2 abr 2017

Juan Bañuelos, en la evocación


Revista Proceso # 2109, 2 de abril de 2017..
Juan Bañuelos, en la evocación/
ROBERTO PONCEç
Dos compañeros poetas del grupo de cinco autodenominado La Espiga Amotinada –creado hacia 1960–, Jaime Labastida y Óscar Oliva evocan seis décadas de amistad, ideales y literatura con el escritor chiapaneco Juan Bañuelos, quien falleció el 29 de marzo en la Ciudad de México, debido a complicaciones respiratorias.

Nacido en 1930 en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, Juan Bañuelos fue “la voz más madura” y “una figura mayor” para La Espiga Amotinada, coincidieron sus compañeros de generación y aventura literaria Jaime Labastida (Los Mochis, Sinaloa, 1939) y Óscar Oliva (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1937), tras enterarse de la desaparición del “poeta iracundo”, cuentista, editor y tallerista, acaecida en un hospital de Tlalnepantla, Estado de México, el último miércoles del pasado mes de marzo.
Bañuelos (cuyo Espejo humeante ganó el Premio de Poesía Aguascalientes 1968), junto con Labastida, Oliva, Jaime Augusto Shelley (Ciudad de México, 1937) y Eraclio Zepeda (Tuxtla Gutiérrez, 1937-2015), publicaron en 1960 un poemario colectivo con que bautizaron a su grupo, La espiga amotinada (Col. Letras Mexicanas núm. 62; Fondo de Cultura Económica; prólogo de Agustí Bartra), y un lustro después, juntos los cinco también, Ocupación de la palabra (Letras Mexicanas núm. 81; FCE).
“La tecnología ha impuesto su mundo práctico. Pero esto sobre todo toca a los políticos, hombres sin imaginación. La poesía no tiene tanta aceptación porque en nuestro tiempo el estado político es el tercer estado, después de la televisión y de internet”, dijo a los periodistas Salvador Corro y Armando Ponce luego de participar en un festival poético colombiano, a mediados del 2001 (Proceso, 1287: “Juan Bañuelos habla de Chiapas y sus nuevos trabajos. La poesía, una forma de dar al mundo un sentido que no tiene”).
“El tema de un poema es la poesía… El poeta trabaja a través de los materiales que capta el espíritu humano, para crear un mundo habitable y poder soportar la angustia del mundo material, de la explotación de la vida contemporánea”, señaló el autor de El traje que vestí mañana, volumen que reunió su obra poética ese año, publicado por la editorial Plaza & Janés.
Labastida y Oliva hablaron telefónicamente con este semanario, el primero en la Ciudad de México y el segundo en Tuxtla Gutiérrez.
Jaime Labastida
“Juan era nueve años mayor que yo. El año de su nacimiento es 1930 y no 1932, como se ha dicho. Desde luego, era la voz más madura del grupo de cinco poetas que conformamos La Espiga Amotinada.
“Por él conocimos a Agustí Bartra, quien dio sentido de cohesión a nuestro grupo; éramos amigos que nos reuníamos dos y tres veces a la semana para leernos versos de Pablo Neruda, de Octavio Paz y de Miguel Hernández. Y los nuestros también, porque era como un taller. Fue una amistad de 60 años, pues comenzamos en 1957, Juan ya llevaba varios años viviendo en México y estudiaba la carrera de Derecho, sin haberla terminado…
“Por desgracia lo vi por última vez hace unos cuatro o cinco años en la Feria del Libro de Guadalajara, y digo por desgracia porque él casi ya no reconocía a la gente, tenía problemas de memoria. No me avisaron que estaba enfermo ahora que lo hospitalizaron, pues hubiera podido ir a verlo, por supuesto.
“En la introducción que escribió Paz para Poesía en movimiento, dijo que La Espiga Amotinada le otorgó a la poesía joven de México algo que hacía falta: la rabia. Sin embargo, yo creo que ya entonces Juan Bañuelos era un poeta sereno. Su muerte es para mí una situación muy dolorosa pese a que yo sabía que ya estaba muy mal de salud desde hace varios años. Aún tengo que procesar el duelo.”
