15 dic 2014

Estado o indignidad/Jorge de Esteban

Estado o indignidad/Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.
El Mundo | 15 de diciembre
Sin que pretenda descubrir ningún Mediterráneo, pienso que una de las ideas básicas que se extienden a lo largo de la genial obra de Maquiavelo, El Príncipe, consiste en algo que sigue estando en la actualidad meridianamente vigente.
En efecto, el autor florentino sostiene que la prioridad en la misión de todo Príncipe debe ser la conservación y el mantenimiento del Estado. Por supuesto, según su teoría este objetivo se fortalecería aún más en caso de que el territorio de su Estado aumentase y se engrandeciese con sus conquistas. De ahí se deduce algo lógico que consiste en que la mejor manera de conservar el Estado, es mantener y ejercer férreamente el poder. Ahora bien, en este sentido Maquiavelo se adentra por un terreno de afirmaciones y juicios de valor que le conducen, tal vez en contra de que lo que pensaba realmente, a que se acabase creando el maquiavelismo o, dicho de otro modo, la idea de que la astucia es válida para mantenerse en el poder por cualquier medio que sea útil, ya que el fin justifica los medios.

Sin embargo, cabe afirmar en su defensa que él no optó por los medios amorales que se deducen de su doctrina política según muchos. Al revés, habría que sostener más bien, como señaló Sir Francis Bacon, que se le tendría que agradecer, por el contrario, que él mismo fuese tan poco maquiavélico, ya que lo que expuso abiertamente y sin ninguna hipocresía fue ni más ni menos lo que le dictó su experiencia a partir de lo que acostumbraban a hacer los políticos de su época y no lo que deberían haber hecho según sus criterios.
Sea lo que fuere, lo cierto es que han pasado cinco siglos y el objetivo prioritario de todo gobernante sigue siendo la conservación y el mantenimiento del Estado, aunque ya no rijan siempre los métodos que la historia suministró a Maquiavelo. Hoy, concretamente en España, existe un Estado de Derecho que teóricamente facilita una panoplia de armas jurídicas, cimentada actualmente en una poderosa mayoría absoluta, para evitar que nuestro Estado democrático se descomponga. En tal sentido, nadie duda de que los separatistas catalanes, los cuales ni siquiera llegan a ser la mitad de los electores de Cataluña, estén dispuestos a separarse como sea del resto de España. Pero, curiosamente, mientras que el Gobierno español dispone, según he dicho, de instrumentos jurídicos y democráticos, los que están decididos a lograr la independencia de Cataluña a todo precio, utilizan unos métodos que podríamos denominar maquiavélicos en el sentido apuntado. Por de pronto, lo que están tratando de imponer en Cataluña es un régimen totalitario que ya no pueden disimular. La lista de pruebas de esta orientación antidemocrática es ya muy larga, pero basta con que señalemos algunas de las más recientes. Así, el Gobierno de Artur Mas ordenó al Consejo Audiovisual de Cataluña que iniciase un procedimiento para imponer multas a las radios y televisiones que se negaron a emitir la propaganda oficial para promocionar la consulta ilegal del 9-N. Naturalmente esta penalización se dirigía a las cadenas que no son específicamente catalanas, puesto que éstas se encuentran ya bajo el control directo de la Generalitat. Una segunda prueba, que concurre también en el sentido de imponer una ideología totalitaria, pero que demuestra al mismo tiempo la estulticia de los nacionalistas, es que se está exigiendo a las tiendas de souvenirs que no ofrezcan más recuerdos que los propios de Cataluña, excluyendo, por ejemplo, las figuritas folclóricas andaluzas. Llevar a cabo una medida de este tipo es la demostración de que los nacionalistas catalanes están dispuestos a acabar con la libertad de las empresas, regulando en tal sentido hasta las cuestiones más privadas de la gente. Y, en tercer lugar, para no agotar el repertorio, hay que señalar que con motivo del referéndum encubierto del 9-N, sus organizadores, según parece, dispusieron ilegalmente de los datos privados de todos los residentes en Cataluña. No es necesario insistir en que se trata de una infracción de la Ley de datos privados que solamente pueden ser utilizados por el Estado para las consultas legales y no para las francachelas como la que se ha celebrado.
