2 ago 2016

Renato Leduc/por Raúl Casamadrid

Renato Leduc/por Raúl Casamadrid
Tomado del libro Soy un hombre de Pluma y me llamo Renato
Allá en el año 1982, bien recuerdo yo, en una cantina catrina de la Colonia Obrera, mi compadre Marcial Alejandro presentó la grabación de su primer disco como solista:  El corrido, donde musicalizaba dos textos del poeta Renato Leduc.
 Ambos chilanguísimos (aunque con sesenta años de diferencia), su identificación como artistas se dio de manera inmediata. Generoso y buen amigo, ya una leyenda entonces, Leduc, gran conocedor de las cantinas defeñas desde principios de siglo, aceptó gustoso participar en la presentación del fonograma. 

Contaba que en una de ellas, en la barra, llegó a beber hombro a hombro con el usurpador Victoriano Huerta, y que en otra, en su época preparatoriana de San Ildefonso, ganó una apuesta donde a cambio de pagar durante un par de semanas la cuenta de aquel expendio, le exigían escribir un soneto que rimara con la palabra tiempo, a lo cual el escritor en cierne aceptó de inmediato, sin percatarse de que esta palabra no tiene rima en español. 
De ahí su estupendo soneto “Aquí se habla del tiempo perdido...” donde utiliza el vocablo tiempo en once de los catorce versos del poema (o en doce, si incluimos la palabra destiempo), y que además de hacerle ganar esta apuesta a su compañero, le produjo buenas regalías cuando lo musicalizaron en forma de bolero para lograr un gran éxito comercial.

 Entre el humo del cigarro y los efluvios del alcohol, me acerqué a conversar con el poeta, quien departía alegremente, como debe ser. La plática, como suele suceder en las cantinas, fue derivando hacia el tema de las féminas, las cuales por cierto abundaban en el antro, gracias a una reciente disposición gubernamental que les permitía a las mujeres entrar a estos locales. Antes, una leyenda encima de las puertas con bisagras rezaba: “Se prohíbe la entrada a militares, uniformados, menores de edad, mujeres y perros”. 
El poeta de origen francés y madre tarahumara se refería a las damas de manera elegante y respetuosa. En un momento dado comenzó a decir que, en su personal opinión, la mujer más bella que conocía era la muy famosa vedette de origen oriental y acapulqueño Lyn May. 
“Usted siempre tan internacional, maestro”, me atreví a decir. “Se sabe que ha tenido usted amoríos con mujeres europeas, norteamericanas, sudamericanas y de otras partes del mundo, pero me parece que sus predilectas son las de origen asiático”. 
“No todas –respondió rápido–, pero sí Lyn May”. “¿Por qué, maestro?”, me atreví a preguntarle. “Pues es que es la única mujer que tiene las nalgas por el frente”, respondió y bebió un gran trago de tequila.

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