Óscar Oliva
«¡Qué chinga! Me llamaron para darme la noticia y fue un golpe brutal, terrible…
“Yo lo conocí allá por el año 55 y 56, Juan me llevaba cinco años. En cierto sentido él fue como una figura mayor para La Espiga Amotinada. En el momento en que empezamos a reunirnos los cinco, él tenía más lecturas que nosotros, ya había publicado en algunas revistas literarias como América, que dirigía Efrén Hernández. Y a partir de que nos encontramos, Juan se estableció como maestro nuestro.
“Por ejemplo, en cuanto a mí respecta, me dio las primeras lecturas de Saint-John Perse y Paul Claudel, a quien él traducía junto con Rosario Castellanos, pero además a través suyo fue que la conocí a ella también. Nos llevábamos estupendamente bien Juan y yo, éramos totalmente hermanos y compañeros, hacíamos juegos literarios, nos emborrachábamos juntos, íbamos a fiestas, empezamos a leer los mismos libros, y el nuestro era una especie de taller literario porque nos reuníamos, aunque no lo llamásemos así, ya fuera en la casa de Juan, en la de Jaime Augusto Shelley o en la de Jaime Labastida. Pasábamos las noches enteras leyendo y haciendo nuestros descubrimientos artísticos juntos, llegando a leer intensamente a Vicente Huidobro, a César Vallejo, al Neruda de Residencia en la Tierra, y los primeros libros de Octavio Paz. Y por supuesto, también a leer y estudiar a Marx y a Engels, con los escritos políticos de Lenin.
“El movimiento del 68 lo vivimos de manera muy violenta, porque los cinco éramos muy amigos de José Revueltas, a quien acompañamos cuando se fue a Filosofía y Letras para establecer su cuartel general en Ciudad Universitaria… y creamos con Jaime Augusto Shelley, Juan Bañuelos y yo, el Comité de Artistas e Intelectuales en apoyo al movimiento estudiantil…
“De las últimas veces que estuvimos totalmente juntos fue una semana completa en la selva de Chiapas, por 1996 o 97, con el alzamiento zapatista en la comunidad tojolabal de La Realidad. Recuerdo que llegamos Juan y yo con un trabajo muy intenso porque pertenecíamos a la Comisión Nacional de Intermediación (Conai), presidida por el obispo don Samuel Ruiz. A un tiempo llegaron cientos y cientos de indígenas chiapanecos desde varios poblados, y nos mandaron a dormir a eso de las tres o cuatro de la madrugada con todos estos hombres, mujeres cargando a sus bebés, muchachas, ancianos, a un gran galerón. Todos estábamos tendidos en el suelo, y Juan y yo, que éramos inseparables, nos acostamos juntos mirando las vigas del techo por si acaso había alacranes. Entonces Juan me preguntó:
–¡Óscar! Pero, ¿qué estamos haciendo aquí?
“Escuchábamos las voces en distintas lenguas e identificamos la del tzotzil y del tzeltal; pero los demás idiomas, que el mam, el chol, el zoque, nos eran totalmente extraños. Sin duda, los indígenas iban por un motivo muy importante: esa asamblea que iban a tener al otro día. Y fue cuando Juan me repitió la pregunta: “¿Qué hacemos aquí, compadre?”  Y se respondió él solito:
“¡Los estamos acompañando, estamos acompañando sus voces, Óscar! No hay otra manera más solidaria de ser con estos pueblos que estar con ellos, ¡y estamos aquí acompañando a los indígenas! Si podemos contribuir con algo es con este acompañamiento y seguramente mañana, antes de que ellos vayan a su reunión, es probable que podamos platicar con algunas de estas voces.”