Ciertamente, la ilegal consulta que se realizó, como es sabido, el 9-N, hizo alarde de la ausencia de todos los requisitos que demanda un proceso democrático. A buen seguro, el Gobierno central podía haber actuado para impedir el simulacro, pero no lo hizo. Únicamente decidió intervenir judicialmente contra alguno de los presumibles delitos que se cometieron bajo la responsabilidad del presidente de la Generalitat.
Pero es igual. El proceso soberanista sigue adelante con más fuerza que nunca. El hecho es que Artur Mas, convertido en un Moisés regional para andar por casa, ha expuesto su hoja de ruta que les llevaría a los independentistas a las arenas doradas de las playas paradisiacas. El proceso se puede acelerar incluso más si se logra una lista unitaria, un pensamiento único, una voluntad unánime, para convertir unas elecciones autonómicas en un nuevo fraude de ley, convirtiendo a esos comicios en una consulta encubierta destinada a obtener una mayoría separatista. A partir de ahí se continuará, incluso con más ahínco, en la creación de las futuras estructuras del nuevo Estado republicano catalán, hasta desembocar en un referéndum que rompería definitivamente el cordón umbilical con España.
Pues bien, llegados aquí los españoles de dentro y de fuera de Cataluña, estamos atónitos, como si nos hubiésemos convertido en estatuas de sal que nos impiden actuar como ciudadanos de una democracia. A todo esto, la revista The Economist acaba de publicar un número extraordinario bajo el nombre de The World in 2015, donde señala los asuntos que a su juicio serán noticias el próximo año. Precisamente una de esas cuestiones estrella se refiere al problema catalán, señalando que las encuestas demuestran el descontento creciente de los ciudadanos, lo que ha significado un aumento de los favorables a la secesión por causa de la crisis, aunque también matiza ciertamente que un referéndum podrían ganarlo los partidarios de no romper con España. Pero, eso sí, siempre que hubiera una propuesta sugerente por parte del Gobierno central.
El presidente Rajoy, que hasta ahora se ha caracterizado por amparar escasamente a los españoles que todavía se sienten así en Cataluña, parece que por fin ha despertado de su somnolencia, al menos por dos horas, y ha realizado una visita relámpago a Cataluña, en donde ha afirmado a los catalanes que «nunca tendréis que elegir entre ser catalanes o españoles», endureciendo también su discurso frente al plan soberanista del presidente Mas. Pero las palabras se las lleva el viento y lo que cuenta son los hechos, por eso llega tarde, mal y nunca, pues el tiempo se agota. A mi juicio, lo que se necesita urgentemente es tomar una decisión que no solo facilite la participación de todos los españoles en un tema que nos afecta a todos por igual, como es la separación de un territorio que forma parte secularmente de España. Esta medida conferiría una legitimidad suficiente al Estado para, por un lado, neutralizar el proceso soberanista en curso y, por otro, para plantear una solución que sea moderadamente aceptable por la mayoría de españoles de dentro y de fuera de Cataluña.
En otras palabras, ha llegado el momento, a mi juicio, de que el nuevo Rey, mediante propuesta del presidente del Gobierno y previamente autorizado por el Congreso de los Diputados, convoque un referéndum consultivo a todos los ciudadanos, siguiendo lo señalado en el artículo 92 de la Constitución. Como es lógico, lo importante de ese referéndum, que se podría convocar en la próxima primavera, consistiría en responder a una pregunta única que se sometería a todos los electores, y que podría ser la siguiente: «¿Desea que España siga siendo un Estado descentralizado territorialmente, con las reformas convenientes que acuerden?». Es muy probable que el referéndum sea afirmativo en toda España, incluida Cataluña, y ello significaría que se contaría a partir de entonces con el pasaporte para que los españoles reafirmemos nuestro pacto constitucional reformando nuestra Norma Fundamental. Por lo demás, Artur Mas acaba de afirmar que no se debe confrontar «la legitimidad democrática con la legalidad del Estado de Derecho, porque eso supondría llevar las cosas al límite» y que lo mejor es casar ambas (¿). El sabrá lo que quiere decir, pero lo que los ciudadanos pensamos es que la legitimidad democrática que realmente vale en un Estado de Derecho es la que trasmitiría un referéndum de todos los españoles sobre el futuro de nuestro país, en los términos señalados por la Constitución. A cuentas hechas, el Presidente del Gobierno debe saber que la manera más segura de perder algo, es dándolo por perdido.

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