El rescate mexicano de los pueblos pequeños de Estados Unidos/ Alfredo Corchado es el corresponsal de la frontera con México para The Dallas Morning News y es el autor de Homelands: Four Friends, Two Countries, and the Fate of the Great Mexican-American Migration.
The New York Times, Miércoles, 06/Jun/2018
Una vista de Kennett Square, Filadelfia. “Los mexicanos se están yendo, y eso es una mala noticia para todos”, dijo un empleador. Credit Craig Warga / Bloomberg, vía Getty Images
En medio de todo el fervor antiinmigrante, los nacionalistas están olvidando un hecho fundamental: en años recientes, los migrantes mexicanos y sus hijos mexicano-estadounidenses han rescatado los lugares más icónicos de Estados Unidos: sus localidades rurales.
Durante los últimos diez años, el número de mexicanos inmigrantes que vive en Estados Unidos ha disminuido en más de un millón; algunos han decidido irse, pero decenas de miles han sido deportados. Los estadounidenses que sueñan con un Estados Unidos sin mexicanos deberían tomar en cuenta el ejemplo de Kennett Square.
Kennett Square, un pueblo de un poco más de seis mil habitantes, a casi una hora de Filadelfia, se define con orgullo como la capital mundial de los hongos. La industria de los hongos, valuada en 2700 millones de dólares, emplea a diez mil personas. En Año Nuevo, Kennett Square devela una enorme estructura luminosa con forma de hongo. Actualmente, el miedo ha afectado esas festividades.
“Los mexicanos se están yendo y eso es una mala noticia para todos”, me contó Chris Alonzo, quien pertenece a la tercera generación de una familia que se dedica a la agricultura y es el presidente de Pietro Industries, una de las mayores empresas productoras de hongos. “Toda la negatividad, el discurso del miedo y los sentimientos antiinmigrantes están afectando a nuestro pequeño pueblo. Tenemos escasez de empleados y todo eso amenaza la vitalidad de nuestra comunidad”.
Kennett Square no es una rareza. En todo el país, ciudades de todos los tamaños se enfrentan a la pérdida de trabajadores inmigrantes, pero el efecto es más fuerte en las pequeñas localidades rurales de Estados Unidos. Desde las plantas empacadoras de carne en Lincoln, Nebraska, hasta la industria de la prestación de servicios en Lake Geneva, Wisconsin, los inmigrantes y sus empleadores están cada vez más nerviosos.
Esta situación podría empeorar si continúa esa tendencia. El índice de natalidad en Estados Unidos ha tocado su nivel más bajo en treinta años. Los rumores de la presencia de agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) hacen que los inmigrantes tengan que prepararse para lo peor.
En Lake Geneva, escuché cuando un viejo jardinero tuvo una conversación seria con los cuatro miembros de su familia, la mitad de ellos sin papeles legales para trabajar. Si los deportaban a su esposa y a él, les dijo a sus hijos, ellos debían continuar con el negocio de jardinería de la familia. De lo contrario, su sustento estaría en riesgo.
En general, los inmigrantes han ayudado tanto a los pueblos más pobres como a los más acaudalados a lidiar con la población anciana y en deterioro. Han rescatado comunidades abandonadas, algunas de las cuales habían empezado a experimentar un declive en su cantidad de habitantes desde la década de 1920.
Los inmigrantes constituyen el 13 por ciento de la población nacional y el 16 por ciento de la fuerza laboral; no obstante, solo representan el 18 por ciento de los dueños de pequeños negocios, según un informe de la Fiscal Policy Institute’s Immigration Research Initiative. A nivel nacional, los pequeños negocios que son propiedad de inmigrantes emplean a 4,7 millones de personas y, según el informe, generan 776.000 millones de dólares en ingresos.
En el Medio Oeste, la renovación emprendida por los inmigrantes incluye a los barrios infestados de heroína y adicción a las metanfetaminas. Esas mismas drogas incitan a la violencia en los lugares de origen de estos inmigrantes en México.
Los problemas mexicanos hacen eco en Kennett Square. Cuando descubrí ese pintoresco pueblo por casualidad durante una tarde invernal en la década de 1980, los hombres eran trabajadores solitarios que en su mayoría venían de Guanajuato, un estado al centro de México. Yo era un reportero de The Wall Street Journal en busca de una historia.
El escenario más agradable del pueblo siempre ha sido el campanario blanco de su iglesia, la población era parte de la tierra de William Penn, el cuáquero que también fundó Pensilvania. Al fondo, se escuchaba la música de Los Bukis, una banda mexicana, mientras nos reuníamos atrás de una de las casuchas, junto al fuego, esperando el cabrito asado, las tortillas y los chiles jalapeños. Me escandalicé por la precariedad de sus condiciones de vida en camiones deteriorados y con letrinas incrustadas en el paisaje, como si no fueran parte del pueblo.
Los hombres hablaban de irse. No se integraban; mucho menos se asimilaban. Casi todos estaban desesperados por volver a reunirse con sus familias en México. Gracias a la histórica Ley de Reforma y Control de la Inmigración del presidente Ronald Reagan, aproximadamente 2,7 millones de personas legalizaron su estancia a principios de 1986, lo que permitió que los mexicanos y otros inmigrantes pudieran moverse libremente en mayores cantidades para buscar oportunidades.
En Kennett Square, en lugar de irse como habían pensado, los hombres se dieron cuenta del valor de una industria que les daba trabajo durante todo el año. Vieron el campo de Estados Unidos como el lugar ideal para criar a sus hijos. Actualmente, casi la mitad de la población de Kennett Square es de origen hispano y de esta casi el 80 por ciento son de nacionalidad mexicana, según informes de La Comunidad Hispana, una organización que proporciona servicios médicos, educativos y legales para inmigrantes.
Por más de tres generaciones, las personas recién llegadas han contribuido a la renovación de Kennett Square. Algunos migrantes mexicanos han inaugurado sus propias granjas de hongos. Incluso hay una guerra de taquerías, pues los lugareños discuten sobre quién prepara los mejores tacos: ¿son mejores en el centro o cerca de Avondale? Cientos de hijos de migrantes ya se graduaron de la preparatoria y muchos han estudiado en la universidad.
“Los mexicanos cambiaron la comunidad para bien”, me dijo Loretta Perna, la coordinadora del programa Walk in Knowledge en Kennett High School. “No solo se volvieron parte de la comunidad del cultivo del hongo, sino de la comunidad en general; trajeron colorido y riqueza a una vida que era más bien desabrida”.
Una de las estudiantes de Perna es Sofía Soto, de 18 años, hija de Jaime Aguilera, un veterano agricultor de hongos que creó su propio negocio de jardinería. Aguilera ahora está en un centro de detención, esperando que un juez migratorio decida su destino, el de su familia y, en un sentido más amplio, el de su pueblo por adopción.
Soto, como sus dos hermanos y su madre, es estadounidense. Está decidida a estudiar en West Chester University el próximo otoño, una promesa que le hizo a su padre. Pero dijo: “Si lo deportan, no será fácil. Él es mi inspiración”.
Historias como esta son las que preocupan a Alonzo, el agricultor de hongos. Los trabajadores no están buscando empleos. De hecho, muchos evitan caminar o conducir por las calles, temerosos de darles a las autoridades cualquier razón para revisar sus documentos.
Para mi sorpresa, durante mi visita más reciente, algunos de los recién llegados eran centroamericanos. A primera vista, la historia de migración parecía repetirse. Pero con el ambiente de terror, Alonzo no está tan seguro.
“Si esto continúa”, me dijo, “la vitalidad de esta pequeña comunidad rural se habrá ido”.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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