“Sólo a través de Juan comprendí que nuestra solidaridad se debía hacer de esa manera, aunque fuese un breve momento y dormir junto a ellos, oír sus respiraciones, y tal vez, escuchar sus sueños que a lo mejor eran nuestros propios sueños. Ese era Juan. Yo verdaderamente quisiera que Chiapas y México se dieran cuenta de que con la partida de Juan Bañuelos perdimos a un hombre excelente de una gran sencillez, alegría de vivir, ingenio, inteligencia, cultura política y con una enorme dignidad, que es muy difícil de encontrar en cualquier ser humano. Hoy, yo le contestaría a mi paisano:
“¿Qué estamos haciendo aquí, en este mundo? ¡Juan!, ¿qué estamos haciendo en este país que se nos está cayendo a pedazos? Sin poetas como tú, esto es terrible. Te hemos perdido, ¡pero nos queda tu poesía, compadre! “
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Unas breves líneas en memoria de Juan Bañuelos/
MARCO ANTONIO CAMPOS*
Revista Proceso # 2109, 2 de abril de 2017..
A fines de 1968 leí en el suplemento de la revista Siempre!, que dirigía Fernando Benítez, el poema de Juan Bañuelos “No consta en actas”, y me conmovió y me estremeció. Cuando diez años después hice una compilación de poemas del Movimiento Estudiantil, me volvió a conmover y a impresionar. Era con mucho lo mejor que se escribió entonces sobre el Movimiento. Fue el primer poema de él que leí.
Conocí a Juan de casualidad meses después, en mayo de 1969, en casa de los ejemplarmente generosos Carmen Toscano y Manuel Moreno Sánchez, luego de la entrega del premio Diana Moreno Toscano a la promesa literaria, que se otorgó al poeta y biólogo Víctor Manuel Toledo, y le hablé a Juan entusiasmado de los poemas suyos que había leído. Me invitó al taller de poesía de la UNAM, que él coordinaba en el décimo piso de la Rectoría, y que era el único de poesía que había entonces.
No pudo haber azar más afortunado. Juan fue el primer escritor importante que conocí y traté. Por ese entonces yo leía muchísimo, pero no tenía a quién mostrarle mis poemas (si podían llamarse poemas). Andaba a la deriva. Sin Juan, lo he dicho numerosas veces en público y en privado, yo no habría sido poeta. O lo hubiera sido todo de otra forma. Él me dio el impulso y la confianza iniciales que resultaron definitivos. Nunca conocí un mejor maestro de taller que él. Fue mi mentor, y pese a la diferencia de edades, uno de mis mejores amigos. Tenía una enorme intuición para saber cuándo era bueno un verso o un poema.
A los miembros del taller de fines de los sesenta y principios de los setenta –Juan en lo alto– nos unían la poesía, el 68 y una posición de izquierda. Juan nos dio la certeza, o al menos me la dio a mí, de que la poesía es ante todo emoción, que debe ser escrita, como quería Nietzsche, con sangre, y debe tener una fuerza telúrica. Él lo dijo rabiosamente a su manera: “No sirve ya el papel. No sirve el llanto. Escribo en las paredes”. Juan fue, en los últimos cincuenta años, el poeta político por excelencia entre nosotros. Él se sintió poeta y en la poesía y en la mujer descubrió el mundo y creó su mundo.
Su trato con los jóvenes se daba también extra taller. Con él conocimos no sé cuántas cantinas de barrio bajo. En aquellas décadas de los sesenta, setenta y ochenta, cuando él llegaba a las casas a reuniones todos se ponían contentos. Tenía a la vez una vena pícara chispeante y una ingenuidad que no ocultaba su honda nobleza.
Participé en numerosos homenajes que se le hicieron y armé dos antologías de sus poemas, a las que, luego, poniéndose de acuerdo con el editor, él acababa metiendo y sacando textos. Resignado, yo acababa por decirle: “Juan, en la segunda edición ponemos que la(s) hicimos juntos”. Juan fue también, como resumió muy bien el sonorense Juan Diego González, “el poeta profundo de la selva chiapaneca”.
En los años finales tuve con Juan algunos desencuentros, pero nunca olvidé lo mucho que aprendí de poesía con él y los buenos momentos de la vida compartidos. Mi más sentido pésame a su magnífica esposa Graciela y a sus hijos Cecilia y Juan Sebastián, de los que Juan se sentía tan orgulloso.
Ido el amigo que conocimos hace 48 años, lo recordaré en la escritura como lo que fue: uno de los mejores poetas contemporáneos. Dondequiera que esté que lo acompañen la iluminación de los astros y los recuerdos de esta tierra que nunca dejó de amar.   l

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