19 jun 2016

Una fantasía orwelliana/

Una fantasía orwelliana/Ignacio Martínez de Pisón
La VanguardiaViernes, 17/Jun/2016
Aunque siempre me ha gustado viajar, hay algunos países a los que casi seguro que nunca iré. Por ejemplo, Corea del Norte: esa mezcla de tiranía, miseria y atraso sitúa al viajero occidental en una incómoda posición de superioridad moral. Pero que no vaya a viajar físicamente a ese país no quiere decir que no pueda visitarlo a través de la literatura. Sospecho que ahí reside la principal diferencia entre las guías turísticas y los libros de viajes. Las guías son una promesa de acción y los libros de viajes un propósito de omisión: mientras las primeras nos hablan de viajes que queremos hacer, los segundos nos hablan de los viajes que hemos decidido ahorrarnos porque otros se han ofrecido a hacerlos por nosotros.

El último (y excelente) libro que he leído sobre Corea del Norte se titula Dentro del secreto. Su autor, el portugués José Luís Peixoto, lo visitó durante dos semanas del 2012 con ocasión del centenario del nacimiento del Presidente Eterno, Kim Il Sung, fundador de la dinastía de dictadores que todavía detenta el poder. El viaje al que se apuntó Peixoto se llamaba nada menos que The Kim Il-sung 100th Birthday Ultimate Mega Tour. No hace falta insistir en que Corea del Norte es el país más hermético del mundo. Se conceden tan pocos visados de entrada que los interesados tienen que aprovechar las escasas ocasiones que se les presentan, entre ellas las giras que el régimen organiza para conmemorarse a sí mismo. Esas giras están tuteladas por funcionarios que no dejan a los turistas ni a sol ni a sombra y les enseñan sólo aquello que las autoridades quieren que vean. De hecho, está prohibido que un extranjero ande solo por la calle, lo que ni siquiera resulta especialmente llamativo una vez aceptada una lógica según la cual la prohibición es la norma y no la excepción.
 Al entrar en el país es difícil no tener la sensación de estar accediendo a un mundo aparte, a otra dimensión de la existencia: algo así como un extraño y gigantesco convento de clausura. Los viajeros, además de firmar un documento por el que se comprometen a no escribir nada sobre su estancia, tienen que desprenderse de sus teléfonos móviles (que les serán devueltos en una bolsita el día de su marcha). A partir de ese momento, la comunicación con el exterior queda prácticamente descartada y, si para hacer llamadas telefónicas o enviar correos electrónicos se requieren autorizaciones difíciles de conseguir, recibir respuesta a esas llamadas o esos correos está directamente prohibido. El proceso de abducción ha quedado completado, y durante unas semanas el viajero tendrá que vivir con arreglo a las normas que rigen esa realidad paralela.
 En Corea del Norte, el culto a la personalidad alcanza extremos surrealistas. Los retratos del Presidente Eterno y sus dos sucesores están por todas partes: en las avenidas, en los edificios públicos, en los museos que celebran sus éxitos y sus hazañas, también en las viviendas particulares. El país entero es un homenaje erigido en su honor, y los ciudadanos están obligados a llevar unas chapitas con efigies de los dictadores. Esas insignias son sagradas y se considera una ofensa que un extranjero intente comprar una. También hay que ser cauteloso con los periódicos, llenos de fotos de los dictadores: ¡que a nadie se le ocurra tirar a la papelera un periódico con una de esas fotos, y ni siquiera doblarlo de forma que alguno de los pliegues atraviese la foto! Las suspicacias, como se ve, están siempre listas para aflorar, y todo lo que sea susceptible de ser malinterpretado lo será. Si algún día, estimado lector, decide viajar a Corea del Norte, procure que no se le escape la risa cuando en el jardín botánico descubra que todas las flores se llaman kimilsungias y kimjongilias en honor a los dictadores o cuando le muestren el Arco de Triunfo y le insistan orgullosos en que es “como el de París pero más grande”…
 Leyendo el libro de Peixoto, no da la impresión de que los norcoreanos, por muy pobres que sean, se consideren unos desafortunados. Más bien al contrario. Lo poco (y muy deformado) que la propaganda oficial les permite saber sobre el resto del mundo les confirma en su condición de privilegiados: ¿cabe algún privilegio mayor que sentirse parte de una aclamada nación a cuyo glorioso pasado se suma la admiración que por ella sienten las mentes más preclaras del planeta? En estos tiempos en los que la información circula irrefrenable, la obsesión del régimen por el aislamiento extremo es un disparate, pero un disparate casi heroico: ¡cuánto esfuerzo y cuánto talento y cuánto dinero derrochados para mantener a sus infelices conciudadanos en la más absoluta de las inopias! Corea del Norte es un vestigio oxidado de la guerra fría, un anacronismo que se quedó anclado hacia finales de los años cuarenta, más o menos cuando George Orwell terminaba de escribir su 1984. Me pregunto qué pensaría Orwell al ver que sus fantasías de entonces sobreviven tanto tiempo después.

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