo de 2008 para que respondieran por delitos de narcotráfico.
 El asesor de la alcaldía de Medellín, Juan Jairo García, observa que, además de radicalizar la guerra, los grupos de autodefensa “pueden desquebrajar la ética civil, pues sus prácticas violentas y al margen de la ley tienden a ser bien vistas en principio por una ciudadanía que se siente desprotegida, pero esto desdibuja la cultura de la legalidad”.
 A juicio de García, quien en diciembre pasado visitó Jiutepec, Morelos, con el fin de asesorar a las autoridades de ese municipio en materia de prevención social del delito, la estrategia del gobierno mexicano frente a los grupos de autodefensa debe ir mucho más allá de la represión.
 “Esta estrategia –enfatiza– debe acompañarse de políticas de prevención social del delito –es algo fundamental– y de respeto a los derechos humanos. Si los gobiernos usan sólo el aparato represivo, generan descontento y eso deslegitima a las instituciones. La legitimización de éstas requiere afianzar la sociedad civil, fortalecer las organizaciones y las redes sociales, así como los mecanismos de participación, de manera que la sociedad sienta que forma parte de un Estado y que contribuye en la toma de decisiones. Cuando hay una sociedad organizada y articulada con la institucionalidad, todo el sistema delincuencial disminuye, y no se hace necesario que los civiles se armen, porque para eso está el Estado.”

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